Esta advocación mariana, aunque estrechamente ligada a la mayor y más viva devoción del pueblo peruano al Señor Crucificado, es sin embargo muy poco conocida. La vemos desde hace casi tres centurias, en el mes de octubre, salir en multitudinaria procesión por las viejas calles de Lima. Pasa delante de nosotros, silenciosamente, en medio del fervor católico que nos resta, del color morado que nos circunda, del olor a incienso y palo santo que nos envuelve... acompañando, como hace dos mil años, a su Divino Hijo. Pues luego de asistir al paso severo del Cristo de Pachacamilla, que a todos nos embarga profundamente, aparece ante nuestros ojos la figura graciosa y maternal de la Virgen formada por una nube, con el Niño Jesús en un brazo y un cetro de azucenas en el otro. Nuestra Señora de la Nube es el nombre de esta imagen pintada sobre lienzo por autor desconocido, que en la formidable anda de plata del Señor de los Milagros, vemos a su reverso. Su historia nos lleva a la época de oro del gran virreinato, más allá de nuestros actuales confines geográficos. Al terminar el año de 1696, se hallaba seriamente enfermo D. Sancho de Andrade y Figueroa, ilustre obispo de Quito. Como solía acontecer entonces en graves circunstancias, se resolvió traer la venerada imagen de Nuestra Señora de Guápulo, a un par de leguas de la ciudad, hasta la iglesia catedral. En la tarde del 30 de diciembre fue sacada en procesión de rogativa con el acompañamiento de unas quinientas personas. A eso de las 4:45 de la tarde, habiendo llegado al final del pretil de San Francisco, al concluir la segunda decena del rosario, se hizo la señal con la campanilla para que todos se arrodillasen para entonar el Gloria Patri. De repente, se vio claramente en el cielo, en dirección al caserío de Guápulo, una figura formada por nubes, de gran tamaño. Fue entonces que el presbítero José de Ulloa y la Cadena, capellán del Monasterio de la Limpia Concepción de Quito, exclamó a voz en cuello: “¡La Virgen, la Virgen!”, y todos volvieron la mirada hacia el lugar señalado, viendo nítidamente sobre los aires, la figura de María Santísima dibujada por las nubes: “Estaba la imagen de pie sobre otra nube más oscura y densa que le servía como pedestal o trono. Llevaba corona en las sienes y en la mano derecha un ramo de azucenas a manera de cetro. Con la izquierda estrechaba al Divino Niño Jesús, hacia quien tenía dulcemente inclinada la cabeza. Sobre los cabellos y espalda flotaba un airoso velo formado igualmente de una nube. Vestía una cándida túnica de sencillos y ondulantes pliegues, media oculta por un manto de amplitud majestuosa y regia”.1 La aparición duró lo suficiente para que todos pudieran darse cuenta perfectamente de ella y, terminada la procesión, muy a la usanza española se levantó un acta. En ella declaran la máxima autoridad local —el Presidente de la Audiencia— y otros testigos calificados, como consta en el proceso que hasta hoy se conserva en el Archivo Arzobispal de Quito.
Lo cierto es que, no todos fueron gratificados de igual modo con la visión de la Madre de Dios. Comenta el P. Vargas Ugarte: “Otros descendían a pormenores que descubrieron o creyeron descubrir en la imagen, pero en los cuales no estaban todos de acuerdo, quizá porque no acertaron a distinguirlo o porque no les fue concedido verlos, como ocurrió a algunos religiosos de San Francisco, para quienes, como para cuantos no formaban parte de la procesión, permaneció oculta”.2 “Algunos de ellos observaron también al pie de la imagen otro bulto formado así mismo de nube, que semejaba a un sacerdote por el ancho manto que llevaba : cubríale la cabeza un algo, que dicen unos, semejaba una mitra, y otros, una cogulla de religioso”. 3 A raíz del suceso, el obispo de Quito recobró inopinadamente la salud; y no apenas autorizó el culto a Nuestra Señora de la Nube, sino que mandó erigir un altar para conmemorar el hecho. Su Ilustrísima vivió algunos años más, siendo devotísimo de la Santísima Virgen y del Rosario: falleció en mayo de 1702. La noticia del hecho se extendió rápidamente por toda aquella provincia y no tardó en llegar a Lima. Años más tarde, la Priora del Monasterio de Madres Nazarenas, madre Bárbara Josefa de la Santísima Trinidad, a instancias de algunas religiosas dispuso incorporar un lienzo con la imagen de la Virgen de la Nube a las andas del Señor de los Milagros, para la mayor gloria de María Santísima y como un sentido homenaje a la Fundadora del Instituto Nazareno, la sierva de Dios madre Antonia Lucía del Espíritu Santo, natural de Guayaquil. El tiempo corrió hasta llegar el fatídico año de 1746. A eso de las diez y media de la noche del viernes 28 de octubre, Lima fue sacudida por un violento terremoto, quizás el mayor que registra su historia. Toda la ciudad se vino prácticamente abajo, desde la Catedral y el Palacio del Virrey, hasta las más humildes moradas. Miles perecieron bajo los escombros. La tierra no cesó de temblar en dos semanas. Escenas de pánico se suscitaron entre los sobrevivientes. Pero lo que sucedió en el Callao fue apocalíptico. Como consecuencia del sismo, el mar se retiró unas dos millas formando una gigantesca ola que se precipitó con furia sobre el Puerto, arrasándolo todo a su paso y llegando hasta La Legua. La armada se fue a pique. De una población que se calculaba entre siete u ocho mil habitantes, sólo sobrevivieron unas 200 personas. Los corazones así sacudidos se vuelven a María... Apaciguada la tormenta, retornada la calma, reconfortadas las almas, el 20 de octubre de 1747, el Cristo Morado salió en procesión muy de mañana, visitando calles, ramadas, iglesias y monasterios, en un recorrido excepcional que se prolongó por espacio de cinco días. Al reverso de la venerada imagen, llevaba por vez primera la de Nuestra Señora de la Nube.
* * * Desde entonces la fe en el Señor de los Milagros y en su Madre Santísima ha sido el mayor sostén de nuestro pueblo. No obstante, alguien podrá preguntar: Si las graves faltas de aquel lejano siglo XVIII fueron motivo suficiente para que la Divina Providencia desencadenara de esa manera su Justicia, ¿qué podemos esperar los peruanos de hoy ante una crisis moral que se ha multiplicado por sí misma? La curación milagrosa de males físicos, como la ocurrida con el obispo de Quito, es un símbolo del milagro mucho mayor que Dios obra regenerando con su gracia las almas endurecidas. Sirvan estas líneas para reavivar en nosotros la llama de la fe católica y de la confianza en María nuestra Madre, representada en la Virgen de la Nube. Y hoy como ayer, digamos con San Bernardo: “en los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. Que su nombre nunca se aparte de tus labios, jamás abandone tu corazón...”. Notas.- 1. P. Fernando Jaramillo O.F.M., Novena a la Santísima Virgen de la Nube, Cuenca, 1994, p. 9. Otras obras consultadas.- 1. Raúl Banchero Castellano, Historia del Mural de Pachacamilla, Lima, 1995.
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