Nelson Ribero Fragelli Georges D. se había jubilado, gozaba de una buena pensión y poseía una atrayente cultura. Buen observador, su acuidad penetraba la realidad de los acontecimientos, la degustaba, y, al narrarla, integraba a sus interlocutores en la escena descrita. Quien lo oía tenía la impresión de haber participado en el evento narrado. Los amigos renunciaban al teatro o al fútbol para pasar una tarde de domingo con él. Francés de vieja estirpe burguesa, Georges manejaba con naturalidad y modestia el arte de la conversación. Nacido y criado en Lorena, próxima a la frontera alemana, comenzó muy joven su carrera de ingeniero de minas, durante la Segunda Guerra Mundial. Sobrevivió a los días de prueba que siguieron al conflicto mundial. Las dificultades le enseñaron a distinguir las situaciones y a conocer las mentalidades. Ese conocimiento era la sal de su conversación. Aunque estaba casado hacía más de 50 años, su esposa Jeanne también no se cansaba de oírlo. Él era francamente interesante. Georges falleció. No hubo entierro — algo que extrañó a sus amigos, aunque nadie dijera nada. Hubo cremación. Expedita, con oraciones ecuménicas grabadas en una cinta magnética y música New Age que bañaban con gotas de inquietante misterio aquella despedida. Ningún ritual piadoso, aunque él y su esposa eran católicos. Nunca se supo cuál de los dos optó por la cremación. Jeanne depositó las cenizas de su marido dentro de una caja en forma de libro y “la archivó” en un estante, encima de la televisión, en la sala de visitas, entre sus volúmenes sobre arte culinario. Quien quisiera elevar una oración o llevar una flor a la sepultura del amigo, recordar las conversaciones tenidas con él, las tardes de domingo pasadas juntos, sus dichos, la sutilidad de sus observaciones, no tenía cómo hacerlo. No obstante, la vieja amistad de los amigos reclamaba por aquel sencillo homenaje. Pero eso ya no era posible. Las mismas llamas que rápida y violentamente redujeron a cenizas su cuerpo parecían también haber consumido su recuerdo. Veinte centímetros por encima de la profanidad de los programas de televisión, de las comedias o de las telenovelas obscenas yacía Georges con su simpatía y su verbo burbujeante. Era imposible, allí, decir siquiera una Avemaría por su alma.
Cremación, transformación revolucionaria de las costumbres Según un artículo de A. Favole (“Corriere della Sera”, 28-2-17), Renato Bialetti, fallecido a comienzos del año pasado, inventor de una cafetera de gran éxito —la Moka—, quiso ser cremado y tener sus cenizas puestas dentro de una pieza de su invención. Su maquinita para preparar café fue su sepultura. Ella presidió sus funerales. Gene Roddenberry, famoso productor y escenógrafo de la televisión norteamericana, quiso que sus cenizas, así como las de su mujer, fuesen lanzadas al espacio extraterrestre. Existe incluso una firma comercial que se encarga de esos funerales cósmicos. François Michaud Nérard (Une révolution rituelle, Atelier, 2012), muestra la cremación como una profunda transformación en los hábitos de los franceses. En menos de 40 años los ritos de réquiem inmemoriales fueron convulsionados. Hasta 1980 solamente el 1% de los franceses optaba por la cremación. Hoy cerca del 50% dicen preferirla. En los países del norte de Europa esa preferencia puede llegar al 75%. La cremación avanza con la materialización de las costumbres. Por ocasión de funerales, lentamente se sobreponen a la idea de Dios otras concepciones de estilo económico [la cremación cuesta menos], o utilitario [inmensas áreas ocupadas por cementerios pueden servir mejor a la comunidad de otra manera], o de orden higiénico [no contaminar el subsuelo], o sentimentales. Testamentos disponen que las cenizas sean arrojadas al mar, dispersas en las montañas o en campos de fútbol. Favole afirma en ese mismo artículo que ahora se propugna también la dispersión de las cenizas dentro de los cementerios, en lugares llamados “jardín del recuerdo”. Lo que se ve, en realidad, es el avance de ideas anticristianas bajo variados pretextos.
