José Antonio Pancorvo La conquista del Nuevo Mundo tuvo patentes características de cruzada religiosa. El continente fue descubierto el día de Nuestra Señora del Pilar, y siempre sería Ella la capitana reconocida de la animosa epopeya. En el Perú, guerreros y frailes intrépidos extendían el reino de la civilización católica, de la Santa Iglesia Romana, llevados del fuego hispánico que en ese momento se manifestaba ardiente en la reforma carmelita, intransigente en Trento, combativo en la Compañía, triunfador en Lepanto, y en todas partes avasallador y devoto. La Madre de Dios en la cruzada del Perú
De alta significación es el grandioso milagro de Sunturhuasi en el sitio del Cusco por Manco II, que, en el fragor de los mil incidentes de la conquista, intentaba restaurar el reino pagano. Así lo narra el Inca Garcilaso de la Vega, por cuyas venas corría, simbólicamente sangre de soldados y poetas ibéricos en armonía con la imperial de los Incas: “Venida la noche, a la hora H en que el Inca señaló, salieron los indios resueltos a acabar con los españoles. Estos, alertas, armas en mano, clamaban a Cristo Nuestro Señor y a la Virgen María. Estando los indios por lanzarse al ataque, se les presentó en el aire Nuestra Señora con el Niño Jesús en brazos, bella y resplandeciente”. Los españoles, como para dejar inapelable y perenne testimonio del milagro, a la vez que en acción de gracias, erigieron un santuario en la plaza principal del Cusco, llamado de Nuestra Señora del Triunfo. Un lienzo representa el prodigio, en que la Señora de los Cielos desciende extendiendo brazos y manto, a la vez maternal y mayestática. A los lados aparecen Santiago Apóstol y san Elías Profeta en actitud orante. Debajo, personajes incaicos con cirios encendidos admiran fervorosamente la escena. Este hecho reafirma de modo maravilloso el reinado de María Santísima sobre las huestes cristianas y sobre la nueva nación, a la vez que su desvelo maternal por la pronta conversión del Tahuantinsuyo. Gloria que las tinieblas no podrán ofuscar
“El arte de la historia en estos tiempos, no parece ser sino la conjura de los hombres contra la verdad”, decía León XIII. Lamentamos que desde la “cátedra de fuego y humo”, como afirmaba san Ignacio de Loyola, se haya intentado recortar y desfigurar la fisonomía histórica peruana. Con serenidad sabemos que contra los hechos no valen los argumentos, y con ufanía proclamamos las hazañas, los testimonios, los valores inmortales existentes en la historia del Perú. “Los perennes monumentos de la historia son por sí mismos —para quien los considera con ánimo tranquilo y sin prejuicios— una magnífica y espontánea apología de la Iglesia y del Pontificado”, sentencia el mismo Papa (Breve Saepenumero considerantes). Por otro lado, una visión verdaderamente científica de nuestra historia es inconciliable con el criterio estrecho y mezquino de quien reparara unívocamente en los errores, aun grandes, que acompañan a las empresas humanas. El proceso de conversión de los pueblos indígenas es una magna y espectacular obra, verdaderamente asombrosa por su celeridad, destacándose así en los anales de la Iglesia. Escribe Antonio de Santa María: “Nadie debe dudar que el éxito de esta conquista se debe a la Reina de los Ángeles”. Innumerables santuarios con imágenes portentosas de la Virgen se erigieron a lo largo y ancho del antiguo imperio incaico. Las crónicas de misioneros señalan que la devoción a María causaba mucho afecto y suavidad en los indios, que se convertían por admiración a la Celestial Señora.
San Francisco Solano se internaba en el continente y ablandaba a los nativos feroces con la melodía de su violín, que no era sino repetición de la que componía en tierna alabanza de la imagen de Santa María de los Ángeles del convento del mismo nombre en Lima. Como inmensas olas llegaban a las playas del nuevo Virreinato las legiones de dominicos, de mercedarios, de franciscanos, de agustinos, de jesuitas. Hubo una muchedumbre de mártires. Mientras tanto, la Iglesia se organizaba, subsistiendo por mucho tiempo en la forma establecida por san Pío V: Lima sería la sede arzobispal de la cual serían sufragáneas desde la de Panamá hasta la de Santiago de Chile. Todos esos prelados se reunieron en los Concilios Limenses convocados por santo Toribio de Mogrovejo, en los cuales se encauzó sabiamente la conquista espiritual de infinitas almas para la Iglesia de Dios y la vida eterna. El santo arzobispo es un nítido ejemplo de cómo Nuestra Señora infundía el espíritu católico en los llamados a la altísima tarea, proporcionándole una gran ternura con los indígenas manifestada continuamente en las jornadas increíbles con que visitó repetidas veces su extensa y abrupta diócesis, sin importarle ninguna dureza, ningún obstáculo, ningún padecimiento, con tal de otorgar el máximo bien: la salvación eterna. Causa verdadero desconcierto que, tanto en la vida del culto como en la valoración que se debe a los fundadores de la nación, no se dé a este eminente hombre y santo el lugar que le corresponde. La esencia y la vocación del Perú
Hay un famoso cuadro cusqueño que muestra cómo el conquistador Martín de Loyola, sobrino del gran fundador de la Compañía, únese en matrimonio con una princesa inca. A su vez, la hija de estos despósase con un nieto de san Francisco de Borja. Son innumerables los hechos que muestran cómo en nuestra historia hubo un armónico entrelazamiento de razas y culturas, con diversas connotaciones regionales, pero subsistiendo siempre el carácter mestizo. Las virtudes comunes más altas coincidían en la admiración de lo elevado y maravilloso, en el sentido metafísico y religioso de la existencia. El coronamiento de las virtudes naturales españoles y autóctonas lo daba la adhesión a la religión católica, que las fortalecía, impulsaba e iluminaba. En el plan de la Providencia, el elemento ibérico tenía la vocación y la empresa de convertir, y el elemento originario estaba a la espera de ser convertido. La adhesión al espíritu católico confiere la elevación de alma hacia lo excelente, al espíritu de proeza, el donaire y la hidalguía en el peruano verdadero. Por el contrario, rechazada la influencia de lo sagrado, el alma peruana desciende a lo opuesto, al prosaísmo, a la indolencia, al comodismo, a la mediocridad.
