Tema del mes El maravilloso esplendor de las ceremonias navideñas de antaño

El precioso relicario de cristal que alberga las tablas del pesebre en el que nació Jesús. Esta sagrada reliquia puede venerarse en la «Cripta de la Natividad», también conocida como «Cripta de Belén», bajo el altar mayor de la Basílica de Santa María la Mayor, en Roma.

El maravilloso esplendor de las ceremonias  navideñas de  antaño

Mons. Jean-Joseph Gaume

El bello día de Navidad, día que había yo deseado tanto ver en Roma, se desarrolló a mi entero gusto, en plena armonía con la fiesta.

En Francia y en los países del Norte, quiero que sea muy frío, muy glacial, que las estrellas brillen en el azul del firmamento, que la nieve se rompa al andar, a fin de excitar en los corazones una gran ternura y una viva compasión hacia el Niño divino, que solloza y que llora sobre la paja en su pesebre abierto a los cuatro vientos.

En Roma y en los países calientes, a falta de hielo y de nieve, quiero una niebla más o menos espesa, más o menos penetrante, y lluvia más o menos fría, más o menos abundante. Fuimos servidos según nuestro deseo.

A las ocho estábamos en el Vaticano. Me permito decir, en elogio de nuestra curiosidad, que fuimos de los primeros. En este día es cosa convenida que no se va a San Pedro a orar, sino a mirar; a menos que mirar no sea también orar; lo cual creería yo de buena voluntad, tratándose del católico respetuoso que asiste a las ceremonias papales. Como quiera que sea, nos pusimos a mirar. El primer objeto que fijó nuestra atención fueron los alabarderos del Papa, de los cuales entró una compañía poco después de nosotros, y fue a colocarse delante de la Confesión de San Pedro, para guardar el lugar reservado. Nada más pintoresco y gracioso que su uniforme. Calzones de negro, rojo y amarillo; coraza redonda de la Edad Media, con brazales articulados; gola alrededor del cuello; casco redondo de acero, coronado con un penacho rojo; ancho tahalí amarillo y larga alabarda a la antigua, podía decirse que presenciábamos la resurrección de los tiempos caballerescos.

Tradiciones de la Iglesia Santa, Una e Inmortal

Este espectáculo tan nuevo sirvió de tema a las reflexiones siguientes: ¡Ved cómo Roma es esencialmente conservadora! Que se recorran todos los Estados de Europa, y en ninguna parte se encontrará, si no es por acaso entre el polvo de los museos, ese traje de un tiempo que ya no existe. Solo la ciudad eterna le guarda y le expone en el gran día, como una página de historia que cada uno puede leer. Más de una vez sin duda, los turistas pedantes del último siglo debieron sonreír a vista de este inmutable y gótico uniforme; pero el inteligente artista de nuestra época lo admira y lo estudia, mientras que el cristiano bendice el pensamiento que preside a su conservación. Este pensamiento romano se manifiesta en todas partes, lo mismo en las cosas pequeñas que en las grandes. Esas órdenes religiosas, cuyos hijos póstumos recorren las calles y las ruinas de la ciudad pontifical, tales como por ejemplo, los Trinitarios y los caballeros de Malta, ¿qué son a los ojos del observador, sino la traducción viviente del mismo pensamiento? Os parece que la ley debería sancionar una supresión operada ya de hecho; vuestro celo os extravía. Roma, como Dios, crea y conserva, pero no destruye; guarda todas esas órdenes antiguas, como las reliquias de un pasado venerable, como los anillos de la cadena tradicional. Es verdad; no irá ya el Trinitario a llevar a Túnez el rescate de los cautivos; pero rescatará otros prisioneros, los prisioneros por el pecado; trabajará en el ministerio de las almas. De la misma manera, el caballero de Malta no sacará ya su gloriosa espada contra el islamismo, pero desempeñará cerca del jefe de la cristiandad nobles funciones, en espera de que los peligros de la fe o los intereses de la humanidad le llamen a nuevos combates.