Sacralidad de la sepultura versus costumbre pagana ¿Por qué rehusar la sepultura y la sacralidad de la inhumación, prefiriendo la brutal e inmediata destrucción del cuerpo? Enterrar a los difuntos siempre fue un grave deber de los cristianos. Desde el principio de la Cristiandad la Iglesia adoptó esa práctica, no sólo en razón de sus enseñanzas, sino también por el aspecto simbólico de la inhumación. Por esa razón, los cuerpos de los difuntos siempre fueron objeto de respetuosa atención. Hubo condenaciones de Papas en tiempos pasados a los procedimientos abyectos con los muertos para conservarlos o transportarlos. Quemarlos era también considerado un procedimiento indigno, propio de paganos. En otra localidad de Lorena, también pequeña y no muy lejos de la casa de Georges, vivía solitario Antoine M. Viudo y sin hijos, con los pocos parientes dispersos, él solía decir al párroco de su ciudad, padre Michel R., que en el mundo sólo tenía un amigo verdadero: el bello árbol de su huerto. ¡Cómo amaba aquel árbol! Cuidaba de él, lo regaba y abonaba. De hecho, era un frondoso castaño. En el verano Antoine comía placentero a su sombra, y en el invierno quemaba en la chimenea algunos pocos ramos podados con cuidados quirúrgicos al comienzo del otoño. Mirando el fuego, se encantaba con la elegancia incomparable de las llamaradas liberadas por sus ramas al entrar en combustión, y respiraba a fondo el agradable olor del su leño abrasado. Todo provenía de su castaño. Sintiendo vacilantes sus fuerzas, Antoine hizo testamento. Su última voluntad determinaba la cremación de su cuerpo y la subsecuente deposición de las cenizas alrededor del árbol tan amado. Sería un último homenaje a este ser que tanto lo había consolado en vida. Y de hecho, pocos años más tarde, Antoine murió. Todo se hizo conforme a su testamento: cremación y cenizas depositadas al pie del árbol. Heredero de la casa —y consecuentemente del árbol— fue un sobrino de Antoine, que en ella vino a vivir. Vino de Marsella, donde residía al fallecer Antoine. Acostumbrado a las tibias temperaturas del Mediterráneo, el sobrino pensó que en Lorena el sol se muestra mucho menos. El árbol del finado tío le quitaba el poco calor solar del que disponía. Mandó cortar el árbol. Una inmisericorde motosierra redujo entonces al único amigo de Antoine a haces de leña. Y junto con la tierra alrededor del bello arbolado y las cenizas de él, todo fue llevado al basurero público. Fingiéndose horrorizado y con una sonrisa matrera, el padre Michel contaba el hecho a los del lugar. Los restos mortales aguardan el día de la resurrección Del punto de vista de la religión, san Pablo dice: “Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto razonable. Y no os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Rom 12, 1-2). ¿Cómo calcinar como un residuo indeseable ese cuerpo, al cual se refiere el Apóstol, santificado por el bautismo y por la recepción de la Sagrada Eucaristía, vivificado por un alma elevada a la vida divina por la gracia y templo del Espíritu Santo? En el hábito de la cremación no está presente la idea del reposo de quien entregó su alma a Dios — requiescat in pace (descanse en paz). Todo pasa de modo expedito. El funeral pierde su sentido solemne y los ritos de réquiem son desprovistos de grandeza. El acto se reviste de la apariencia de una aniquilación absoluta en el momento en que las llamas reducen violentamente a cenizas facciones por años contempladas en el hogar con estima y amor. Con la sepultura la Iglesia hace sensible, de modo simbólico, la creencia en el dogma de la resurrección de los cuerpos. Para la Iglesia, el sepulcro es un dormitorio en el cual aguardan la resurrección los restos mortales que allí reposan, como semillas depositadas en el suelo, de las cuales germinará, después del Juicio Final, la inmortalidad. En una tierra consagrada, a la sombra de la cruz, el cuerpo del fiel aguarda la