Los padres que se ocupan en educar bien a sus hijos no serán confundidos, en el juicio particular y en el juicio universal. Triste, no obstante, será el juicio de padres apenas empeñados en gozar la vida y despreocupados con la educación de su prole. En la edición de Tesoros de la Fe de marzo de 2008 (nº 75), publicamos algunas exhortaciones de San Alfonso María de Ligorio (1696-1787) sobre los deberes de los hijos hacia sus padres. En la presente edición destacamos lo que el insigne maestro de la Teología Moral enseña acerca de los deberes de los padres con relación a sus hijos. * * * Teniendo en vista la intensa y creciente oposición a las enseñanzas de la Santa Iglesia observada en nuestros días, es nuestro deber propagar la moral católica tradicional.
En ese sentido, es notorio el conflicto entre dos categorías de personas: los que desean formar acertadamente a sus familias de acuerdo con esas enseñanzas tradicionales; y aquellos que, debido a las influencias del neopaganismo actual —como las provenientes de la televisión, que invade incontables hogares con telenovelas y otros programas de tenor anticatólico—, tratan de adaptarse a las máximas de la mentalidad moderna. En las páginas de S.O.S. Familia procuramos ofrecer a todos los que desean mantener la fidelidad integral a la moral católica, subsidios para resistir valientemente a la avalancha que busca desagregar y hasta extinguir la familia, célula mater de la sociedad. En su obra Revolución y Contra-Revolución, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira denuncia claramente tal objetivo de la Revolución, multisecular proceso que viene destruyendo la civilización cristiana. Así, en el capítulo 7 (Primera Parte, n. 3, f) él declara: “Entre los grupos intermedios que serán abolidos, ocupa el primer lugar la familia. Mientras no consigue extinguirla, la Revolución procura reducirla, mutilarla y vilipendiarla de todos los modos”. Como poderoso auxilio para los padres de familia, transcribimos algunos principios que el gran Doctor de la Iglesia, San Alfonso María de Ligorio, fundador de los Redentoristas, proclamó en sus sermones*: Cuando Dios bendice a los padres dándoles hijos, lo que Él tiene en vista no es la ventaja de la casa; sino que los hijos sean educados en el santo temor y formados para la salvación eterna. De ahí estas palabras de San Juan Crisóstomo: “Miremos a los hijos como precioso depósito, velemos por ellos con toda la solicitud posible”. Si los hijos fuesen un don ofrecido apenas a los padres, estos podrían disponer de ellos como quisiesen; pero como son un simple depósito, los padres deberán prestar cuentas a Dios por cada hijo que se pierda por su negligencia. Consecuencias de una buena o mala formación A fin de que comprendamos que viviendo según la voluntad de Dios los padres atraen las bendiciones celestiales sobre ellos y sobre toda la casa, la Sagrada Escritura dice: “Así serán felices, tú y tus hijos después de ti, porque habrás realizado lo que es bueno y recto a los ojos del Señor, tu Dios” (Deut. 12, 25). Quien quiera saber si la conducta de un padre de familia es buena o mala, examine la conducta del hijo. “El árbol se conoce por su fruto” (Mt. 12, 33), dice Nuestro Señor. Cuando un padre de familia muere, pero deja un hijo, es como si él no hubiese muerto, pues ese hijo lo perpetúa, lo continuará. “Muere el padre, y es como si no muriera, porque deja detrás de sí a uno igual a él” (Eclo. 30, 4). Por los hijos que blasfeman, que dicen palabras impuras o roban, se puede advertir los vicios del padre. Pues, dice el Eclesiástico, “Un hombre se conoce por los hijos que deja” (Eclo. 11, 30). Responsabilidad de los padres Tranquila y feliz será la muerte de los padres y madres de familia que forman a sus hijos en la vida cristiana. “Mientras viva, se alegrará de verlo, y a su muerte, no