Majestad y misericordia
El 8 de setiembre, fiesta de la Natividad de María, se celebra también a la Virgen de Coromoto, Patrona de Venezuela, cuya admirable historia nos revela especialmente la grandeza de la bondad que vence toda ingratitud. Si fue tremenda la pertinacia del cacique Coromoto en resistir a la gracia, más sorprendente aún es la “persecución” que la Santísima Virgen le hizo hasta obtener su conversión. En Coromoto, la Madre de Dios insiste maternalmente. En México, en los ojos de la milagrosa imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona de América Latina, está impresa la imagen de otro cacique indio —San Juan Diego— a quien la Virgen se le apareció. Y en Las Lajas (Colombia), como en el Quinche (Ecuador), como en Copacabana (Bolivia), así como en Cocharcas y en tantos lugares del Perú, son también indios los protagonistas de esta epopeya mariana. Ha sido pues, ¡y qué duda cabe!, la Virgen Santísima la mayor evangelizadora del Valdis Grinsteins Para el común de los hombres, parece muy difícil conciliar ciertas virtudes. ¿Cómo combinar por ejemplo la bondad y la severidad, o la justicia y la clemencia? Una idea errónea bastante corriente es la de que si alguien es bondadoso no gusta de ser severo, y se hace de la vista gorda para no tener que castigar. Ahora bien, Nuestro Señor Jesucristo reúne en sí todas las virtudes. Luego, si Él es al mismo tiempo bondadoso y severo, bondad y severidad no son contradictorias, existiendo entre ellas un equilibrio que permite que sean practicadas por la misma persona. Para entender mejor cómo pueden coexistir en una misma persona virtudes que parecen antagónicas consideremos la foto de la carátula. Es la imagen de Nuestra Señora de Coromoto, Patrona de Venezuela. La majestad expresada en una imagen... A primera vista impresiona su porte de Reina. No sólo debido a la corona, sino sobre todo a la postura erecta de la imagen, que refleja la plena conciencia que la Virgen Santísima tiene que ser Reina de los ángeles y de los hombres. Ella tiene el derecho de mandar, y lo ejerce. Ella refleja como Reina una visión superior de las cosas, pues sabe cómo éstas se coordinan y qué hacer para que todo se ordene. De otro lado, es adecuado que Nuestra Señora esté sentada en un trono, y que la sede del Niño Jesús sea su propia Madre, pues así la más perfecta de las criaturas sirve de trono al Creador. Ella sostiene a su Divino Hijo como Reina, pero también con delicadeza maternal. Todo en esta imagen infunde respeto. Cualquiera que se aproxime es colocado en su debido lugar inmediatamente. Además, su realeza trasparece en la propia fisonomía de la imagen. Los trazos del rostro son finos, delicados, de gran majestad. Si ésta es notoria en la imagen, ¿qué decir de la bondad?
...pero también la bondad de Reina La consonancia entre majestad y bondad es explicada superlativamente en un comentario del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira acerca de la bella imagen de la carátula: “Está enteramente solícita para quien se encuentra frente a Ella, y siendo Nuestra Señora tan superior, da la impresión de que no nota –porque no quiere notar– la extrema inferioridad de quien está al frente. Ella ni siquiera hace la comparación, y con ello eleva a la persona a su categoría. No hace un análisis de quién está frente a Ella diciendo: «Tú tienes la culpa» o «tú eres malo». Sólo hace una pregunta: «¿Qué quieres? Tú eres mi hijo y yo tengo misericordia de ti. ¿Qué es lo que deseas?» Es una pregunta, que a causa de la mirada y de la pequeña inclinación de la cabeza hacia adelante, es dirigida de tal forma, que da la impresión de ser Ella toda atención”. Tal impresión de bondad es confirmada al tomar conocimiento de todo lo que la Santísima Virgen hizo para convertir al indio Coromoto. Desvelo maternal frente a la rebeldía A mediados del siglo XVII, un cacique indígena llamado Coromoto deambulaba por las montañas de la región de Guanare, en Venezuela, cuando una hermosísima Señora sosteniendo en sus brazos a un radiante Niño se le apareció caminando sobre las aguas del río del mismo nombre. La Madre de Dios le dirigió la palabra en su lengua nativa recomendándole que fuese a vivir junto a los blancos para “recibir agua sobre la cabeza y así poder ir al Cielo”. Encantado por la milagrosa aparición, el cacique buscó a los colonizadores de aquella región y se mudó con toda su tribu al lugar indicado por ellos. Quedó así “encomendado” a un español llamado Juan Sánchez, que recibió el encargo de cuidar de la tribu y enseñarles las verdades de la fe católica. Al comienzo todo corrió bien, pues aún perduraban en el alma del cacique Coromoto los efectos de la visión que tuvo de Nuestra Señora. Varios indios fueron bautizados. Pero para el cacique, pronto vino la probación. Abandonó las lecciones de catecismo y comenzó a sentir nostalgias de la vida desordenada que llevaba en la selva, donde no trabajaba, podía ir y venir a su antojo, no tenía que cumplir aquellos mandamientos aparentemente arduos que establecía la religión católica. Adoraba