Levantamiento del Sitio de Malta, Charles Philippe Lariviere, c. 1850 – Óleo sobre lienzo, Sala de las Cruzadas, Versalles. En el centro, con la espada en la mano, Don García Álvarez de Toledo, 4º marqués de Villafranca.

El mismo espíritu de conservación se manifiesta en los monumentos de la antigüedad. Si Austria, Francia, Inglaterra, Rusia o cualquier otro pueblo, fuese dueño de Roma durante cincuenta años, seria muy de temerse que todo se trastornase y perdiese. El genio de cada pueblo, la actividad en unos, la incuria de otros, las colisiones políticas, el espíritu mercantil e industrial, comprometerían rápidamente la existencia de la mayor parte de las ruinas monumentales. Bajo la guarda de la Iglesia nada tienen que temer. El genio de la conservación más atento e inteligente vela por ellas; y Roma permanece un incomparable museo, en donde las costumbres y las cosas de todos los tiempos, cuidadosamente conservadas, se prestan al estudio y a la admiración del mundo entero.

De aquí nace involuntariamente una reflexión más alta, y es que, no debe dudarse de que este espíritu de conservación es evidentemente providencial, y la Iglesia que lo manifiesta parece decir a sus hijos: “Si yo pongo tanto cuidado en salvar del olvido y de la destrucción usos y monumentos de un interés secundario, ¿cuál pensáis que debe ser mi solicitud por conservar intacto el sagrado depósito de la fe? Confiad en vuestra Madre; ella no dejará perecer nada de vuestro divino patrimonio”.

En la Iglesia, la belleza de los misterios que nos atraen

El tiempo había huido, y ya eran más de las nueve; la basílica se había llenado con una multitud inmensa, cuando un cañonazo anunció la salida del Santo Padre. El augusto anciano, después de haber salido de sus habitaciones, bajó por la escalera interior del palacio a una capilla lateral de la iglesia. Bien pronto se miró dominando todas las cabezas un dosel brillante de oro y seda; luego se vieron dos anchos abanicos de gran belleza, glorioso recuerdo de la magnificencia imperial; y bajo aquel dosel, sentado en la silla gestatoria, brillante de oro y púrpura, al vicario de Jesucristo con la tiara en la cabeza, glorioso emblema de su triple dignidad de padre, de rey y de pontífice.1 Marchaba majestuosamente, llevado sobre las espaldas de los oficiales de su casa, vestidos con el gran traje rojo.

El Sacro Colegio abría la marcha, la guardia noble formaba la valla y seguía el cortejo que se detuvo a nuestra vista detrás de la Confesión de San Pedro. Después de haber depositado la tiara y hecho una corta adoración al pie del altar, subió el soberano pontífice a un trono colocado a la derecha; entonó la Tercia, tomó la mitra y se sentó. ¿Por qué la mitra sustituye a la tiara?

Con este misterioso cambio comenzó para mí una serie de enigmas, cuya solución atormentó mucho mi espíritu. Comprendí pronto, que si el Santo Padre era rey en la silla gestatoria, en el altar no era más que pontífice, y la sustitución de la mitra por la tiara se explicó por sí misma. Pero dos nuevos jeroglíficos me embarazaron de otro modo; uno que veía y otro que no veía. El Santo Padre, el obispo de los obispos, no llevaba báculo; tuve a bien buscar aquel atributo de la carga pastoral y no figuraba de ningún modo entre las insignias: ¿por qué es esto? Primer enigma.

Dos prelados domésticos precedían al Santo Padre, y llevaban el uno una soberbia espada con empuñadura de oro, stocco; el otro un sombrero ducal, cimiero, de terciopelo carmesí, con armiño, adornado de perlas y rodeado de un cordón de oro con una paloma en el centro, símbolo del Espíritu Santo; la espada y el sombrero fueron depositados en un rincón del altar, y allí quedaron durante la misa: ¿por qué todo esto? Segundo enigma.

