Un gigante de la caridad
De temperamento arrebatado, jugador contumaz, pasó su juventud entre las barajas, los dados y las armas. Una llaga providencial en la pierna fue ocasión para que conociese el mundo del sufrimiento y de la verdadera caridad, llegando por ese camino a descubrir su vocación para la santidad. Plinio María Solimeo Camilo nació en el año 1550 en Bocchianico, en los Abruzos, en el antiguo reino de Nápoles. Como sucedió con San Juan Bautista, su madre era ya avanzada en edad cuando lo concibió. Su padre, Juan de Lelis, al servicio de las armas, vivía más en los campamentos y campos de batalla que en el hogar. ¿Cómo podría una madre entrada en años educar a un niño que se volvió muy crecido para su edad, y de un temperamento belicoso como la sangre que le corría por las venas? A pesar de ello, consiguió enseñarle los rudimentos de la Religión. Pero a la par, sin que ella lo supiese, el niño aprendía también el secreto de los naipes y de los dados, y a los doce años ya era un jugador empedernido. Entre el juego y las armas Con la muerte de su madre, Camilo se entregó descontroladamente al juego, perdiendo todo lo que tenía. Entró entonces en el ejército, donde aprendió las virtudes y los vicios de los soldados. Con su padre, fue a alistarse en el ejército que la República de Venecia meritoriamente reclutaba para combatir a los turcos musulmanes. Pero en el camino, Juan de Lelis falleció y fue enterrado cerca de Loreto. Como herencia de su progenitor, Camilo recibió un arcabuz y una espada; y como herencia divina una llaga misteriosa en la pierna, que aparecerá siempre que sea necesaria, para conducirlo al camino de su futura vocación. El hambre y la miseria, y sobre todo la supuración de la llaga, lo hicieron desistir de la carrera militar. Conmovido por el ejemplo de dos franciscanos, con su modestia y dulzura, Camilo hizo voto de ser uno de ellos. Pero por causa de la llaga no fue recibido. Terminó yendo a Roma, siendo recibido en el Hospital de los Incurables como enfermero, para curarse la pierna y ganar algún dinero. Pero la pasión del juego lo perseguía, y huía del hospital para ir atrás de las cartas. Por incorregible, fue expulsado del hospital. Combatía como un héroe, pero jugaba como un demonio Pensó nuevamente en la carrera de las armas, y entró a su servicio en un navío veneciano que partía hacia Oriente. Participó en varias batallas, y por estar gravemente enfermo no pudo combatir en Lepanto, la famosa batalla en que la Santísima Virgen se apareció y dio la victoria a los católicos sobre los musulmanes. En cuanto luchaba como un héroe, jugaba como un demonio. Una violenta tempestad en el mar hizo que él, asustado, se acordase del voto de hacerse franciscano. Pasada la tormenta, se olvidó nuevamente del voto, continuando en la carrera de las armas y subyugado por el vicio del juego. Regresó a Roma para cuidarse de la llaga, que le reapareció en la pierna. Pero perdió en el juego hasta la camisa que tenía puesta. Salió de la ciudad y en Manfredonia fue recibido por los capuchinos. El superior del convento, notando en él algo de especial, le habló de Dios y de la vocación religiosa. Camilo movido por la gracia, se convirtió, siendo recibido como postulante. Cuando pasaba por la villa, conduciendo dos mulas del convento, la chiquillería corría detrás suyo gritando: “¡Ahí viene San Cristóbal, ahí viene San Cristóbal!”, debido a su elevada estatura. En la escuela, humildemente entre los niños Quiso continuar sus estudios, para ordenarse sacerdote. Como San Ignacio de Loyola, se sentó en las bancas escolares con los niños, lo que lo hacía notorio de sobremanera por su estatura, mucho más elevada que la de sus condiscípulos.
