La Palabra del Sacerdote ¿En el Juicio Final, hasta los pecados más ocultos serán exhibidos?

PREGUNTA

¿En el Juicio Final nuestros pensamientos serán expuestos a todos? ¿Si cometemos un pecado contra la castidad, consintiendo en un pensamiento impuro, pero nos arrepentimos y somos perdonados, y en el Purgatorio de él nos purificamos, igualmente ese pecado será expuesto a todo el mundo? ¿Si la confesión es secreta e individual, por qué entonces los pecados serían revelados en el Juicio Final? No le veo sentido. En el santo rito de la Confesión, ni siquiera se debe describir minuciosamente los pecados cometidos contra la virtud de la castidad. Por favor, ayúdeme a comprender.



RESPUESTA

El Juicio Final es realmente un día tremendo, como dice el responsorio que se rezaba al final de la Misa de Difuntos (en latín, naturalmente): “Libera me, Domine, de morte aeterna, in die illa tremenda; […] dum veneris judicare saeculum per ignem”.

Traduzcamos para el lector, deshabituado al latín después de 40 años en desuso en la liturgia católica, y que sólo recientemente viene siendo retomado en algunas iglesias privilegiadas:

— Líbrame, Señor, de la muerte eterna en aquel día temible, en que se han de conmover cielos y tierra. Cuando vengas a juzgar al mundo por el fuego.

— Tiemblo y temo mientras llega el juicio y la ira venidera. En que se han de conmover cielos y tierra.

— ¡Oh día aquel, día de ira, de calamidad y de miseria, día grande y muy amargo! Cuando vengas a juzgar al mundo por el fuego.

Por lo tanto, para todos los hombres, buenos y malos, el día del Juicio Final será un “día de ira, de calamidad y de miseria, día grande y muy amargo”. No obstante, ¡no lo será igualmente para buenos y malos, y aquí comienza la gran diferencia!

Juicio Final (fragmento), Hans Memling, siglo XV – Museo Narodowe, Gdansk (Polonia)


Antes del Juicio Final, el juicio particular

El Juicio Final es necesario, por las razones que veremos en seguida. Pero previamente, en verdad, cada hombre habrá pasado por un juicio particular, inmediatamente después de la muerte. Pocos cristianos tienen esto presente cuando asisten a un velorio y ven al difunto extendido sobre la cámara mortuoria; pero ahí está un hombre que ya fue juzgado por Dios y recibió su sentencia definitiva: ¡cielo o infierno!

Si aquel hombre o mujer murió en la gracia de Dios, está destinado al cielo. Puede ser que, aunque haya muerto en estado de gracia, no haya pagado suficientemente por todos los pecados cometidos; en ese caso, pasará antes por el Purgatorio, para satisfacer completamente la justicia divina hasta ser purificado de la más leve mancha de pecado. Después de ello su alma será llevada al cielo, aguardando allí la resurrección general de los cuerpos, cuando entonces se unirá a su cuerpo restaurado para nunca más morir. Será en esas condiciones que él se presentará delante de Nuestro Señor Jesucristo el día del Juicio Final, por lo tanto, seguro de su absolución por el Divino Juez.

En cuanto a los malos, que murieron en pecado mortal, sus almas serán enviadas al infierno inmediatamente después de la muerte, y también quedarán allá aguardando la resurrección general de los cuerpos, para unirse a sus cuerpos tenebrosos y recibir frente a toda la humanidad la confirmación de la sentencia terrible consignada en el juicio particular.

Por eso mismo, buenos y malos no entran al gran anfiteatro del Juicio Final en las mismas condiciones: unos ya saben que se salvarán, y por lo tanto están tranquilos y felices; y otros ya tienen conocimiento de que se condenarán, y por lo tanto están desesperados y aterrorizados.

A estos últimos, para vergüenza suya, les serán desvendados sus pecados —hasta los más ocultos— a los ojos de todo el mundo, que así verá cómo Dios fue justo al condenarlos.

¿Y los pecados de los buenos, también serán exhibidos? Ésta es la perplejidad del consultante.

Sobre la necesidad del Juicio Final

Una pregunta obvia, al tratar sobre el Juicio Final, es sobre la necesidad de él. Pues, si inmediatamente después de la muerte el alma es juzgada por un juicio particular, y su destino eterno ya está sellado, nada cambiará con el Juicio Final. ¿Cuál es, pues, su razón de ser?

