La Palabra del Sacerdote ¿Lutero fue un hombre de Dios?

PREGUNTA

¡Lutero fue un hombre de Dios! Entiendan, él nunca quiso crear una religión nueva. Me sorprende cómo la ignorancia esclaviza a la gente: Jesús no fundó religión alguna.

Él era judío y de él se derivó el cristianismo. ¡No fue el catolicismo lo que el Gran Maestro fundó! Dios no nos convoca a una religión. Él desea establecer una relación con nosotros.

RESPUESTA

Monseñor José Luis Villac

Transcurrió recientemente, el 31 de octubre, el quinto centenario del día en que Martín Lutero fijó sus 95 tesis heréticas en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg, dando comienzo al Protestantismo, la mayor escisión habida en el cristianismo occidental.

Una de las tantas herejías de Lutero es aquella puesta en destaque por nuestro consultante de manera un tanto inhábil. O sea, la idea de que la Iglesia fundada por Nuestro Señor Jesucristo —la Iglesia Católica— no es una institución visible, sino apenas una comunidad espiritual de aquellos que tienen fe en el poder salvífico de la Cruz (por lo demás, sin la cooperación del hombre ni la necesidad de obras, que es otra herejía luterana). La consecuencia sacada por nuestro consultante de aquel error de Lutero es coherente con este heresiarca: es decir, si “sólo la fe salva”, como dicen los protestantes, entonces Dios desearía de hecho apenas establecer una relación personal con nosotros y no nos convocaría a una religión específica.

 

“La religión nos une al único Dios Todopoderoso”

Para responder la cuestión, es conveniente remontarse a los principios y preguntar: “¿Qué es la religión?”. Porque sólo así podremos saber si Dios deseó vincularse con nosotros no apenas a través de una relación personal, sino también en el seno de una religión.

Según el escritor latino y apologista cristiano Lactancio, que vivió a fines del siglo III y comienzos del IV, el término religio deriva de religare (atar): “Estamos ligados a Dios y unidos a Él [religati] por el vínculo de la piedad, de donde recibe su nombre la misma religión” (Divinae Institutes, 4, 28). San Agustín adoptó la misma interpretación en su tratado sobre la verdadera religión, en el cual escribe: “La religión nos une [religat] al único Dios Todopoderoso”. De esa acepción deriva el hecho de llamar “religiosos” por analogía a las personas unidas más estrechamente a Dios por los votos de pobreza, obediencia y castidad.

Lutero fija sus 95 tesis en 1517, Ferdinand Pauwels, 1872 – Museo de Eisenach, Wartburg (Alemania).

Por lo tanto, en términos generales, religión significa la sujeción voluntaria de sí mismo a Dios. Ella existe en su más alta expresión en el cielo, donde los ángeles y los santos aman, alaban y adoran a Dios y viven en absoluta conformidad con su santa voluntad. Pero no existe en absoluto en el infierno, donde la sujeción de los demonios y de los condenados a Dios no es voluntaria, sino impuesta. En la tierra —al menos hasta mediados del siglo XVIII, cuando el escepticismo y el ateísmo que hoy se propagan por el mundo entero comenzaron a difundirse en los ambientes letales del Iluminismo—, la religión era un fenómeno universal. Prácticamente todos los pueblos reconocían la existencia de una personalidad divina por detrás de las fuerzas de la naturaleza: el Señor y Soberano del universo, Dios, el cual ejerce el control sobre la vida y el destino de los hombres, de ahí el reconocimiento de la dependencia a la divina voluntad y la necesidad de obtener su benevolencia.

Esta actitud servicial era acompañada de una aspiración, más o menos difusa, a una comunión con la divinidad para alcanzar la perfección y la felicidad.

