Además de San Luis María Grignion de Montfort, otro gran doctor de la devoción mariana fue San Alfonso María de Ligorio (1696-1787). A continuación trascribimos algunos trechos de su monumental obra «Las Glorias de María».* María es nuestra Madre espiritual. No en vano llaman madre a la Santísima Virgen María, ni parece que aciertan a llamarla de otra manera, sin cansarse nunca de darle tan dulce nombre. Madre, sí, porque verdaderamente lo es, no carnal, sino espiritual, de nuestras almas, para conseguirnos, con amor de madre, la eterna salvación.
Cuando por el pecado perdimos la gracia divina, fue perder la vida del alma: estábamos muertos miserablemente; vino al mundo nuestro divino Redentor, y muriendo en cruz, con exceso grande de misericordia y amor, nos recobró la vida que habíamos perdido, según Él mismo aseguró (Jn. 10, 10): “Vine para que tengan vida y más abundante”. Más abundante, porque dicen los teólogos que fue más el bien que Jesucristo nos trajo con la Redención que el mal que Adán nos había causado con la desobediencia. De este modo, el Señor, reconciliándonos con Dios, se hizo Padre de nuestras almas en la nueva ley, conforme a la predicción del profeta Isaías (9, 6). Pero si Jesús es Padre de nuestras almas, María es Madre; porque, habiéndonos dado a Jesús, nos dio la verdadera vida, y habiéndole ofrecido en el monte Calvario por nuestra salvación, fue como darnos a la luz, o hacernos nacer a la vida de la gracia. Dos veces, pues, se hizo nuestra Madre espiritual, dicen los Santos Padres: la primera fue cuando mereció concebir en sus purísimas entrañas al Hijo de Dios, pues al dar para ello su consentimiento, empezó a pedir con afecto ardentísimo nuestra salvación, y se dedicó de tal suerte a procurárnosla, que desde entonces nos llevó en su seno como amorosísima madre. Refiriendo San Lucas (2, 7) el nacimiento del Señor, dice que María dio a luz a su hijo primogénito. De esto se debe inferir, añade San Alberto Magno, que tuvo después más hijos. Pero siendo artículo de fe que hijo carnal no tuvo ninguno, fuera de Jesús, se sigue claramente que los demás fueron hijos espirituales, y éstos somos todos nosotros. Lo mismo reveló el Señor a Santa Gertrudis [...]. Alegraos, pues, los que sois hijos de María, y alegrémonos todos, sabiendo que adopta benignamente por hijos a cuantos lo quieren ser. Alegraos, y no temáis perderos, pues con todo su poder os defiende y protege vuestra Madre poderosísima. Si la amáis de todo corazón, si ponéis en Ella vuestra confianza, bien podéis cobrar ánimo y decir con San Buenaventura: “¿Qué temes, alma mía? La causa de tu salvación no se puede perder, porque la sentencia está en manos de Jesús, que es hermano tuyo, y de María, que es tu querida madre”. Con este mismo pensamiento, que alegra tanto a los corazones, nos exhorta San Anselmo a la confianza: “La Madre de Dios es mi madre; ¿con cuánta seguridad no debo esperar, pues mi salvación depende de mi buen hermano Jesús y de mi piadosa madre María?” * Apostolado Mariano, Granada, 1997, pp. 35-41.
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