Busqué cerca de mi algún Edipo capaz de explicarme este doble misterio, pero mis esfuerzos fueron vanos. Comenzó la misa, continuó, acabó, y aquel sombrero, aquella espada, aquel báculo, no me salían de la cabeza. Confieso mi distracción; para expiarla me condené a largas investigaciones sobre la causa que la había producido, y con el fin de evitar el mismo trabajo a los que vayan allá después de mí, voy a dar la solución del doble enigma.

En nombre de san Pedro, una resurrección

Pío VIII en San Pedro en la Sedia Gestatoria, Horace Vernet, 1829 – Óleo sobre lienzo, Palacio de Versalles

El pontificado de san Pedro en Roma duró veinticinco años. Aunque nuestras historias galicanas nada nos dicen de los trabajos del apóstol durante este largo período, se sabe muy bien que no se estuvo cruzado de brazos. Los antiguos monumentos, los archivos y las tradiciones de las iglesias de Italia, nos hablan a cada momento de los viajes del pescador de Galilea, de los misioneros que envió a todas las partes de la península y aun más allá de los Alpes; tales por ejemplo fueron san Fronto a Aquitania, y san Materno a Germania.2 Con este último partieron para Tréveris san Eucario y san Valerio, los tres discípulos del príncipe de los Apóstoles. Al cabo de cuarenta días, Materno murió. Uno de sus compañeros de apostolado, volvió inmediatamente a Roma a dar la noticia a san Pedro, y a rogarle que mandara un nuevo obrero en lugar del difunto. El apóstol se contentó con decirle: “Tomad mi bastón, tocad con él al muerto y decidle de mi parte: Levantaos y predicad”. A esta orden de aquel cuya sola sombra curaba a los enfermos, se obró el milagro, y Materno salió de su tumba lleno de vida, continuó su misión y llegó a ser el segundo obispo de Tréveris. En memoria eterna de este milagro, no llevan los sucesores de san Pedro el báculo pastoral, salvo en la diócesis de Tréveris, cuando allí se encuentran.

Este hecho, que no tiene nada de admirable, cuando se conoce el poder milagroso de los apóstoles y la necesidad de los prodigios, para acreditar la fe naciente, descansa, por otra parte, en ilustres autoridades. Solo citaré a dos de ellos, el Papa Inocencio III y santo Tomás de Aquino; el primero fue el hombre más grande de su siglo, y el segundo la inteligencia más sana y más fuerte de la Edad Media.3 Gustoso con mi descubrimiento, admiré de nuevo el espíritu de conservación que forma la gloria particular de la Iglesia de Roma, y bendije a mi madre por habernos conservado el recuerdo de los hechos milagrosos acaecidos alrededor de nuestra cuna, como una de sus costumbres.

Tradición de Navidad: el Papa bendice una espada y una armadura

¿Pero qué significaban la espada y el sombrero ducal? La explicación de este nuevo enigma acabó también por hacernos rendir un tributo de admiración y de reconocimiento. En los siglos más remotos y cuando el cristianismo se encarnó en las naciones europeas, el derecho de la fuerza debió arreglarse por el derecho moral. La espada, antes instrumento de pasiones personales, de opresión pública y de iniquidad en el mundo idólatra, se convirtió en las manos de los príncipes y de los guerreros cristianos en un arma destinada a proteger la verdad, la equidad, el orden social. Esta nueva misión del hierro, fue recordada sin cesar a aquellos que estaban encargados por Dios de cumplirla. Y he aquí que la misma noche en que el Niño Dios vino a romper todas las tiranías, su Vicario bendice una armadura, que envía al emperador, al rey, al príncipe, al guerrero que ha combatido valientemente o que debe combatir a los enemigos de la verdad, de la justicia y de la paz del mundo. En el siglo XVI, Sixto V llamaba ya a esta elocuente costumbre, una costumbre venida de los Santos Padres; y de hecho los siglos anteriores habían visto a Urbano VI dar la armadura sagrada a Fortiguerra, presidente de la república de Lucca; a Nicolás V darla al príncipe Alberto, hermano del emperador Federico; a Pío II darla a Luis VII, rey de Francia. Roma sigue bendiciendo cada año la espada y el sombrero del guerrero cristiano; y si hay oportunidad, el Padre común de las naciones la envía al príncipe, al capitán que se ha hecho digno de ella por sus hazañas y por su conducta.4