El corazón humano busca naturalmente a Dios

En cuanto sujeción voluntaria de sí mismo a Dios, la religión es un acto de la voluntad y, por lo tanto, una virtud, por cuanto inclina al hombre a observar el justo orden de las cosas, que proviene de su dependencia a Dios. Santo Tomás define la religión como “la virtud que inclina al hombre a rendir a Dios el culto y la reverencia que por derecho le pertenecen” (II-II, q. 81, a. 1). Por lo tanto, la religión tiene un aspecto interior, subjetivo —la disposición a reconocer nuestra dependencia de Dios—, y un aspecto exterior, objetivo —los actos de homenaje que manifiestan dicho reconocimiento.

La religión responde a una necesidad profunda del corazón humano y procura atender no solamente las necesidades personales de cada uno, sino también aquellas de nuestros prójimos, en círculos concéntricos que comienzan por nuestra familia y se extienden a toda la sociedad, una vez que el bienestar individual depende muchísimo del bienestar de toda la comunidad (¡basta pensar en los sufrimientos acarreados por las guerras!). Por eso, la religión, en su culto exterior, es en gran medida una función social. Sus ritos principales son realizados en público, en nombre y en beneficio de toda la comunidad. Además, es el carácter comunitario de la religión que permite la conservación y el enriquecimiento del culto religioso a lo largo de las generaciones.

La religión, en su culto exterior, es en gran medida una función social. Sus ritos principales son realizados en público, en nombre y en beneficio de toda la comunidad. Misa Solemne en la iglesia de São Bento, en São Paulo (Foto: Paulo Campos).

Religión sobrenatural y sujeción a Dios

Lo que hemos dicho hasta aquí corresponde a la recta religión natural, cuyo conocimiento y obligaciones pueden ser adquiridos y deducidos por el propio ingenio de la mente humana sin ayuda superior. Pero dicha religión natural no excluye las teofanías —manifestaciones sensibles de la divinidad— para confirmar, por medio de las revelaciones divinas, la religión natural; o, mejor aún, para invitar al hombre a participar de la propia vida divina por medio de la gracia.

La religión pasa entonces a ser sobrenatural e implica una Revelación especial, por medio de la cual el hombre conoce su fin sobrenatural —la visión y la posesión de Dios en el cielo—, así como los medios divinamente establecidos para alcanzarlo. La religión sobrenatural es, entonces, la sujeción de sí mismo a Dios, basada no más en la luz de la razón y en las fuerzas naturales, sino en ese conocimiento sobrenatural proporcionado por la fe en la Revelación y que produce buenos frutos por la acción de la gracia divina.

Cristianismo y el Cuerpo Místico de Cristo

Puesto que Dios, por medio de la Encarnación y de la Redención de Nuestro Señor Jesucristo, puso al alcance de la humanidad las verdades y las prácticas necesarias para la consecución de su finalidad sobrenatural, es en el cristianismo que, con la garantía de la autoridad divina, se encuentra absolutamente todo aquello que es necesario creer y hacer para salvarse eternamente. El cristianismo es, pues, la religión perfecta, de la cual Jesucristo es el Fundador y para la cual Él prometió su asistencia y la presencia del Espíritu de la verdad hasta el fin de los tiempos.

Adoración de la Eucaristía, Agostino Ciampelli, 1614 – Sacristía de la iglesia Il Gesú, Roma

Ahora bien, queriendo Nuestro Señor que el cristianismo tuviera una expresión visible, atrajo para ello a muchos discípulos y escogió a doce apóstoles, que colocó al frente de una asamblea, de una congregación (ekklesia, en griego; qahal, en hebreo) con el mandato de evangelizar a todos los pueblos, a fin de formar el nuevo Pueblo de Dios de la Nueva Alianza con aquellos que creyeren y recibieren el bautismo.

Que los primeros cristianos formaban una pequeña sociedad visible lo ponen de manifiesto muchos trechos de los Hechos de los Apóstoles, y eso poco después del discurso de san Pedro el día de Pentecostés, cuando más o menos tres mil personas recibieron el bautismo y “perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones [...] Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común” (Hch 2, 42 y 44). En esa pequeña sociedad los apóstoles tenían no apenas un poder de jurisdicción, tanto legislativo como judicial (¡cuyas sentencias eran hasta corroboradas por milagros!), sino también un poder de enseñanza, del cual los fieles no se podían apartar, aunque un ángel les viniera a predicar lo contrario (Gal 1, 8).