Y es que, en el fondo, el secreto de la grandeza del Perú no está ni en la sangre india, ni en la sangre española, ni en la geografía, sino en la elevación del alma que dan el amor y la combatividad por los principios de la religión católica, apostólica, romana. La desacralización, o abandono de esta concepción religiosa de la existencia, es, en último análisis, manifestación de una grave frialdad para con Dios, es una violación endurecida del primer mandamiento que es amar a Dios sobre todas las cosas. En efecto, quien acepta vivir en el ámbito de lo prosaico corta el vuelo del espíritu sobrenatural y metafísico, por el cual el hombre no se contenta con lo exclusivamente terreno y se corta, por tanto, el presupuesto del amor de Dios. Por esto, donde quiera que se esté desacralizando algo se está difundiendo larvadamente el ateísmo. Esto es muy importante de tener en vista para comprender que muchas veces es más a través de las ideas implícitas que puede avanzar la negación de Dios. Más en actitudes, símbolos y costumbres que en aulas de teorías trasnochadas. En la alternativa de la adhesión o el rechazo a la causa sagrada de la Santa Iglesia —incontaminada del tumor progresista, claro está— se contiene la alternativa de grandeza o perversión del peruano. Los demás elementos son subsidiarios. “Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y lo demás os será dado por añadidura” (Mt 6, 33). Constelación de santos marianos El fruto de la fidelidad que hubo es muy grande. Además de los santos peruanos más conocidos, existe una vasta legión de almas muchas veces ignoradas. De ellas, alrededor de cien tienen procesos canónicos. Personas de todos los rangos y todas las razas figuran en ellos.
Dice san Luis María Grignion de Montfort que “ha habido santos, pero pocos” que alcanzaron la perfección por medio de la devoción de la esclavitud mariana. A su vez, afirma proféticamente que por medio de esta devoción se extenderá en el futuro el Reino de María, triunfo del catolicismo en todo el mundo e instauración de la más alta civilización cristiana. Como premonición de este Reino magnífico, anunciado en Fátima, muchos santos y siervos de Dios en el Perú virreinal eran esclavos de María, comenzando por la Patrona del Nuevo Mundo, santa Rosa de Lima. Sin duda estos eran principalísimos canales de gracia para la conversión al cristianismo y el florecimiento de una civilización. ¿Cómo explicarse la cantidad y la calidad de las fragancias, de los encantos, de las contemplaciones, de las hazañas, de los ambientes de la civilización cristiana que hubo en nuestro país si no es porque hubo una gran afluencia de gracias? El gran silencio con que los que odian el bien quieren cubrir estas cosas no debe continuar. Las glorias católicas de la tradición deben exaltarse con ufanía para estimular la construcción del futuro con elevación y sacralidad. No así un tradicionalismo desligado de su legítima fuente y su legítima desembocadura: la mayor gloria de Dios por medio de los valores de la civilización cristiana. La cruzada de nuestros tiempos: hacia el siglo XXI
Esperamos que la evocación de estos principios y valores pueda contribuir para alimentar el idealismo y para conducirnos a una cruzada ideológica y cultural que instaure en su lugar primordial al espíritu católico, conforme a la misión que del cielo recibiera nuestra patria. Por ello, nuestro mayor empeño consiste en esclarecer a la opinión pública acerca del cáncer tenebroso del progresismo, que inocula el entreguismo y la confusión desde dentro, y que por lo tanto es el mayor enemigo en la realización de nuestro desarrollo global, orientado hacia los más altos valores. No se engañe el que quisiere profesar un acomodo entre el progresismo y la Iglesia de siempre: el agua pura mezclada con agua turbia, es agua turbia. En todo caso, Dios juzgará nuestra indiferencia. Como fue magistralmente explicado por san Agustín, los individuos reciben el premio o el castigo de sus obras en la vida eterna, pero las naciones, que son entes morales terrenos, reciben el premio o el castigo en esta tierra. Que la Madre de Dios nos haga comprender la verdadera grandeza cristiana del Perú y nos guíe en medio de las incertidumbres universales que se avecinan, según Ella lo anunciara en Fátima, cuando prometió también el triunfo de su Inmaculado Corazón. La que formó a los héroes cristianos del pasado, nos guíe hacia la cristiandad del futuro, hacia el triunfo de los valores católicos, hacia el siglo XXI.
* Publicado originalmente en “Tradición y Acción”, nº 5, julio-agosto de 1973.
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