Esplendor de la Misa Pontifical en la noche de Navidad

Si en estas costumbres preliminares había yo podido leer una página de nuestra bella antigüedad, la misa pontifical me la reveló casi toda entera. Después de la confesión al pie del altar, fue a colocarse el Santo Padre en un trono preparado en el fondo del coro, inmediatamente abajo de la Cátedra de San Pedro. A derecha e izquierda estaban sentados en gradas cubiertas con paño rojo los miembros del Sacro Colegio; conté veinticuatro, y tenían casulla y mitras blancas, ricamente bordadas.

Detrás de los cardenales, se veían los obispos, los jefes superiores de las órdenes y los prelados; encima de estas sillas de coro corridas, reinaban dos hileras de tribunas: las tribunas superiores reservadas a los príncipes y a los embajadores, y las otras ocupadas por personas que tenían boleto de entrada. No puede decirse cuán imponente es este espectáculo verdaderamente católico.

En memoria de la antigua unión de la Iglesia oriental y de la Iglesia occidental, en testimonio perpetuo de la catolicidad de la fe, que ha hablado y debe hablar hasta el fin de los siglos todas las lenguas, dos eclesiásticos de Roma cantaron la epístola y el Evangelio en latín; y luego un diácono y un subdiácono de los armenios cantaron ambas cosas en griego, vestidos con su magnífico traje oriental.

Al acercarse el momento de la consagración, bajó el Santo Padre de su trono, y después de la consumación del tremendo misterio, el augusto anciano tomó la Santa Víctima en sus manos, y elevándola sobre su cabeza, la presentó a los cuatro puntos del cielo, y antes de volverla a colocar en el altar, dio silenciosamente la bendición al universo. Este silencio profundo, los cabellos blancos del vicario de Jesucristo, todas aquellas cabezas de príncipes y de reyes inclinadas hacia la tierra, y la vista de la augusta víctima, suspendida entre el cielo y la tierra, todo esto produce en el alma una impresión de felicidad sublime, que no puede expresarse.

Antes de la comunión, volvió el Santo Padre a su trono, y se vio al cardenal diácono dejar el altar y llevarle, acompañado de cirios, el Cuerpo adorable del Salvador. En este momento solemne, todo el mundo se prosternó; hasta un inglés que estaba a mi derecha. El Santo Padre, sentado, con las manos juntas y la cabeza respetuosamente inclinada, tomó la Santa Hostia y se dio él mismo la comunión; luego tomando otra Hostia, la dio al cardenal diácono, que recibió la comunión de pie y de mano del vicario de Jesucristo. Volvió el diácono al altar, de donde trajo con las mismas ceremonias la preciosa Sangre, que bebió el Santo Padre con un tubo de oro, según el uso de la primitiva iglesia, después de lo cual, el diácono absorbió el resto de la misma manera. Esta doble comunión resucita las primeras edades de la Iglesia y del mundo. En el pontífice, sentado en su trono, veis al Hijo de Dios sentado en medio de sus apóstoles y distribuyéndoles el pan de la vida; en ese diácono que recibe en pie al Cordero divino, veis al israelita, en el momento de pasar el Mar Rojo, comiendo en pie y en actitud de viaje, el Cordero Pascual, viático de su peregrinación y prenda de su libertad.

A este espectáculo, la inteligencia del cristiano, su corazón, su ser, todo entero se llenan de una alegría dulce, íntima, profunda; cuatro mil años de amor acababan de pasar ante sus ojos.

El genuino pesebre expuesto en la basílica de Santa María la Mayor

Acabada la misa, fue llevado el Santo Padre a sus departamentos en la silla gestatoria, desde cuya altura bendecía, al atravesar la inmensa basílica, al innumerable pueblo que había acudido a verle. Todos los cardenales, con mitra en la cabeza, precedían al soberano pontífice, y le seguían los obispos, los prelados y la guardia noble que cerraba la marcha. Sentimos dejar aquellas tribunas, desde donde habíamos contemplado el más bello espectáculo de nuestra vida; pero fue necesario bajar; como todas las alegrías de este mundo, la pompa augusta había desaparecido.