sientirá ningún pesar” (Eclo. 30, 5). Y dice San Pablo: “se salvará por su maternidad mientras persevere con modestia en la fe, en la caridad y en la santidad” (1 Tim. 2, 15). Gracias a la buena educación que les habrán dado. Al contrario, muy triste y hasta desesperada, será la muerte de aquellos padres que únicamente se preocupan en aumentar la fortuna y el brillo de su casa, para gozar la vida, sin preocuparse en lo más mínimo en educar a sus hijos. “Si alguien —dice aún San Pablo— no tiene cuidado de los suyos, principalmente de sus familiares, ha renegado de la fe y es peor que un infiel” (1 Tim. 5, 8). ¡Si al menos ciertos padres cuidasen de sus hijos tanto cuanto de sus animales! ¡Cuánta solicitud para que nada les falte! ¡Qué atención para que la comida les sea dada a su tiempo! Y, con la atención enteramente puesta en ello, no se preocupan si sus hijos conocen o no el catecismo, si asisten a misa y se confiesan. “¡Sí —lamenta San Juan Crisóstomo—, caballos y bueyes les toman más el corazón que los propios hijos!” Consecuencias de la negligencia de los padres Es una gran desgracia para los hijos tener malos padres, no sólo incapaces de educarlos, sino, peor aún, indiferentes a sus conductas: que ven a sus hijos en malas compañías, discutiendo, divirtiéndose con amistades sórdidas, y, en vez de reprenderlos y castigarlos, los excusan diciendo: “No se puede hacer nada, son cosas de la juventud”. ¡Bella máxima... bella educación...! Así como para los hijos, cuando aún son niños, es fácil adquirir buenos hábitos, es difícil al hombre maduro corregirse de los malos hábitos contraídos en la mocedad. Pasaremos al segundo punto, y yo os suplico, padres y madres de familia, que retengáis bien esto que os diré sobre la manera de educar bien a vuestros hijos.
La disciplina comprende la enseñanza de la religión y de la moral ¿En qué consiste precisamente la buena educación de los hijos? San Pablo lo dice claramente en dos palabras: “Educad a vuestros hijos en la disciplina y en la corrección del Señor” (Ef.6,4). En primer lugar, por disciplina, es necesario comprender todo lo que los padres deben hacer para formar a los hijos en las buenas costumbres. Consiste en instruirlos y darles buen ejemplo. Que los padres tengan ante todo el deber de enseñar a los hijos el temor de Dios y la fuga del pecado. Así hacía el justo Tobías con relación a su hijo. En efecto, leemos en la Sagrada Escritura: “Al cual enseñó desde la infancia a temer a Dios y abstenerse de todo pecado” (Tob. 1, 10). ¡Qué consolaciones y qué alegrías el Cielo reserva en recompensa por la solicitud de los padres cristianos! Sí, dice el Sabio: “Corrige a tu hijo, y él te dará tranquilidad y colmará tu alma de delicias” (Prov. 29, 17). Pero, si el hijo bien instruido es la alegría de sus padres, los hijos ignorantes los llenan de tristezas; pues, ignorar las reglas de la vida cristiana y comportarse mal, es una sola cosa. Cuenta Tomás de Cantimpré que, en 1248, un sacerdote fue encargado de hacer un discurso al clero de París reunido en sínodo. Este sacerdote era muy ignorante y, estando en la presencia de su auditorio, se confundió completamente. Entonces el demonio vino en su ayuda y le sugirió que pronunciase las siguientes palabras: “Los príncipes de las tinieblas saludan a los príncipes de la iglesia, y les agradecemos vivamente por la negligencia en instruir al pueblo. Pues, las almas estancadas en la ignorancia, siguen el camino del mal y llegan al infierno”. Semejante lenguaje bien se podría dirigir a ciertos padres de familia.
* Sermons de S. Alphonse de Liguori, Analyses, commentaires, exposé du système de sa prédication, par le R. P. Basile Braeckman, de la Congrégation du T. S. Rédempteur, Tome Second, Jules de Meester-Imprimeur-Éditeur, Roulers, pp. 464-47.
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