PREGUNTA ¿Cuál es la razón de tanto sufrimiento en esta vida? Sería superfluo describir todos los males a que, en cada momento y a propósito de todo, el hombre está sujeto en el curso de su vida. Y, por fin, el mayor de todos los sufrimientos: ¡la muerte! Si Dios es misericordioso y bueno, ¿por qué nos preparó un mundo tan lleno de turbulencias, sufrimientos y miserias, y además con un desenlace fatal? Lo cual lleva a muchos a preguntarse: ¿realmente existe Dios? RESPUESTA Dios existe, y porque Él es misericordioso y bueno nos dará, después de muchos dolores (si son soportadas como deben) un premio inconmensurablemente mayor; ¡y, además, eterno! Una vida eterna en el Cielo, sin la más ligera sombra de sufrimiento, y desbordante de la felicidad más completa, participante de la felicidad perfectísima del propio Dios. Esta respuesta, aunque verdadera y cabal, no explica para mi perplejo consultante —portavoz de incontables de nuestros contemporáneos— cómo elucidar el enigma tan lacerante que expone. Es necesario mostrarle, despacio y paso a paso, cómo es que, a partir de la premisa de que Dios existe, llegamos a la conclusión extraordinaria: Dios nos destina a una vida eternamente feliz, pasando por el valle de los sufrimientos, a veces incalculables y dolorosísimos. El progreso científico y tecnológico introduce cada día nuevas comodidades en la vida del hombre, de modo que en este mundo “maravilloso” de la técnica el sufrimiento parece una excrecencia. Pero el espejismo del progreso continuo no eliminó el sufrimiento, y hasta creó nuevas fuentes del mismo (basta pensar en un simple congestionamiento de tránsito...). Es algo, por lo tanto, que es resultado de la acción del propio hombre. ¿Qué culpa tiene Dios de un “progreso” tan desordenado, y por eso claramente condenado por el bienaventurado Papa Pío IX en su Encíclica “Quanta Cura” y en el “Syllabus” (1864)? La muerte entró en el mundo por el pecado El designio celestial y amorosísimo de Dios era precisamente exigir del hombre una prueba de fidelidad, practicada en un jardín de delicias, que era el paraíso terrenal. La monumental equivocación de Adán y Eva fue querer cambiar las alegrías inmensamente grandes y santas, proporcionadas por Dios, por el acto de locura que la diabólica serpiente les sugirió: comer del fruto prohibido para volverse iguales a Dios: “Y seréis como dioses” (Gén. 3, 5), les dijo la serpiente. La equivocación de Adán y Eva no fue apenas un error de cálculo, sino que implicaba un acto de orgullo y rebeldía con relación a Dios, un querer igualarse a Él. Por lo tanto, hicieron precisamente lo contrario de la prueba de sumisión y fidelidad que Dios quería de ellos. Eso provocó un trastorno profundo en todo su ser de criaturas: la inocencia de sus almas se quebró, el desorden de las pasiones penetró en sus corazones, su mente se turbó y su voluntad quedó sujeta a la fascinación del pecado. Y, como castigo de su desobediencia, Dios retiró de ellos el privilegio especialísimo que les había concedido (no exigido por la naturaleza humana, pues era sobrenatural), de ser llevados al Cielo sin sufrir la dilaceración de la muerte. Por eso, dice el libro de la Sabiduría que “por la envidia del diablo, entró la muerte al mundo” (Sab. 2,24). Así, dijo Dios a Adán: “Por cuanto has escuchado la voz de tu mujer, y comido del árbol de que te mandé no comieses, maldita sea la tierra por tu causa; con grandes fatigas sacarás de ella el alimento en todo el curso de tu vida. Espinas y abrojos te producirá, y comerás de las yerbas de la tierra. Comerás el pan con el sudor de tu rostro, hasta que vuelvas a la tierra de que fuiste formado; puesto que polvo eres y en polvo te convertirás” (Gén.3, 17-19). Queda entonces explicado cómo es que el sufrimiento y la muerte entraron en lo cotidiano de la vida humana. Pero algunas preguntas permanecen en pie: 1) Al final, ese pecado fue de Adán y Eva; ¿qué tenemos que ver nosotros con él? 2) El sufrimiento que presenciamos sobre la faz de la tierra, de ser considerado como castigo, parece desmesuradamente excesivo; ¿cómo se encaja esto con la bondad de Dios? El pecado original de nuestros primeros padres En el tiempo en que la enseñanza de las verdades fundamentales de la fe hacía parte del curso regular del catecismo preparatorio para la primera comunión, la doctrina del pecado original era explicada en forma sumaria pero suficiente, para que los niños la desarrollaran después, en las fases siguientes de su formación. Hoy, la propia noción del pecado original parece evaporada hasta en las mentes de muchos adultos, sofocada como fue por la prédica obsesiva de principios erróneos, como los de la nueva teología dicha progresista y de la liberación. Ello nos obliga a recordar verdades elementales, que antes cualquier niño se sabía de memoria (“Memorizar, ¡qué horror!” ––se exclama hoy en día).
