PREGUNTA Soy católico y me esfuerzo al máximo en practicar mi Religión. Pero me veo en apuros para responder a un cuestionamiento de varios de mis compañeros en la universidad donde estudio. Según ellos, tener una religión e ir a la iglesia no es importante; basta apenas tener “buenos valores” para agradar a Dios. Muchos hasta se enorgullecen de decir que son escépticos y deístas, y que no creen en la Iglesia Católica. Alegan que los católicos no somos mejores que ellos en nada y por eso no necesitan de la Iglesia. ¿Qué argumentos debo usar con esas personas para manifestar mi fe? RESPUESTA Alguien se sorprenderá que los compañeros de universidad de nuestro joven lector se digan al mismo tiempo escépticos (incrédulos) y deístas (que admiten la existencia de un Dios). Parecería que un escéptico no puede ser deísta, y un deísta no será escéptico. Conviene, pues, explicar a fondo el significado de estos términos. La palabra escéptico tiene un amplio espectro de significados; puedo decir, por ejemplo, que soy escéptico (incrédulo) acerca de la eficacia de un remedio para curar determinada enfermedad. En la materia que nos ocupa, se dice que alguien es escéptico cuando pone en duda que se pueda llegar a un conocimiento seguro de las verdades de la Fe católica. Y esto sucede realmente con aquellos que no tienen la virtud teologal de la fe. En síntesis, el escéptico, en materia de religión, es aquel que no tiene fe. Deístas son los que admiten la existencia de un Ser Supremo, del cual sin embargo forman una idea vaga y genérica o, cuando mucho, deducen los atributos divinos con el uso exclusivo de la razón humana; y en consecuencia rechazan los datos de la Revelación cristiana.
Como se ve, los calificativos de escéptico y deísta en rigor no se excluyen: un escéptico no es necesariamente un ateo; no cree en la Religión católica pero puede admitir la existencia de un Dios, no claramente definido; se llamará entonces deísta. En todo caso, escépticos y deístas confluyen en el mismo error doctrinario, que es la negación de la Revelación y de la Fe. Sin fe es imposible agradar a Dios No obstante, los compañeros escépticos y deístas de nuestro lector tienen la pretensión de poseer “buenos valores” y así ser agradables a Dios. ¡Cuánto engaño! El Apóstol San Pablo deshace categóricamente tal pretensión:“Sin fe es imposible agradar a Dios” (Heb. 11, 6). Y el mismo Apóstol da la razón: “por cuanto el que se llega [aproxima] a Dios debe creer que Dios existe, y que es remunerador de los que le buscan” (íbidem). Podemos profundizar esta razón: Dios ofrece a todos los hombres el don de la fe, y cuando alguien lo rechaza, en ese rechazo entra culpa, y por lo tanto pecado (cf. Tesoros de la Fe, setiembre de 2002). Ya hemos tratado también, en número anterior (junio de 2002), de la situación de las almas rectas que, por vivir en países o guetos culturales que bloquean la predicación de la verdad católica, pueden alcanzar la salvación a través de los llamados bautismo de deseo y bautismo de sangre. Dejando de lado ese caso específico, que con toda probabilidad no se aplica a los escépticos y deístas en cuestión, prevalece la afirmación del Apóstol, según la cual quien rechaza la fe no está en condiciones de agradar a Dios. Pues está manchado, delante de Dios, por un rechazo culposo del don primordial de la fe. Por lo tanto, la pretensión de nuestros objetantes, de que poseyendo “buenos valores” les basta para agradar a Dios, omite la posesión de la fe como condición fundamental para estar en buenas relaciones con Dios. Católicos: ¿mejores o peores? Los escépticos y deístas objeto de estas consideraciones alegan que no necesitan de la Iglesia, porque “los católicos no somos mejores que ellos en nada”. Lo que parece estar en el fondo de esa alegación es el concepto de “buenas personas”, muy difundido hasta incluso en medios católicos. Serían aquellas que, a su entender, “cumplen sus deberes familiares y profesionales, no roban, no hacen mal a nadie, practican obras de caridad, etc.”; sin embargo no tienen fe, o si la tienen, no observan los Mandamientos de la Ley de Dios en su integridad, así como los Mandamientos de la Santa Iglesia. En esa concepción la persona, cómoda pero pecaminosamente, se dispensaría de la práctica de la Religión, así como de ciertos preceptos graves, en general relativos a la vida matrimonial (personas separadas y “re-casadas”, por ejemplo), y juzgaría estar en buen orden con Dios, por poseer “buenos valores”, según se expresan nuestros objetantes. El error que está por detrás de ese enunciado, una vez más, es la negación de la fe como elemento absolutamente indispensable para juzgar la bondad de una persona. El severo y perfecto Juicio de Dios Otros católicos, recalcitrantes en el mal o inclusive indignos, serán responsabilizados ante el tribunal divino por el mal ejemplo que dan. De cualquier modo, éstos por lo menos tienen fe, y pueden en el curso de su vida arrepentirse de sus pecados, obtener el perdón de ellos por la confesión sacramental y salvar su alma. Ya la posición de los escépticos y deístas es más grave, pues antes tienen que recuperar la fe (si alguna vez la tuvieron) o alcanzarla por primera vez, por una gracia especial que puede estar en los designios de la Providencia ofrecerles más de una vez a lo largo de la vida. Cuántas veces sucede, sin embargo, que el alma ciega y empedernida por alguna pasión, se cierra a esos sucesivos llamados de la gracia hasta el último momento. Entonces se deparará con el Supremo Juez y verá cuán desagradado Él estará con su conducta. Seguirá la sentencia inapelable: “Apartaos de mí, malditos: al fuego eterno, que fue destinado para el diablo y sus ángeles” (Mt. 25, 41). Por lo tanto, la situación de un católico relapso o indigno termina siendo —al menos en tesis— menos nefasta que la de un deísta o escéptico que se considere “buena persona” o que posea “buenos valores” (nunca dirán buenos principios, porque esto ya recuerda los principios de la fe, que ellos detestan...). Fuera de la Iglesia no hay salvación El corolario de esa posición errada es negar, junto con la necesidad de la fe, la necesidad de la Iglesia, como explícitamente lo hacen nuestros objetantes. Sin embargo, pertenecer a la Iglesia es tan necesario para la salvación como tener fe. De ahí la sentencia teológica: “Fuera de la Iglesia no hay salvación”.
La Iglesia fue fundada por Nuestro Señor Jesucristo precisamente para proporcionarnos los medios necesarios para la salvación: la transmisión de la doctrina revelada, la debida prestación del culto a Dios y la administración de los Sacramentos, lo que siempre fue hecho a lo largo de los siglos a través de los legítimos pastores. Quien se pone fuera de la Iglesia por el rechazo de la fe y de la sumisión al Magisterio auténtico, no puede agradar a Dios, por más que alegue ser “buena persona” y que posea “buenos valores”.
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