Sin embargo, no era designio de Dios que permaneciese entre los franciscanos. La úlcera reapareció en su pierna y ellos, apesadumbrados, lo despidieron. Volvió a la Ciudad Eterna, donde se quedó durante cuatro años hasta curarse de la úlcera. Juzgó entonces que era su deber retornar con los franciscanos, a pesar de que su confesor, San Felipe Neri, se lo había desaconsejado, prediciendo que la llaga se reabriría. Fue lo que sucedió, teniendo Camilo que volver al hospital. Allí se dedicó a cuidar de los enfermos, llegando a ser nombrado administrador general del hospital. Cierto día, mirando al Crucifijo mientras cuidaba de los enfermos, exclamó: “¡Ah! Aquí serían necesarios hombres que no fuesen conducidos por amor al dinero, sino por amor a Nuestro Señor; que fuesen verdaderas madres para estos pobres enfermos, y no mercenarios. Pero ¿donde encontrar a tales hombres?” Comenzó entonces a cavilar el pensamiento de la fundación de una Orden religiosa con esa finalidad. Nace la Orden de los Camilos Pronto se le unieron cuatro discípulos, con los cuales se reunía para rezar y meditar juntos, y después cuidar de los enfermos. Era el núcleo de su futura congregación. En las mil y una dificultades que surgieron para la consecución de ese fin, siempre encontraba consuelo en Nuestro Señor crucificado, que le decía: “No temas nada, yo estaré contigo”. Camilo terminó sus estudios, fue ordenado sacerdote y rezó su primera Misa el 10 de junio de 1584. Salió encargado de la capilla de Nuestra Señora de los Milagros, fundando allí su congregación. Aquel pequeño grupo inicial dividía el tiempo entre la oración y el cuidado de los enfermos. Iban sus miembros cada día al gran hospital del Espíritu Santo, donde consolaban a los enfermos, arreglaba sus camas, barrían las salas, curaban sus llagas y preparaban los remedios que les eran prescritos. Pero cuidaban especialmente de sus almas, preparando a los enfermos para recibir los últimos sacramentos, ayudándolos con sus oraciones y no separándose de ellos sino después de sus muertes. Confianza absoluta en la Divina Providencia La Congregación naciente, a causa de su caridad, se encontraba llena de deudas. Cierto día en que los sacerdotes se encontraban muy tentados por esa razón, Camilo les dijo que era necesario confiar en la Providencia, como Nuestro Señor se lo había dicho a Santa Catalina de Siena: “Piensa en mí, que yo pensaré en ti” . Y profetizó: “Antes de un mes estaremos con todas las deudas pagadas”. Y realmente, antes que pasaran los 30 días un benefactor falleció dejándoles una suma considerable. Los Ministros de los Enfermos, como eran llamados sus hijos espirituales, poco a poco fueron abarcando otras obras de caridad. Camilo quiso que ellos sirviesen también a los enfermos víctimas de la peste, a los prisioneros, a los heridos en campos de batalla y a los que estuviesen muriendo en sus propias casas. Sixto V confirmó la Congregación en 1586 y ordenó que ella fuese gobernada por trienios. San Camilo naturalmente fue elegido su primer superior. Los primeros dos mártires de la caridad Con el tiempo la obra se fue extendiendo por Italia. Primero fue el reino de Nápoles que invitó a los camilos a fundar una casa. Allí llegaron prácticamente con la peste, y se entregaron inmediatamente a la atención de los contagiados en las galeras, que nadie deseaba socorrer. Dos de los discípulos de Camilo fueron víctimas de su heroica abnegación y murieron a consecuencia de su caridad. En 1590 hubo una gran carestía en toda Italia. Los pobres se vieron obligados a alimentarse de animales muertos y de hierbas. San Camilo pasaba por las calles de Roma, llevando pan y ropa para los necesitados. Además del hambre sobrevino el frío, que fue muy riguroso en aquel año. Se cuenta que el número de muertos en Roma y sus alrededores fue de 60 mil personas. Muchas veces, Camilo entregaba su propio manto a pobres que estaban muriendo de frío. Llegó a dar el último saco de harina que había en el convento. Sus religiosos le hicieron ver que ellos mismos se arriesgaban a morir de hambre. El Santo les respondió entonces que si los pájaros del cielo no sembraban ni cosechaban, y sin embargo Dios los alimentaba; cuánto más a ellos, que eran sus hijos. Ese mismo día, un panadero de la ciudad les trajo el pan necesario, prometiendo que les traería aquel alimento diariamente, hasta el fin de la crisis. Presencia imponente, energía contra los blasfemadores En 1591, el Papa Gregorio XIV erigió la nueva congregación en Orden religiosa con el privilegio de las mendicantes, bajo la obligación de hacer los tres votos: pobreza, obediencia y castidad. Sus miembros estaban prohibidos de pasarse a otra comunidad religiosa, excepto a la de los Cartujos. San Camilo era de una imponente presencia. Con más de un metro noventa de estatura, cuerpo bien proporcionado, cabeza erguida, ojos oscuros, un velo de tristeza parecía recordarle a todo momento el pesar por la vida pasada. Su voz tenía matices graves y severos, pero quedaba por entero transformada cuando hablaba de la caridad. Un testigo dijo que muchas veces vieron su rostro cubierto de llamas. No tenía gran estudio, pero poseía una sabiduría toda divina para el gobierno de su Orden y el cuidado de los enfermos. Cierta vez, pasando por el puerto, oyó algunos marineros blasfemar. Saltó a la cubierta de la nave, con un Crucifijo en la mano, y les dijo airado: “¡Miserables! No sé cómo Dios tiene paciencia con ustedes y el mar no los traga, o un rayo no los carboniza”.
Caridad extrema hasta en las vísperas de la muerte Después de la realización del quinto capítulo de la Orden en Roma, en 1613, fue a visitar sus otras casas con el nuevo superior general. De vuelta en la Ciudad Eterna, agotado ya por las fatigas y sufrimientos, supo que brevemente llegaría la hora de comparecer ante el tribunal divino. La úlcera en la pierna acompañó a San Camilo por más de 40 años, hasta el fin de su vida. Fue también atacado por otras molestias, llevando una vida de sufrimientos. En su última enfermedad, quiso quedarse en el hospital, y se levantaba a escondidas del lecho para cuidar de los enfermos. En fin, el día 14 de julio de 1614, como había predicho, entregó su alma a Dios. Tenía 64 años de edad. Muchos milagros se operaron en su tumba. En 1742 fue beatificado por Benedicto XIV, que también lo canonizó cuatro años después. Obras consultadas.-
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