Eximio combatiente del neopaganismo renacentista Uno de los gigantes de la admirable reforma de la Orden Dominicana del siglo XV y un baluarte contra el espíritu y las costumbres renacentistas que comenzaban a minar la civilización cristiana medieval Hélio Viana De pequeña estatura —de ahí su nombre, diminutivo de Antonio—, Antonino nació en Florencia el 1° de marzo de 1389, hijo único de Nicolás y Tomasina Pierozzi. Vivió en la confluencia de la Edad Media con el Renacimiento, y supo contraponer la austeridad medieval a la búsqueda desenfrenada de placeres que el neopaganismo renacentista pretendía resucitar. Si en aquellos inicios del movimiento renacentista hubiese surgido una verdadera cohorte de santos que lo combatiera como lo hizo san Antonino, por cierto el Renacimiento, con su espíritu naturalista y neopagano, no habría dominado los espíritus y penetrado en los ambientes católicos como ocurrió en los siglos XV y XVI. A los 10 años de edad, Antonino acostumbraba ir todos los días a la iglesia de San Miguel, donde rezaba a los pies del Crucifijo y ante el altar de Nuestra Señora, en cuya honra recitaba siempre el responsorio Sancta et Immaculata Virginitas. La Santísima Virgen le concedió la excelsa virtud de la pureza, que Antonino conservaría hasta la hora de su muerte. Un lustro después, en aquella misma iglesia, le brotó el deseo de abrazar el estado religioso en la Orden Dominicana. Fue durante la Cuaresma del año 1404. La dura prueba de la vocación Se dirigió entonces a fray Giovanni Dominici, prior del convento de Fiesole y más tarde cardenal arzobispo de Ragusa y legado papal en Hungría. Corpulento, de grave y majestosa elocuencia, fray Dominici se convirtió, junto con santa Catalina de Siena y el beato Raimundo de Capua, en maestro de la reforma dominicana. Y también de Antonino, que se consideraría su discípulo y continuador. Al ver la débil complexión física del postulante y juzgando que no tendría condiciones de soportar los rigores de la regla, fray Dominici le preguntó por qué materia se inclinaba más. —“Al derecho canónico”, le respondió Antonino. A fin de escudriñar mejor los designios de Dios sobre aquella alma, el prior le replicó entonces que después de aprender de memoria todo el Código, volviera a buscarlo. Un año después regresa Antonino, con todas las reglas y el texto del derecho canónico aprendidos en la punta de la lengua. Viendo en ello un evidente designio divino, pues le había pedido casi lo imposible, decidió entonces imponerle, el ilustre dominicano, el hábito blanco de los frailes predicadores. Era el año 1405 y Antonino tenía apenas 16 años de edad. Fue enseguida enviado al noviciado en Cartona, donde en poco tiempo hizo grandes progresos en la virtud y el saber, profesando los votos al cabo de un año. Allí conoció al célebre Fra Angélico, exponente máximo de la pintura sacra medieval. En la fiesta de Pentecostés de 1406 regresa Antonino a Florencia, acompañado de otros tres profesos. De apacible religioso a baluarte de la reforma dominicana
Con el tiempo, se perfeccionó en los estudios, convirtiéndose en un eminente teólogo. Se preocupó sobre todo por esa teología práctica y necesaria, que se ocupa de los casos de conciencia. Para no participar de la afrenta del cisma que entonces se pronunciara en torno del solio pontificio, se retiró de Florencia una noche, juntamente con los religiosos de Santo Domingo, pues quería permanecer fiel a aquel que su maestro sin vacilación le designara, de acuerdo con santa Catalina de Siena, como el verdadero Pontífice: Martín V, cuya elección pondría más tarde fin al cisma. Se establecieron entonces en Foligno, donde retomaron la vida santa y austera que les había prescrito fray Giovanni Dominici. Hubo sin embargo una devastadora peste, que los obligó a refugiarse en Cartona. Allí san Antonino fue designado prior, en 1418, con apenas 29 años de edad. A partir de entonces la reforma dominicana, muy debilitada por el cisma y por la peste, tomó un vigoroso impulso. San Antonino —cuya reputación de ciencia, prudencia y santidad era por todos conocida— se tornó el alma de este saludable movimiento. Al año siguiente, 1419, falleció en Hungría su querido e inolvidable maestro Giovanni Dominici, cardenal de Ragusa. Mientras permaneció como prior, se esmeró en mostrarle a sus subordinados qué debían hacer y qué evitar, más que de palabra