resurrección tal como Jesús que, muerto y sepultado, resurgió de entre los muertos. Ese cuerpo merece respeto en vista de aquello que fue y será por toda la eternidad. El aspecto profano de la incineración en un horno crematorio viola ese respeto a los ojos de quien presencia tal procedimiento. Dispuso la Iglesia, al decir a los mortales “Memento homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris”, que lenta y naturalmente el cuerpo debe retornar al polvo de la tierra del cual tuvo su origen. Se trata de una transformación natural, según los ritmos orgánicos, y no de una destrucción artificial. Madre compasiva, la Iglesia toma en consideración la estima existente entre seres queridos. El amor paterno o el amor filial, todo afecto humano, se subliman en el momento de la muerte. Imaginarlos en las contorsiones de la incineración repugna los buenos sentimientos. Sin embargo a todos consuela saber que, bajo la tierra bendecida, aquella figura poco a poco desaparecerá, según el orden natural establecido por Dios: “…in pulverem reverteris” — en polvo te convertirás. La costumbre cristiana de inhumar los cuerpos de los fieles La cremación también es un gesto simbólico. Su procedimiento pretende opacar la presencia del dogma de la resurrección de la carne. Al contrario, la esperanza de la resurrección está clara al encomendarse el alma a Dios. Los primeros propugnadores de la incineración deseaban alejar la presencia de la religión de los actos realizados a propósito de la muerte.
En Francia, fue la Revolución de 1789 la primera en propugnar la cremación. Su concepción anticristiana lanzó de modo organizado la campaña por la incineración. En los años que siguieron a la Revolución Francesa, durante el comienzo del siglo XIX, doctrinas materialistas y ateas intensificaron la propaganda a favor de la incineración. Así, a comienzos del siglo XX, bajo diversos pretextos, los hornos crematorios comenzaron a establecerse en Europa. La Iglesia mostraba decidida oposición a la cremación. A lo largo del año 1886, el Santo Oficio promulgó documentos refutando las falsas doctrinas de los propugnadores de la quema de cadáveres. La refutación mostraba que “artificios y sofismas engañadores contribuían insensiblemente a la disminución de la estima y del respeto de la costumbre cristiana de inhumar los cuerpos de los fieles, costumbre esta de uso constante y consagrada por los ritos solemnes de la Iglesia”. Era entonces negada a los fieles que por su propia voluntad habían optado por la cremación, no solo la sepultura eclesiástica, sino también la celebración de misas públicas. Esos faltones eran también declarados indignos de los últimos sacramentos. La Iglesia actuaba así por conveniencias dogmáticas, a fin de salvaguardar el culto y los hábitos morales de los fieles (Dictionnaire Apologétique de la Foi Chrétienne, “Incinération”, Beauchesne éditeurs, París 1911). * * * El ansia de reformas por ocasión del Concilio Vaticano II llevó al Santo Oficio a promulgar, el 5 de julio de 1963, la Instrucción “Piam et Constantem”, abriéndose la posibilidad de la cremación. “La cremación no toca el alma ni impide a la omnipotencia de Dios reconstruir el cuerpo, ni significa en sí misma una negación objetiva de los dogmas mencionados. [...] Habiendo motivos justos, basados en razones serias, particularmente de orden público, la Iglesia no objetaba ni objeta contra esta práctica”. No es difícil percibir cómo esta Instrucción contradice las palabras de san Pablo arriba citadas: “Y no os amoldéis a este mundo…”. Oraciones especiales por los fallecidos La Iglesia estableció el 2 de noviembre como el “Día de los fieles difuntos”. En esa fecha, en casi toda la Cristiandad los cementerios se llenan de visitantes. Sobre las sepulturas de los antepasados fotos perpetúan sus fisonomías queridas al lado de imágenes de santos y ángeles que velen sobre el muerto. En oposición a este hábito