a sus dioses cuando y como bien lo entendía. Convertido a la verdadera religión, debía dominar sus pasiones, corregir su temperamento, acostumbrarse al trabajo metódico, asistir con regularidad a los actos de culto. En su alma se iba formando una tormenta instigada por el demonio, que veía escapar de su dominio a aquella alma que antes era su esclava. En la tarde del día 8 de setiembre de 1652, el cacique se negó a asistir a los actos de devoción que Juan Sánchez preparara. Enfurecido, se dirigió a su bohío (choza), donde se encontraba su mujer y su cuñada Isabel. A su lado jugaba un niño, hijo de ésta. Entrando de mal humor se fue a recostar, ya decidido a regresar a su vida anterior y arrastrar con él a toda la tribu, que la haría apostatar en masa. Bondad maternal que vence la dureza de corazón En ese momento de suprema rebelión la Virgen Santísima se le aparece nuevamente, en la puerta de su bohío, rodeada por una intensa luz. Cualquier persona, viendo a la Madre de Dios, extremadamente bella, buena y maternal, tan dispuesta a perdonar, habría caído de rodillas y pedido perdón. Sin embargo, no fue lo que ocurrió con el indígena-cacique, pues el corazón humano es capaz de durezas inimaginables. Pensando que tal vez Ella viniese a quejarse de él, el cacique le dice: “¿Hasta cuándo me vas a perseguir? ¡Puedes irte, pues no haré lo que me mandas! ¡Por ti dejé mis tierras y conveniencias y aquí vine a trabajar!” Horrorizada con la ingratitud y al mismo tiempo admirada con la Madre de Dios, la esposa del cacique le llamó la atención: “¡No hables así con la Bella Mujer, no tengas mal corazón!” Tales palabras enfurecieron aún más al cacique, que decidió entonces lanzar una flecha contra Nuestra Señora. Al ir a coger su arco dijo: “¡Matándote me dejarás!” Pero, en ese momento de suprema rebeldía, la Santísima Virgen demuestra su cariño por el hijo rebelde. Entra en el bohío y se coloca junto al cacique, de tal forma que no le dejaba espacio para templar el arco y disparar la flecha. Incluso así el cacique no se conmovió. Echó arco y flecha al suelo, intentando empujarla hacia afuera de la choza. En el momento de agarrar a Nuestra Señora, la Virgen sonríe y desaparece, dejando en las manos del indio una piedra ovalada, en la cual quedó milagrosamente grabada la imagen de la Madre de Dios sentada en un trono, teniendo al Divino Infante en sus brazos. Es la reliquia que hasta hoy se venera en la Basílica de Guanare, ciudad a la cual afluyen peregrinos de todas partes de Venezuela.
En la hora extrema, misericordia sin límites Ni siquiera esta visita de María Santísima consiguió apaciguar los malos instintos del cacique, que deseaba volver a su vida salvaje y estaba empedernido, o sea, como una piedra en tal resolución. Así es a veces el corazón humano: ¡duro como una piedra, impidiendo la entrada de la gracia divina que lo salvaría! Pero... si tan empedernido estaba el indio, ¡aún más decidida se hallaba la Virgen en su misericordia! Al día siguiente de la aparición, el cacique reunió a los miembros de su tribu y partió con ellos de regreso a la selva. No apenas abandonó la fe católica, sino que obligó a los que de él dependían a hacer lo mismo. Poco tiempo había transcurrido, cuando una víbora muy venenosa picó al cacique Coromoto. Dándose cuenta de que pronto moriría y reconociendo en este hecho un castigo del Cielo, por su pésima conducta hacia la Reina de los ángeles y de los hombres, el selvícola comenzó a arrepentirse. Pidió a gritos el Bautismo, pues sabía que sin “recibir agua en la cabeza” no iría al Cielo, como le había dicho la “Bella Mujer”. Pero, ¿cómo conseguir que alguien lo bautice de inmediato en aquella zona tan despoblada hasta hoy? ¡Su suerte eterna parecía sellada! ¡Había rechazado la misericordia materna cuando la tenía a mano! Y ahora... Sería no reconocer la misericordia de tal Madre, imaginar que habiéndose empeñado tanto por un alma tan ingrata fuese ahora a abandonarla por resentimiento... Por el contrario, vino Ella a socorrer al arrepentido y dispuso que en aquel momento pasase por ahí un católico de la ciudad de Barinas. Éste le administró el Bautismo, pues en caso de muerte o de extrema necesidad cualquier bautizado puede ser ministro de este sacramento. La Santísima Virgen, Reina y Madre, había dispuesto para que todo corriese según su inconmensurable misericordia. Y para el tan favorecido indio Coromoto no podía ser mejor, pues es sabido que el Bautismo borra todos los pecados de la vida pasada. Así falleció, arrepentido y ordenando a los miembros de su tribu que volviesen al lado de los blancos, a fin de conservar la verdadera fe católica. Murió, y fue a contemplar eternamente a Aquella que lo quiso salvar a pesar de inauditos rechazos e ingratitudes. Basta este ejemplo para comprender la alianza armoniosa, en una misma persona, de aquellas dos virtudes que parecen antagónicas: majestad y misericordia. Fuentes.- Hno. Nectario María, Historia de Nuestra Señora de Coromoto, OCI, Caracas, 1996.
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