Cinco siglos de esplendor en una obra que fue iniciada en 1519 Gabriel J. Wilson
Chambord es el más imponente castillo del Valle del río Loira. Su amplia silueta se refleja a la distancia en las aguas de un pequeño río canalizado que corre al norte y al este de sus jardines, separándolo del frondoso bosque que lo circunda. Situado en el centro de Francia, ligeramente hacia el sudoeste entre Orleáns y Tours, tiene un acceso lateral por la única calle de un pequeño poblado que conduce al edificio principal. En lo alto de una elevación, hay una encantadora capilla perteneciente al castillo, que sirve también a la población local. A Francisco I, un rey renacentista, le gustaba cazar desde su juventud en aquel bosque, donde había un pequeño castillo que pertenecía a los condes de Blois. En 1518 el joven rey mandó demolerlo para erguir en su lugar un proyecto confiado a Leonardo da Vinci, a quien el rey había hospedado en Clos-Lucé. Le cupo a Boccador (Domenico da Cortona) ejecutar la maqueta, y al superintendente François de Pontbriant la dirección de la obra. Iniciada su construcción en 1519, hace exactamente 500 años, ocupó a más de mil ochocientos obreros, llegando a su término en 1537, con apenas una interrupción en 1524-25. En 1539 el rey podía sentirse “en casa” y recibir al emperador Carlos V, pero los acabados interiores y la ejecución de algunos detalles se prolongarían por más de una década. En 1545 el rey fallecía, sin ver completamente acabada su obra monumental.
Su hijo Enrique II la continuó. En 1552 recibía en Chambord a tres príncipes germánicos para la firma de un tratado que le confería el protectorado de tres obispados: Metz, Toul y Verdún, más tarde definitivamente anexados a Francia en la llamada “paz de Westfalia”, concluida en 1648. Sin embargo, Enrique II tampoco pudo ver enteramente concluido su castillo al fallecer en 1559. Fácilmente se comprende tal demora en una obra maestra que posee nada menos que 440 dependencias, 365 chimeneas, 13 escaleras principales y 70 secundarias. Rodeado de bosques por todos lados, el parque de Chambord era un maravilloso coto de caza para la nobleza de la época. Además de numerosas jaurías de perros de caza cuidadosamente atendidos, disponía de 300 halcones. En aquel tiempo los reyes estaban familiarizados con la cacería desde la infancia: Luis XII saltaba a caballo un foso de cinco metros de largo; Carlos IX conseguía acorralar a un ciervo sin la ayuda de perros y cabalgaba diez horas seguidas, al punto de agotar a cinco caballos.
No son estos, sin embargo, los aspectos más altos que aún hoy provocan la admiración por un castillo como Chambord.
Uno admira el orden jerárquico natural que existía entre los hombres en aquellos tiempos, en que el gobierno de los pueblos correspondía a los más capaces por su hereditariedad, educación, valor, amor a la perfección. A ellos se les podía entregar la dirección de un país. Los verdaderos nobles eran educados para gobernar y defender a su patria con la propia sangre. Miles de personas visitan anualmente Chambord. ¿Por qué? —Porque los tiempos que él evoca son, bajo muchos aspectos, lo opuesto del presente, y los nobles que los habitaron estaban muy por encima de cualquier comparación con gobernantes actuales. La razón de ello es que el mundo actual fue rebajado por el igualitarismo. La Revolución enaltece el igualitarismo con todo su aparato propagandístico, pero este degrada al hombre, nivela y rebaja sus potencialidades de perfeccionamiento. Corrupción, intereses mezquinos, robos, malversaciones, actitudes indignas que afligen a una nación, un país, una región: no es eso lo que se busca en Chambord. Al contrario de esa deplorable tendencia actual, los valores que dan verdadera personalidad al hombre son inspirados y regidos por el amor de Dios, que lo incentiva a perfeccionarse en las condiciones en que fue creado. La búsqueda de la perfección eleva naturalmente al individuo a una posición más alta, dentro de las vías en las cuales Dios llama a cada alma en esta vida, para después amarlo con toda perfección en la otra.
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