Así, san Roberto Belarmino pudo definir a la Iglesia militante con una fórmula sintética, aceptada después por toda la teología tradicional: “Es el cuerpo de los hombres unidos por la profesión de la misma fe cristiana, por la participación en los mismos sacramentos, bajo el gobierno de los legítimos pastores, especialmente del Romano Pontífice, único Vicario de Cristo en la tierra” (De Ecclesia, 3, 2, 9).

Esa Iglesia militante obviamente tiene una realidad espiritual, y, a través de la comunión de los santos, forma el Cuerpo Místico de Cristo juntamente con aquellos que en el cielo “nos precedieron con el signo de la fe y duermen el sueño de la paz” (Iglesia gloriosa) y con los que aún purifican sus almas purgando sus faltas en el Purgatorio (Iglesia padeciente).

Dios estableció soberanamente la Iglesia Católica

Por lo tanto, incluso cuando las almas alcanzan su fin sobrenatural y gozan de la visión beatífica, ese encuentro personal con Dios, que señala nuestro consultante, tiene una dimensión religiosa comunitaria, en la medida en que todos los bienaventurados son células vivas de un único Cuerpo Místico de Cristo. Pero esa inserción sobrenatural en Jesucristo, tronco de la vid de la cual el cristiano es una rama, comienza ya en esta tierra por medio de la fe, de la recepción de los sacramentos, especialmente de la comunión, y de la obediencia a los legítimos pastores, sucesores de los apóstoles.

Sí, no hay duda de que Dios desea establecer una relación íntima con cada alma, pero Él mismo estableció soberanamente los medios y los depositó en las manos de la Iglesia Católica, que poseerá hasta el fin de los tiempos la fe que debe ser creída, los sacramentos que deben ser recibidos y los pastores que deben conducir su rebaño hasta las verdes praderas del cielo. La prueba de esa unicidad de la Iglesia Católica son sus numerosos santos, que dejaron en la historia una marca indeleble y el perfume de sus virtudes heroicas.

Pórtico de entrada a la capilla superior de la Sainte Chapelle, París. La célebre capilla real fue construida por orden de san Luis IX para albergar las reliquias de la Pasión adquiridas por el santo monarca (Foto: Carlos Noriega).

La necesidad y la unicidad de la Iglesia para obtener la salvación y la eterna amistad con Dios es una verdad consoladora negada por Martín Lutero, lo cual es necesario una vez más recordar en el quinto centenario de su rebelión. Y eso tanto más cuanto han proliferado en los medios católicos las celebraciones conjuntas con los protestantes para glorificar al heresiarca y festejar su ruptura, con gran escándalo para los fieles.

Lejos de asociarnos a tales celebraciones ominosas, pidamos a la Santísima Virgen María, Medianera universal de todas las gracias, un amor entrañable a la Santa Iglesia, una, santa, católica y apostólica, Cuerpo Místico de su Hijo, única religión verdadera del único Dios verdadero.

El Santo Sepulcro: Una tumba vacía... llena de la presencia de Cristo El auténtico pueblo ruso antes de 1917
El auténtico pueblo ruso antes de 1917
El Santo Sepulcro: Una tumba vacía... llena de la presencia de Cristo



Tesoros de la Fe N°193 enero 2018


El Santo Sepulcro: Una tumba vacía... llena de la presencia de Cristo
Conclusión: “¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!” Enero de 2018 – Año XVII Las criaturas son vestigios y representaciones que nos ayudan a ver a Dios El Santo Sepulcro: Una tumba vacía... llena de la presencia de Cristo ¿Lutero fue un hombre de Dios? El auténtico pueblo ruso antes de 1917



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