con el ejemplo. Como entendía ese papel, él mismo lo expresó en un capítulo esencial de su Suma de Teología Moral, bajo el título Religiosos: “El primer deber es dar el ejemplo. El maestro debe prestar cuentas a Dios de todos aquellos que le están subordinados, y merece la muerte cada vez que les ofrece un mal modelo. El prior tiene la obligación de preocuparse de cada uno de sus religiosos, en particular de tratarlos según sus necesidades. Que él reprima a los agitados, sustente y anime a los timoratos, a los escrupulosos, apoye a los enfermos; tenga paciencia con relación a todos. Que explique y haga observar la regla, vele para que su autoridad no sea despreciada. Pero el amor debe estar por encima del temor, y la virtud que hace con que él sea amado es la virtud de la humildad”. Superior y amigo del célebre Fra Angélico En 1439, ya bajo el pontificado de Eugenio IV, sucesor de Martín V, san Antonino se convirtió en prior del convento de San Marcos en Florencia. Nuestro santo vio aquella casa religiosa ser magníficamente restaurada, embellecida por la generosidad de los Médicis y por los incomparables trabajos artísticos de Fra Angélico, además de ser dotada de una excelente biblioteca. Con el fallecimiento del cardenal Bartolomé Zarabella, quedó vacante la importante arquidiócesis de Florencia. La población deseaba, para sustituirle, alguien que fuera eximio en letras y en costumbres. Aunque había en Florencia muchos hombres doctos y virtuosos, no fue fácil encontrar quien reuniera en sí aquellos predicados. Tanto así que la arquidiócesis permaneció vacante durante nueve meses. Hasta que la mirada del Papa Eugenio IV, por sugerencia de Fra Angélico, incidió sobre Antonino, siendo este nombrado arzobispo de Florencia. El santo no obstante se rehusó obstinadamente a aceptar el nombramiento, pensando en huir a Cerdeña, hasta que se haya escogido a otro sucesor. Fue necesario que el Papa lo amenazara, en nombre de la santa obediencia, bajo pena de pecado mortal y hasta de excomunión, para que finalmente se resignara a aceptar el cargo. Al hacerlo, exclamó: “Señor, acepto este cargo contra mi voluntad, para no resistir a la de vuestro Vicario. Asistidme, pues, Señor, porque sabéis que lo necesito”. Partió de Fiesole por la mañana, yendo a celebrar la santa misa en una iglesia de San Gallo, próxima de Florencia. Hasta allí fueron el clero y el pueblo a recibirlo con gran aparato, mientras repicaban las campanas. Toda la ciudad se regocijaba por el hecho de poseer a tan digno y santo pastor. Era el 13 de marzo de 1446. Antonino tenía 56 años de edad y habría de dirigir la arquidiócesis durante trece años. Arzobispo: antítesis del espíritu renacentista
Los hábitos del santo en nada se modificaron después de ascender a tan alto y codiciado cargo, pues tanto su vida privada como la del Palacio Arzobispal se vieron imbuidas de la antigua austeridad medieval. Con el ejemplo, el nuevo arzobispo luchó contra la sed insaciable de placeres que el espíritu renacentista de entonces suscitaba intensamente en las almas. Más allá del ejemplo, su vigorosa actuación antirrenacentista se manifestó igualmente eficaz. Era auxiliado por apenas seis personas, que él se empeñó en dotar con buenos ingresos, impidiendo así que pudieran ser objeto de sobornos de parte de cuantos buscaban los favores de la arquidiócesis. Tomaba conocimiento de todas las causas que debían ser juzgadas en su tribunal. Todos se sentían tan bien con las sentencias, opiniones y consejos del santo, que incluso antes de ser nombrado arzobispo ya era conocido como “Antonino el de los Consejos”. Su humildad lo hacía duro e intransigente consigo mismo, mientras que su mansedumbre lo hacía magnánimo, paciente y afable con los demás. Muy solicitado por visitantes, recibía a todos, se diría que no había prelado más accesible: oía las quejas, hasta las más prolongadas, con una paciencia infatigable, respondiendo con una dulzura que nada desarmaba. Antonino resolvió el difícil problema de no separar la dulzura de la severidad indispensable en un jefe. Su único deseo era conseguir que los culpables se enmendaran. A pesar de las numerosas obligaciones impuestas por su dignidad episcopal, jamás perdía la soledad, la paz y la serenidad de corazón, estando continuamente vuelto a la contemplación de las cosas de Dios. Era tal la justicia de sus fallos que el Papa