PREGUNTA Desearía que me aclare el siguiente punto: ¿es verdad que el Concilio de Trento afirma que podemos comulgar sin habernos confesado? RESPUESTA
El Concilio de Trento confirmó una doctrina constante en la Iglesia, de que para comulgar necesitamos tener la conciencia limpia de todo pecado mortal. Si el fiel está en ese caso, no necesita realmente confesarse antes de cada comunión. Pero si la conciencia lo acusa de alguna falta grave, debe previamente obtener el perdón de su pecado por medio de la Confesión sacramental. Porque como dice el Apóstol San Pablo, “cualquiera que comiere de este pan, o bebiere el cáliz del Señor indignamente, reo será del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Por tanto, examínese a sí mismo el hombre; y de esta suerte coma de aquel pan y beba de aquel cáliz. Porque quien lo come y bebe indignamente, se traga y bebe su propia condenación, no haciendo discernimiento del Cuerpo del Señor” (I Cor. 11, 27-29). Conforme lo manda la Santa Madre Iglesia, “todo fiel que haya llegado al uso de razón (a los siete años, o incluso antes) está obligado a confesar fielmente sus pecados graves al menos una vez al año” (canon 989). Pero eso es lo mínimo que se exige de todo cristiano. Un alma más fervorosa no se contentará con ello y se confesará, si fuese posible, todos los meses o hasta más a menudo, y aunque no haya cometido pecados mortales sino apenas veniales. Una confesión mensual, dígase de paso, es condición necesaria para ganar las indulgencias plenarias (una sola confesión basta para todos los actos premiados con esa indulgencia, practicados durante el mes). No es pues, de buen espíritu minimizar la importancia de la Confesión sacramental. Pues ella nos ayuda a mantener el alma purificada incluso del pecado venial. Si bien que no haya obligación de confesar las faltas veniales, es recomendable que ellas sean incluidas en la Confesión (canon 988 § 2). E inclusive es necesario mencionar por lo menos una falta venial, para la validez del Sacramento, si tuviésemos la gracia de estar exentos de cualquier falta grave. En estos tiempos en que el mundo entero está sumergido en el pecado, y hasta personas que se llaman católicas perdieron la noción del pecado, debemos volvernos apóstoles de la Confesión sacramental. Lamentablemente, sin embargo, ¡cuántas veces no encontramos comprensión y hasta buena voluntad de parte de sacerdotes que deberían ser solícitos en la administración de este Sacramento! De ocurrirnos aquella infelicidad —de no encontrar un confesor idóneo (hipótesis prevista por el citado Concilio de Trento, Sesión XIII, cap. VII, nº 880)— hagamos un acto de contrición perfecta (es decir, de arrepentimiento de nuestros pecados por puro amor de Dios, y no por el simple temor del infierno) con el firme propósito de jamás ofenderlo, y recuperaremos inmediatamente el estado de gracia, supuesto el propósito de confesarnos en la primera oportunidad. Pero en este caso —repito— el arrepentimiento debe ser por puro amor de Dios. Antes de hacer la confesión, sin embargo, no nos es permitido acercamos al Sacramento de la Eucaristía, a no ser que ocurriese un caso de necesidad grave y urgente, conforme lo estipula el Código de Derecho Canónico (canon 916). Tal vez a esto sea que se refiera, en último análisis, la pregunta del lector. Pero toda la cuestión de la contrición perfecta y de la necesidad grave y urgente exigiría un largo desdoblamiento, pues no es materia que comporte simplificaciones y relativismos. Recordemos la advertencia de San Pablo, arriba mencionada: “cualquiera que comiere de este pan, o bebiere el cáliz del Señor indignamente... se traga y bebe su propia condenación”.
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María Auxiliadora |
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