PREGUNTA En las iglesias, en los hogares católicos e incluso en lugares públicos se acostumbra, en el período de Navidad, montar nacimientos en que el Niño Jesús aparece reclinado sobre un pesebre, con su Madre Santísima y San José dentro de una gruta. En ningún lugar de los Evangelios, sin embargo, hay referencia alguna a esa gruta. Así mismo, nada se dice en la Escritura sobre el día del nacimiento de Jesús. Quisiera saber ¿de dónde surgió la fecha del 25 de diciembre?
RESPUESTA Es verdad que la palabra “gruta” no aparece explícita en el texto sagrado. Pero, de modo implícito, se inserta perfectamente en el capítulo 2° de San Lucas, el Evangelista por excelencia de la infancia del Niño Jesús. Él nos revela en los versículos 12 y 16 que, avisados por los Ángeles, los pastores fueron “a toda prisa y hallaron a María y a José, y al Niño reclinado en el pesebre”. Si la primera cuna del Niño Dios fue un “pesebre” —como está explícitamente revelado— y si el pesebre es el recipiente donde es servido el heno a los animales, éstos están normalmente ubicados en los establos. Como en las cercanías de Belén, para abrigo de sus rebaños, los pastores se valían de grutas como establos, se puede entonces razonablemente deducir que el Niño Jesús nació en una gruta. Se trata de un dato de la Revelación implícito. Así lo interpreta la Tradición de la Iglesia. La voz de la Tradición Podría incluso corroborar esta conclusión el texto del Profeta Isaías (1, 2-3), cuando ya en el Antiguo Testamento exclamaba: “Oíd, ¡oh cielos!, y tú, ¡oh tierra!, presta tu atención; pues el Señor es quien habla... El buey reconoce a su dueño, y el asno el pesebre de su amo; pero Israel no me reconoce...” El Padre Cornelio Alápide S.J. —príncipe de los exégetas— al comentar la Adoración de los Magos (Commentaria in Mathaeum, II, 11) aduce textos de conceptuados Padres de la Iglesia, como San Jerónimo y San Agustín entre otros, quienes se reportan al “establo” y al “pesebre” donde el Niño Jesús nació. De nuevo, es la voz de la Tradición. Todos nosotros quisiéramos que los Evangelios hubiesen sido mucho más explícitos y abundantes sobre los hechos de la vida de Nuestro Señor y de Nuestra Señora. Qué interesante hubiera sido saber cómo fue la huida a Egipto, cómo vivió la Sagrada Familia en un país extranjero, cómo era la estrella que orientó a los Reyes Magos, etc. Pero, puesto que los Evangelios fueron muy sucintos al respecto, cabe preguntar si no hubo una intención divina en esa concisión. Y la respuesta naturalmente tiene que ser “sí”. Veamos por qué.
La cultura occidental viene siendo marcada, en los últimos siglos, por el espíritu racionalista, cuyo representante más citado acostumbra ser el filósofo francés René Descartes (1596-1650), pero que tuvo predecesores famosos e influyentes, entre los cuales se destaca al fraile franciscano inglés Guillermo de Ockham (1300-1350), verdadero padre del racionalismo moderno. Por sus posiciones doctrinarias y políticas perjudiciales a la Fe y a la vida de la Iglesia, acabó siendo condenado por la Iglesia. No obstante, influenció ampliamente todo el movimiento de ideas que le siguió, y está en la raíz de los errores que infectaron la Cristiandad con el protestantismo, cerca de doscientos años después. ¿En qué consiste el racionalismo? No cabría dar aquí una respuesta cabal, de carácter filosófico, a esta cuestión. Nos limitamos a una explicación genérica, en términos comunes, lo suficiente para encuadrar en su contexto histórico la pregunta que nos fue hecha. El racionalismo hace una aplicación obtusa, rígida e inadecuada de la razón al estudio de los seres y acontecimientos de la realidad. Busca reducir la realidad —que es siempre muy sutil— a esquemas rígidos, “geométricos”, “matemáticos”, como si todo en la naturaleza tuviese que tener obligatoriamente contornos definidos por líneas y figuras regulares. La naturaleza, sin embargo, no es así, y para darse cuenta de esto basta mirar un panorama cualquiera, una cadena de montañas, por ejemplo. Muy raramente ella presentará contornos geométricos regulares. El racionalista quisiera que la realidad se ajustase a sus esquemas mentales supuestamente claros, definidos y precisos, y por eso acaba distorsionando la realidad, presentándola como ella no es. El racionalismo, no tan raramente, encuentra campo para su expansión en espíritus afectos a la pereza mental, los cuales no quieren darse el trabajo de analizar la realidad en todos sus matices. Simplifican todo, partiendo en general de una premisa mal analizada, raciocinando muchas veces de modo lógico, en línea recta, para llegar a una conclusión simple y falsa. No se dan cuenta de que galoparon en el aire, y no en el suelo firme de la realidad. Empobrece así el conocimiento humano, e incluso lo deforma, amputándolo, por ejemplo, de importantes aspectos imponderables o así mismo misteriosos de la vida en esta Tierra. En concreto, en el caso de la pregunta que estamos respondiendo, el racionalista quisiera que cada paso de la vida de Nuestro Señor Jesucristo hubiese sido objeto de un “proceso verbal”, con un notario registrando minuciosamente todos los hechos, como se hace en una acta notarial. Sin embargo la vida de nadie es así, y la mayoría de nuestros pasos queda lejos, ¡gracias a Dios!, de una descripción notarial. Los Evangelios no abarcan toda la vida de Nuestro Señor
En la concepción racionalista, los Evangelios deberían haber sido escritos por historiadores como los graduados hoy, digamos, en la Sorbona o en Harvard, que hubiesen hecho investigaciones exhaustivas ante los testigos aún vivos, todo debidamente anotado y documentado. Pero los Evangelios no fueron hechos así. Las verdades de nuestra Fe se transmitieron inicialmente de modo oral, y solamente después de algún tiempo los discípulos sintieron la necesidad de fijar por escrito esa enseñanza oral. Sus autores pusieron entonces por escrito lo que atestiguaron directamente (de visu), o lo que oyeron (de auditu) de la prédica de los Apóstoles, de una manera viva. De ahí las pequeñas discrepancias, que siempre aparecen cuando se le hace a otro el relato de algo que se vio u oyó. Es de Fe, sin embargo, que los autores sagrados escribieron bajo la asistencia e inspiración del Espíritu Santo. De modo que la discrepancia de palabras o detalles no compromete la unicidad y veracidad de los hechos históricos narrados y de la doctrina transmitida por ellos, que es, en el fondo, lo que importa. En verdad, no todo lo que Nuestro Señor dijo o hizo fue colocado en los Evangelios, lo que dicho sea de paso dice expresamente el Apóstol San Juan, al final de su Evangelio: “Muchas otras cosas hay que hizo Jesús, que si se escribieran una por una, me parece que no cabrían en el mundo los libros que se habrían de escribir” (21, 25). Lo que no fue escrito, sin embargo, continuó transmitiéndose oralmente por los sucesores de los Apóstoles, y nos llegó hasta hoy por lo que se llama la Tradición, y que constituye junto con la Sagrada Escritura, la otra fuente viva en el Magisterio de la Iglesia de nuestra Fe. * * * Continuaré desarrollando este importante punto en una próxima edición, en la cual espero, con la gracia de Dios, responder también a la segunda parte de la pregunta, o sea, acerca del día en que nació el Niño Jesús.
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