Lectura Espiritual El Santísimo Nombre de Jesús

El santo nombre de Jesús no solo nos consuela y nos protege de todo mal, 
sino que también enciende de santo amor a todos los que lo pronuncian con devoción *

San Alfonso María de Ligorio

El nombre de Jesús, es decir, del Salvador, es nombre que de suyo expresa amor, porque nos recuerda, como se expresa san Bernardino de Siena, cuánto el Hijo de Dios hizo y sufrió para salvarnos; por lo que con ternura le decía cierto devoto autor: ¡Oh Jesús, cuánto os costó ser Jesús, es decir, Salvador mío!

Escribe san Mateo, hablando de la crucifixión de Jesucristo: “Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: ‘Este es Jesús, el Rey de los judíos’” (Mt 27, 37). Dispuso, pues, el Eterno Padre que sobre la cruz en que murió nuestro Redentor se leyese: “Este es Jesús, Salvador del mundo”. Así lo escribió Pilatos, no por juzgarlo reo de haber tomado el título de rey, como le acusaban los judíos, de los que ningún caso hizo Pilatos, que hasta el momento de condenarlo lo declaró inocente, protestando no tener parte en esa muerte. ¿Por qué, pues, le dio el título de rey? Lo escribió por voluntad de Dios, que con esto quería decirnos: ¿Sabéis, oh hombre, por qué muere este mi inocente Hijo? Muere porque es vuestro Salvador; muere este divino Pastor en infame leño para salvaros a vosotros, sus ovejuelas. Por eso se dijo en el Cantar de los Cantares: “Tu nombre es perfume derramado” (1, 3).

San Bernardo dice que el Señor prodigó sobre nosotros su misma divinidad, ya que en la redención, el mismo Dios, por el amor que nos profesaba, se entregó por completo a nosotros y, para podérsenos comunicar, cargó con el peso de la paga de nuestras deudas. Quiso, dice san Cirilo de Alejandría, borrar con aquel título el decreto de condenación expedido anteriormente contra nosotros, pobres pecadores, como lo había dicho el Apóstol: “Canceló la nota de cargo que nos condenaba con sus cláusulas contrarias a nosotros; la quitó de en medio, clavándola en la cruz” (Col 2, 14). Nuestro amable Redentor quiso librarnos de la maldición que merecíamos, cargando con nuestros pecados.

Por eso, cuando el alma fiel pronuncia el nombre de Jesús y recuerda, al pronunciarlo, lo que hizo Jesucristo para salvarla, es imposible que no se encienda toda en amor hacia quien tanto la amó. Al nombrar a Jesús, nos advierte san Bernardo, tenemos que figurarnos ver un hombre manso, humilde, benigno, misericordioso, eminente en todo género de virtud, que es al mismo tiempo el Dios omnipotente que para curar nuestras llagas quiso ser despreciado y llagado, hasta el extremo de morir de puro dolor en una cruz. Séate, pues, siempre amable, ¡oh cristiano! —exhorta san Anselmo—, el hermoso nombre de Jesús; que siempre lo tengas en el corazón; que sea tu alimento, tu dulzura y tu único consuelo; porque solamente quien lo experimenta, añadía san Bernardo, puede explicarse cuán dulce es y qué paraíso sea, aun en este valle de lágrimas, amar tiernamente a Jesús.

Santa Rosa de Lima con el Niño Jesús, Cristóbal de Villalpando, s. XVIII – Óleo sobre lienzo, Catedral Metropolitana de México

Bien lo experimentó santa Rosa de Lima, quien al recibir la sagrada comunión arrojaba de la boca tal llama de divino amor, que abrasaba la mano de quien le daba de beber agua.

Santa María Magdalena de Pazzi andaba con un crucifijo en la mano, gritando abrasada: “¡Oh Dios de amor! ¡Oh Dios de amor! ¡Oh Dios, loco de amor!”. San Felipe Neri sintió que se le ensanchaban las costillas para ceder espacio al corazón, que, abrasado de divino amor, buscaba lugar más amplio para sus palpitaciones. San Estanislao de Kostka tenía a veces que dejar que le bañaran el pecho con agua fría para mitigar el extraordinario ardor que le consumía por Jesucristo. San Francisco Javier, por idéntico motivo, desabrochaba el pecho y exclamaba: “¡Señor, basta! ¡Basta, Señor!”, declarándose con ello incapaz de sufrir la gran llama que le abrasaba el corazón.

Procuremos, pues, también nosotros, en cuanto nos sea dable, con nuestro amor, tener siempre a Jesús en el corazón y en la boca, invocándolo a menudo. Dice san Pablo que no se puede nombrar el nombre de Jesús (entiéndase, con fervor) sino mediante la gracia del Espíritu Santo, por lo que este divino Espíritu se comunica a cuantos pronuncian devotamente el santísimo nombre de Jesús.

Para algunos, el nombre de Jesús es nombre extraño. ¿Por qué? Porque no lo aman. Los santos siempre tuvieron en la boca este nombre de salvación y de amor. En las Epístolas de san Pablo apenas si hay página en que no se nombre varias veces a Jesús. San Juan también le nombra a menudo. El beato Enrique Susón, cierto día, para abrasarse más en el amor de este santo nombre, con un hierro candente lo grabó en el pecho y, bañado en sangre, exclamaba: Quisiera, Señor, verlo escrito más dentro aún, en el propio corazón, pero no puedo conseguirlo; Vos, que todo lo podéis, imprimid en mi corazón vuestro querido nombre, para que no pueda ya borrarse ni él ni vuestro amor. Santa Juana de Chantal llegó hasta grabar en su pecho el nombre de Jesús con un hierro encendido.

No pretende tanto de nosotros Jesucristo, y se contenta con que lo tengamos en el corazón por medio del amor y la frecuente y fervorosa invocación. Y así como todo cuanto Él dijo y obró durante su vida lo hizo por nuestro amor, así nosotros cuanto hagamos es justo que lo hagamos en nombre y por amor de Jesucristo, como nos exhorta san Pablo: “Y todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús” (Col 3, 17). Y si Jesucristo murió por nosotros, nosotros deberíamos estar prestos a morir gustosos por el nombre de Jesucristo, como lo estaba el mismo Apóstol cuando decía: “Pues yo estoy dispuesto no solo a que me arresten, sino también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús” (Hch 21, 13).

Concluyamos nuestra meditación. Cuando estemos afligidos, invoquemos a Jesús, y nos consolará. Cuando estemos tentados, invoquemos a Jesús, y nos fortalecerá para resistir a todos nuestros enemigos. Cuando estemos áridos y fríos en el amor divino, invoquemos a Jesús y nos inflamará. ¡Dichosas las almas que siempre tengan en la boca este santo y amabilísimo nombre! Nombre de paz, nombre de esperanza, nombre de salvación, nombre de amor. Y ¡cuán dichosos seríamos si nos fuera dado morir y terminar la vida llamando a Jesús! Si deseamos exhalar el postrer suspiro con este suave nombre en los labios, acostumbrémonos primero en la vida a pronunciarlo frecuentemente y siempre con amor y confianza.

*   *   * 

Juntemos siempre también con él el hermoso nombre de María, que es, asimismo, nombre bajado del cielo, nombre poderoso, que hace temblar al infierno, y nombre dulcísimo, que nos recuerda a la Reina que, siendo madre de Dios, es a la vez madre nuestra, madre de misericordia y madre de amor.

 

* San Alfonso María de Ligorio, El amor de Dios manifestado en la Encarnación del Verbo, Editorial Apostolado Mariano, Sevilla, 2000, p. 200-204.

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