Ahora bien, la Iglesia siempre enseñó que el pecado de Adán y Eva se transmitió a toda su generación; y continúa inexorablemente transmitiéndose, porque, perdida la integridad original, ellos no podían comunicar a sus descendientes lo que no poseían más —es decir, la inocencia original—, así como padres empobrecidos no pueden transmitir a sus hijos la fortuna que perdieron. De esa manera, toda la humanidad heredó la situación de culpa en que se encontraban nuestros primeros padres, a consecuencia de la cual el Cielo se cerró para ellos y para nosotros. Ésta es, en síntesis, la doctrina del pecado original, o sea, una mancha de origen con que todos los hombres nacen (excepto la Virgen María que, por un privilegio especial de Dios, fue concebida sin pecado, a fin de que en su seno virginal e inmaculado se formase el Hombre-Dios). La regeneración por el sufrimiento Fue Jesucristo quien, como Dios y Hombre, cargó sobre sus hombros nuestros pecados, ofreciéndose como víctima expiatoria. Muriendo en la cruz después de infinitos sufrimientos, redimió nuestra culpa original, reconciliándonos con Dios y reabriéndonos el Cielo. Estos frutos de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo nos son aplicados individualmente por el sacramento del bautismo. Como se ve, el rescate del pecado viene por el sufrimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Dice el apóstol San Pablo que él debe ser completado por nuestros sufrimientos individuales: “Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo” (Col. 1, 24). Ésta es la razón profunda por la cual Dios permite el sufrimiento sobre la faz de la tierra, a fin de que nosotros, soportándolo con paciencia, por amor de Dios, purifiquemos nuestra alma de todo residuo del pecado original, y también de los pecados que cada uno de nosotros comete personalmente, llamados pecados actuales. Hablamos de “residuo del pecado original”, porque el bautismo borra en nosotros la culpa (que es lo esencial), pero no elimina la inclinación hacia el mal —consecuencia del pecado original— representado por los siete vicios capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. ¿Desproporción entre el castigo y la culpa? Nos resta tratar del punto que parece ser el más candente de la pregunta del consultante: ¿ese océano de sufrimientos que se abaten sobre nosotros no es inmensamente desproporcionado al pecado que cometemos? Por ejemplo, aquellas pobres poblaciones africanas, sometidas a desplazamientos internos para escapar del genocidio, ¿qué pecado cometieron para quedar sujetas a tan espantoso sufrimiento? O si no, ¿por qué Dios permite que haya tantas herejías rasgando la unidad de la propia Iglesia? Son realmente preguntas muy delicadas, pero dignas de consideración. Aquí, una vez más, volvamos a la creación del hombre. Dios no quiso crear un ser desprovisto de la libertad de decidir. Le concedió, pues, un don llamado libre albedrío, es decir, la capacidad de disponer de sí mismo conforme a su voluntad. El hombre es un ser racional y libre, porque de otra manera no sería responsable de sus actos, y por lo tanto sería incapaz de méritos y deméritos. Ahora bien, Dios no quería que el premio de la felicidad eterna en el Cielo fuese concedido al hombre sin la colaboración (mérito) de su parte. No obstante, sucedió lo que sabemos: Adán pecó, y en Adán pecó toda la humanidad, en el sentido arriba explicado. Así, las matanzas en África y tantas otras barbaridades por el mundo entero, bien como las herejías, resultan del mal uso del libre albedrío por parte de la humanidad pecadora ¿Cómo impedirlas fuera de la solución verdadera, que es volver a la práctica de los Mandamientos? Sólo si Dios atara las manos del hombre, lo que le quitaría todo mérito y demérito, como acaba de ser explicado. Ahí está el asunto expuesto en sus líneas mínimas, y aún así dejando de lado hechos de máxima importancia, como la actuación del demonio —llamado por la Escritura “príncipe de este mundo” (Jn. 16, 11)— que, blandiendo las cuerdas de las pasiones, induce al hombre al pecado y a la práctica de todos los males. La conclusión de estos comentarios no puede ser otra sino llamar la atención para la seriedad de la vida y la obligación de no enclaustrarnos en nuestros problemas personales; sino, en toda la medida de nuestras posibilidades, consagrarnos a buscar que la ley de Dios, expresada en los Diez Mandamientos, sea por todos respetada; primero en nosotros mismos, en seguida en la familia, en el grupo social al que pertenecemos, en la ciudad, en el país y en el mundo entero. Pues, en una sociedad organizada según Dios, todo funciona de la manera más perfecta, y por lo tanto la cuota de sufrimiento de cada uno es la menor posible en este valle de lágrimas. En nuestras aflicciones, es altamente recomendable recurrir a la intercesión de la Virgen Santísima, pidiendo que mitigue lo que sea posible mitigar, y nos dé fuerzas para beber el cáliz del dolor que no sea posible apartar. ¡Que en todo momento Ella esté a nuestro lado, como Medianera de todas las gracias!
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