Cuando habíamos salido para San Pedro, se nos había dicho: “No os dejéis absorber demasiado; cuidaos; en las ceremonias papales se encuentran inevitablemente algunos hijos de Rómulo muy apasionados por los bolsillos de sus prójimos”.

Aunque preocupados con lo que habíamos visto y sentido, yo no sé como se nos ocurrió, al entrar entre la muchedumbre, tomar alguna medida de seguridad. Gracias a Dios, ninguno de nuestros vecinos se halló en dicho caso, y salimos sanos y salvos con armas y bagajes.

Nos libramos de los rateros pero caímos en manos de los vetturini (cocheros). La lluvia seguía cayendo a torrentes; en Roma, como en París, en un día de fiesta y de mal tiempo, los cocheros son reyes. Después de haber esperado largo tiempo, buscado y suplicado, encontramos por fin una de aquellas majestades populares que se comprometió a llevarnos a casa, mediante cinco paulos y medio. Por la tarde necesitamos implorar el auxilio de los potentados del sitio de carruajes, porque las cataratas del cielo estaban siempre abiertas y nosotros queríamos a cualquier precio visitar Santa María la Mayor, porque solo en este día se expone allí a la veneración de los fieles el pesebre del Salvador.

Eran cerca de las cuatro cuando llegamos a la basílica. Según antigua costumbre, el Soberano Pontífice cantaba allí las vísperas; más de mil antorchas iluminaban la iglesia y hacían brillar los dorados que la adornan; nunca brilló con tan viva luz el oro del Nuevo Mundo.

Acabado el oficio, la guardia pontifical manda despejar la iglesia, cuyas puertas se cierran, y solo queda adentro un pequeño número de elegidos. Gracias a uno de nuestros amigos, nosotros fuimos de este número. Algunos momentos más, y nos será dado ver con nuestros propios ojos el pesebre de Belén, conmovedor testimonio del amor de un Dios que se hizo nuestro hermano.

Desde un principio, los cristianos de la Judea rodearon de respeto y de un culto empeñoso los lugares y los objetos santificados por la presencia del Salvador. A medida que el Evangelio extendía sus conquistas, el reconocimiento y la fe llevaban a Palestina numerosas caravanas de peregrinos, que iban del Oriente y del Occidente. La emperatriz santa Elena fue también allá en persona, y mandó revestir el pesebre con láminas de plata, y la gruta sagrada con los más preciosos mármoles.5

En tiempo de san Jerónimo era la afluencia tan continua y tan numerosa, que el santo doctor escribía de Belén: “Se acude aquí del mundo entero; siempre está ocupada la ciudad con hombres de todas naciones 6; no se pasa un día ni una hora, sin que veamos llegar grupos de hermanos que nos obliguen a hacer de nuestro silencioso monasterio un alojamiento público”.7

Gran veneración al pesebre del Niño Jesús

El pesebre dejó el Oriente a raíz de la invasión musulmana, y fue guardado con más amor que el Arca de la Alianza, con más respeto que el Tugurium de Rómulo, y estuvo rodeado por generaciones no interrumpidas de cristianos fieles, cubierto por los besos de muchos millones de peregrinos, y regado con sus ardientes lágrimas. Esto fue durante el segundo año del pontificado del Papa Teodoro, el año 642. Roma lo depositó en la basílica Liberiana 8 con el cuerpo de san Jerónimo, traído igualmente de Palestina, y no quiso que el santo doctor, guardián vigilante del pesebre durante su vida, fuese separado de él después de su muerte.9

Ahora, si la vieja Roma hizo consistir una parte de su gloria en conservar la cabaña de Rómulo, juzgad, ¿cuánto más feliz y orgullosa no se mostrará la Roma cristiana, que posee la cuna del Niño Dios? 10

El pesebre es su tesoro, su joya; forma su felicidad, su gloria. Le guarda con un amor celoso, lo rodea de una veneración que los siglos no pueden debilitar; lo conserva en un cofre de bronce, y solo lo expone a la vista una vez cada año.