prohibió que las sentencias que él dictaba fueran apeladas. El santo supo muy bien valerse de ese favor en beneficio de la Iglesia, librando a su arquidiócesis de las prácticas impías, inmorales y funestas de la magia, de la llaga de la usura, de los charlatanes y de los comediantes. Todas aquellas sombras ya eran consecuencia del espíritu renacentista, que entonces se expandía por todas las clases y ambientes de la Cristiandad. Se había inventado un juego en que la juventud florentina perdía diariamente fuertes sumas de dinero, con gran perjuicio para las familias. Inicialmente el santo prohibió ese juego, bajo pena de excomunión. En seguida, pasó a ir a los lugares donde se jugaba, expulsando a los que allí se encontraban, volteando las mesas, los dados, el dinero y las apuestas. Su desvelo libró a los templos de la presencia de personas insolentes, que profanaban la santidad del lugar con conversaciones sacrílegas. No temió siquiera oponerse a los magistrados y al brazo secular, cuando, abusando de su poder, violaban los derechos y las inmunidades de la Iglesia. Reprimió las violencias con censuras eclesiásticas, sin importarle las amenazas que le eran hechas. Cierto día, alguien le amenazó con echarlo por la ventana y privarlo del arzobispado, a lo que el santo, calmamente, respondió diciendo que no se juzgaba digno del martirio y que siempre había deseado ser exonerado del Episcopado... Para la reforma del clero, quiso controlar todo personalmente. Visitó una por una todas las iglesias, no solamente de su arquidiócesis, sino aún de los obispados sufragáneos de Fiesole y Pistoya. Llegando a cada lugar de improviso, exigía que se le rindieran cuentas. Muchas de las obras de san Antonino fueron escritas en respuesta a consultas que le formularon. El objetivo de su Suma Teológica —el primer libro en presentar en un plano tan amplio el estudio de la teología moral— fue de proporcionar materia a los predicadores, una guía a los confesores y una regla de vida para los fieles, según las exigencias de su situación. Es particularmente la moral cristiana, en sus aplicaciones prácticas, lo que constituye el tema de su obra con vistas a la reforma interior del hombre. Dios concedió a san Antonino una gracia insigne, un contrafuerte armónico a su austeridad reformadora: el don de los milagros. Un noble de Florencia tenía un hijo muy enfermo, que acabó falleciendo. El padre lloró mucho esa muerte y se dirigió a san Antonino, pidiéndole que lo resucitase. Ante tan arduo pedido, movido por la compasión, el santo se puso en oración. Al terminar, consoló el padre, diciéndole que no llorara más, porque al llegar a casa encontraría a su hijo vivo, lo que efectivamente sucedió. Previsión de la propia muerte En abril de 1459 su salud se resquebrajó, siendo conducido a la casa de campo de Sant’Antonio del Vescovo. Se intentó animarlo, como se hace con los enfermos, hablándole de su convalecencia. Él apenas respondió: Fiat voluntas tua, recordando que había completado los 70 años del salmista. El día 30 hizo su testamento, de conmovedora simplicidad. Pidió entonces ser enterrado en el coro de la iglesia de San Marcos de Florencia. El 1º de mayo recibió la extremaunción, mientras los dominicos rodeaban su lecho recitando el oficio de Maitines. Pronunció algunas palabras imperfectas o mal formadas, entre las cuales se entendieron estas: “Servir a Dios es reinar”, además de repetir varias veces el responsorio de la Virgen María Sancta et immaculata virginitas. En la madrugada del 2 de mayo, vigilia de la Ascensión, Antonino entregó su virginal alma a Dios, después de una prolongada agonía. Su cuerpo fue velado durante ocho días, exhalando un olor agradable. El Papa Pío II, que se encontraba en Florencia, concedió siete años de indulgencia a todos los que visitaran al santo y le besaran los pies. En vista de los muchos milagros operados en su sepultura, el Papa Adriano VI firmó el decreto de su canonización en 1523.
Fuentes de referencia.- 1. Les Petits Bollandistes, Vie des Saints, Bar-le-Duc, Typographie des Célestins, Ancienne Maison L. Guérin, 1874, t. V, p. 436-440. 2. P. Diogo del Rosario, Flos Sanctorum, Tipografia Universal, Lisboa, 1870, t. V, p. 128-139. 3. Vie des Saints, par les RR. PP. Bénédictins de París, Librairie Letouzey et Ané, 1946, t. V, p. 200-206.
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