El Juicio Final —o Juicio Universal, como también es llamado— es el gran ajuste de cuentas de los hombres con Dios, como también de los hombres entre sí.

Comencemos por esto último, a pesar de ser lo menos importante. Menos importante, además, no quiere decir sin importancia. Inclusive porque Jesucristo le dio gran importancia.

En efecto, cuando San Lucas introduce la cuestión de la revelación de los pecados ocultos, es justamente a propósito de los grandes hipócritas del tiempo de Jesús, que eran los fariseos: “Jesús comenzó a decir, dirigiéndose primero a sus discípulos: «Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía. No hay nada oculto que no deba ser revelado, ni nada secreto que no deba ser conocido»” (12, 1-2).

Importa pues que, el día del Juicio Final, todos aquellos que quisieron pasar por virtuosos a los ojos de los hombres, pero estaban llenos de pecados ocultos, sean públicamente desenmascarados.

Cenotafio en la Iglesia de Santa María del Popolo, en Roma. Pocos cristianos tienen presente, cuando asisten a un velorio y ven al difunto extendido sobre la cámara mortuoria, que ahí está un hombre que ya fue juzgado por Dios y recibió su sentencia definitiva: ¡cielo o infierno!

Ampliando este cuadro, vemos cuántas personas son calumniadas o sufren injusticias de todo tipo —en cualquier campo que se considere: moral, familiar, social, político, cultural, artístico, científico, técnico, laboral, etc.— y en consecuencia son menospreciadas o relegadas en favor de otras francamente incompetentes, oportunistas o deshonestas. Es necesario que la justicia sea hecha a los ojos de toda la humanidad. Éste es el gran ajuste de cuentas, a nivel particular, que el Juicio Final propiciará.

Puede sin embargo suceder que algunos —o muchos— que practicaron injusticias se hayan después arrepentido y salvado su alma. Claro está que la injusticia practicada por tales personas también debe ser manifestada en el Juicio Final, para reparar la honra de los afectados.

El hecho de que, en el sacramento de la confesión, se garantice el secreto absoluto sobre los pecados confesados, es una condición necesaria para la vida en esta Tierra: toda convivencia humana se volvería insoportable si cada uno se enterara de los pecados ocultos de los otros. No obstante, el día del Juicio, esa necesidad cesa, pues la convivencia a partir de entonces será en la morada celestial, en condiciones totalmente diferentes.

Además, en el Juicio se revelará también la seriedad de la contrición y el rigor de la penitencia con que cada uno lavó sus pecados. Lo que le servirá de elogio. No es ése un mérito pequeño. Al contrario, a los ojos divinos es altamente valioso que alguien tenga la valentía de mirar de frente los propios defectos y corregirlos. Arrancar de sí un defecto duele más de que arrancarse un brazo, y sólo se consigue con un auxilio especial de la gracia, que Dios no niega a quien se lo pide. Así, el mérito de la penitencia cubre el demérito del pecado; y donde abundó el delito, superabundó la gracia, como dice San Pablo (Rom. 5, 20).

A fin de cuentas, la revelación de nuestros pecados ocultos, el día del Juicio Final, no resultará un oprobio, sino un motivo de acción de gracias a Dios, que de ese modo triunfó en nuestras almas, y en reconocimiento del mérito habido en el arrepentimiento.

No obstante, el Juicio Final no se restringe al arreglo de cuentas entre los individuos y de éstos con Dios. En él serán juzgadas también las familias, las sociedades de diversos tipos, los pueblos y las naciones. Y, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, Jesucristo pronunciará “su palabra definitiva sobre toda la historia” (nº 1040). Será una grandiosa clase de Historia.

No está, pues, fuera de propósito que la elección de los Papas se haga en la Capilla Sixtina, bajo el techo decorado por la célebre pintura al fresco de Miguel Ángel sobre el Juicio Final. Lo que allí se decide, en cada oportunidad, es el rumbo que tomará la Santa Iglesia, ¡cuya barca arrastra atrás de sí la Historia de toda la humanidad!     



San Pedro Canisio El correo del Niño Jesús
El correo del Niño Jesús
San Pedro Canisio



Tesoros de la Fe N°96 diciembre 2009


Dulce Jesús mío, Mi niño adorado. ¡Ven a nuestras almas! ¡Ven, no tardes tanto!
El correo del Niño Jesús La Virgen de Andacollo Sin religión el hombre no puede ser feliz San Pedro Canisio ¿En el Juicio Final, hasta los pecados más ocultos serán exhibidos?



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