inmemorial, el respeto dedicado a los difuntos queda obnubilado por la ausencia de las ceremonias: pequeñas urnas conteniendo los restos incinerados son “almacenadas” en estantes. Viéndolas se siente, erróneamente, que todo terminó en esta tierra. La idea de la vida después de la muerte queda oscurecida. Fenece también así el sentimiento tan humano y natural del aprecio por los difuntos. El día de los difuntos, parientes y amigos llevan flores y velas a las sepulturas de sus seres queridos; misas son celebradas y rosarios rezados por las almas de los fieles fallecidos. Esta es la asistencia poderosa y maternal de la Iglesia en sufragio de las almas que gimen en el lugar de la purificación. La Iglesia militante pide a Dios junto a los sepulcros, que las almas del Purgatorio puedan pronto subir a los cielos para integrar la Iglesia triunfante y así contemplar a Dios cara a cara. “Absuelve, Señor, las almas de los fieles difuntos de los lazos de sus pecados”, canta la liturgia de los difuntos. Se reza también en alabanza de aquellos que ya están en el cielo, pidiendo su intercesión por la santificación de los que aún están en la dura contienda de esta tierra. Ya en el siglo XI, san Odilón, abad de Cluny, prescribió para sus monjes la celebración de misas por los difuntos el día 2 de noviembre. En Roma se encuentran antiguas referencias a esta conmemoración en el siglo XIV (“Misa por los Difuntos”, Das Römische Meßbuch, A. Schott OSB). Día de difuntos en Cracovia La conmemoración de los fieles difuntos en Cracovia recibe de la índole profundamente católica del pueblo polaco su nota de doliente elevación. Intenso es el concurso de la población a los cementerios. Noviembre, ya a mediados del otoño europeo, antes del fin de la tarde la noche baja sobre la ciudad junto con una fina garúa. El campo santo quedaría sumido en la oscuridad completa si no fuesen las miles de lámparas votivas, en su mayoría rojas, piadosamente traídas a los difuntos por sus familiares. Contritos, ellos se mueven como sombras entre tumbas y mausoleos portando aquellas luminarias incandescentes con el cuidado de ceroferarios. En las sepulturas, hechas las oraciones en familia, las pequeñas antorchas cintilan en la noche como constelaciones de llamas en vigilia de oraciones. Son las oraciones de los vivos por aquellos que pasaron a la eternidad. Gotas de garúa cayendo sobre las lámparas se evanecen inmediatamente, y en un murmullar, como pequeñas nubes de vapor, suben a lo alto imaginando a las almas que partieron de este mundo. A veces susurran unos a otros. Los niños indagan sobre sus antepasados. Con las manos juntas imitan a sus padres en oración y emoción. En el umbral de la vida la inocencia se complace con el misterio del más allá. Se estrechan quietos junto a sus padres, pareciendo así estrecharse a la vida. Solamente la Iglesia pudo armonizar dulcemente sentimientos tan opuestos: el tiempo y la eternidad; la muerte como semilla de vida eterna. De aquel escenario, tal como la garúa al posar sobre las lámparas ardientes, se desprenden tristeza y compenetración llenas de esperanza y resignación. Aquellas sombras que se mueven en el tiempo buscan lo invisible en la eternidad y de ese encuentro se evoca una afirmación de la fe. Si Cracovia hubiese generalizado la cremación, reduciendo sus cementerios al vacío de los “jardines del recuerdo” —sin tumbas ornamentales ni mausoleos o monumentos funerarios— sus fieles no tendrían más en el día de los difuntos aquellos momentos de reflexión religiosa. La cremación, aboliendo poco a poco las sepulturas y los cementerios, desea principalmente desterrar la religión de los ritos mortuorios y el sufragio de los antepasados que “nos precedieron en el signo de la fe”.
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Conmemoración de los Fieles Difuntos Gradual descristianización de las costumbres |
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