La noche que precede a este día tan deseado por el peregrino católico, se coloca el pesebre en un altar de la gran sacristía; el incienso más exquisito se quema en su honor, y luego cuatro de los canónigos más jóvenes de Santa María, toman la preciosa reliquia en sus espaldas, y precedidos de todo el clero, la trasportan solemnemente a la capilla de Sixto V. Después de la misa de aurora, vuelven a tomarla y la exponen en el tabernáculo del altar mayor. Todo el clero se dirige en seguida a la capilla Borghese, situada enfrente de la de Sixto V, para descubrir allí la imagen milagrosa de María; este es un modo de convidar a la Madre divina a contemplar el triunfo de su Hijo y a gozar Ella misma de su propio triunfo.

¡Oh! si alguna vez vais a Roma, no os olvidéis de venerar aquella imagen de María. Es la misma que fue pintada por san Lucas, según tradición 11; la misma que Sixto III quiso honrar según el deseo de su corazón, mandando hacer los preciosos mosaicos de la bóveda y renovando la basílica casi en todas sus partes; la misma al pie de la cual pasaban las noches en oración los santos Papas Símaco, Gregorio III, Adriano I, León III y Pascual I; la misma, delante de la cual iba Clemente VIII desde la aurora, y descalzo, a ofrecer el augusto sacrificio; la misma ante la cual nunca faltaba el ilustre Benedicto XIV a rendirle homenaje todos los sábados, que asistía a las letanías lauretanas.12

El recuerdo de tantas oraciones, de tantas lágrimas, de tantos testimonios brillantes de fe y de piedad, conduce a una indecible confianza, y nosotros hubiéramos permanecido prosternados al pie de aquella imagen tantas veces tan venerable, si el pesebre no hubiera dado otro curso a los sentimientos de nuestros corazones.

Divina cuna, eternamente venerable

Cuando todo estuvo listo, dos canónigos de Santa María la Mayor bajaron el pesebre del tabernáculo, y lo pusieron sobre un pequeño altar portátil. El cardenal protector fue el primero que se adelantó a rendir sus homenajes a la cuna divina; siguió el clero; llegó nuestro turno, y pude ver de cerca y con mis propios ojos, ¡el pobre pesebre en que acostó María al Salvador del mundo envuelto en pañales!

El pesebre no conserva ya su forma primitiva. Las cinco pequeñas planchas que formaban sus paredes, están todas reunidas. Las más largas pueden tener dos pies y medio de longitud y cuatro o cinco pulgadas de ancho; son delgadas y de una madera ennegrecida por el tiempo. Esta cuna, por siempre venerable, descansa en una caja de cristal montada en un cuadro de plata, adornado con oro y piedras preciosas, espléndido regalo de Felipe IV, rey de España.

Acabada la adoración, se relató el proceso verbal que demuestra la identidad del pesebre y los detalles de la ceremonia; después de lo cual, se encerró la santa reliquia en el tesoro, para no volver a salir hasta el año siguiente, en la misma época.

*   *   *

Habíamos completado y llenado aquel día. Todo lo que la religión tiene de más majestuoso, la misa papal; todo lo que tiene de más tierno, el pesebre; había estado a nuestra vista; y nuestro corazón estaba contento, pero contento como no puede estarlo más que en Roma el día de Navidad, cuando se ha visto con los ojos del cristiano el doble espectáculo de que acabo de hablar.

 

Notas.-

1. Al ponérsela el cardenal al pontífice, le dice: “Recibe la tiara adornada con tres coronas y sabe que eres el Padre, el Rey y el Vicario de Cristo.”, etc. Los italianos llaman a la tiara Triregno: esta es una hermosa palabra.
2. Fogginio, De romano divi Petri itinere et episcopatu, in 4º, Exercit. XIII, XIV, XIX.
3. He aquí sus palabras. Inocencio III dice: “Pero el Romano Pontífice no utiliza el báculo pastoral, porque el bienaventurado apóstol Pedro envió su bastón a Eucario, el primer obispo de Tréveris, a quien nombró junto con Valerio y Materno para predicar el Evangelio al pueblo teutónico. Le sucedió en el episcopado Materno, quien había sido resucitado de entre los muertos por el bastón de San Pedro. ¿Qué báculo se conserva hasta el día de hoy con gran veneración en la Iglesia de Tréveris?”, De Sacrif. Miss., c. VI. El mismo pontífice, escribiendo al patriarca de Constantinopla, repite el mismo hecho: De sacra unct., cap. unic., versus fin. — El Doctor Angélico se expresa así: “El Romano Pontífice, sin embargo, no usa báculo, porque Pedro lo envió para resucitar a cierto discípulo suyo, que luego se convirtió en obispo de Tréveris, y por eso el Papa lleva báculo en la diócesis de Tréveris, y no en otras” (q. 3 , art. 3, distinct. 24, lib. IV). — A esta razón histórica, añaden los autores muchas razones misteriosas, para explicar la falta del báculo en manos de los soberanos pontífices; he aquí la principal: “Porque el bastón significa corrección o castigo; por eso otros pontífices reciben báculos de sus superiores, porque reciben el poder de un hombre. El Romano Pontífice no utiliza báculo, porque recibe el poder solo de Dios”, De Sacr. Unct. ad verb. Mystic. Véase también a: Durandus, Rationale div. Offic., lib. III, c. 15; Alzedo, de Præcellent. episcop. dignit., p. I, c. 13, n. 70; Hieron. Venerius, de Exam. episcop., lib. IV, cap. 20, n. 21; Barbosa, De Offic. et Potest. episcop., p. I, tit. I, n. 14 etc., etc. — En la disertación al respecto que ha puesto al final de sus Monim, veter I, III, p. 209, el sabio Ciampini hace observar muy bien que la Férula, especie de bastón derecho, que se presentaba a los Papas el día de su elección, y que se encuentra grabada en las tumbas antiguas, no es un báculo, sino un emblema del poder temporal. — Puesto que tratamos del báculo episcopal, no puedo resistir al gusto de citar los versos siguientes, de un autor de la Edad Media, acerca de la significación de este cayado espiritual y del uso que el pontífice debe hacer de él:

En forma de báculo, obispo, te es dada esta norma:

Atrae por arriba, gobierna por el medio, hinca por abajo.

Atrae a los pecadores, guía a los justos, hinca a los errantes:

Atrae, sustenta, estimula; a los errantes, a los enfermos, a los perezosos.

(Gloss, De Sacr. Unct., c. unic).
4. Costanzi, Instituzioni di Pietà di Roma, t. 1, p. 8.
5. Euseb., Hist., lib. III, c. 41 y 43.
6. De todo el orbe se viene aquí; la Ciudad está llena de toda clase de gentes, y hay tal aglomeración de ambos sexos, que lo que en otra parte evitabas en parte, aquí te ves obligado a soportarlo por completo (Epist. XIII ad Paulinum).
7. No hay hora ni momento en el que no nos encontremos con multitudes de hermanos, y cambiemos la soledad del monasterio por la afluencia de gente (Id. , c. VII in Ezech.).
8. Véanse los dos sabios autores de la Historia del Pesebre, Giov. Batelli y Fr. Bianchini, de Translat. sacr. Cunabul ac præsep. Dom., etc. Véase también a Cancell., Notte di Natale, c. XXVI. p. 88; a Benedicto XIV, de Die natali, etc.
9. Arringhi, Rom. subterr., t. II, p. 269, ed. París, in-fol.
10. Además, Roma posee el noble monumento del nacimiento de Cristo, hecho de madera… y con él se ilustra mucho más felizmente que con la cabaña de Rómulo, que sus mayores conservaron a propósito a lo largo de los siglos, hecha de paja tejida (Baron, t. I, an. I, n. 5).
11. Baron, an. 530. Cancellieri, Notte di Natale, c. XXVI, p. 80.
12. Costanzi, lib. II, p. 27.

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