Hagamos una pausa en las correrías de nuestros atolondrados días. Olvidémonos por algunos minutos del trabajo, de las preocupaciones que nos asaltan, y realicemos una visita a una catedral medieval.
La bellísima página que seguidamente trascribimos —de Émile Mâle, historiador francés de gran envergadura, especializado en historia del arte— se presenta como un bálsamo para las heridas que en nuestras almas abrió esta época en la cual vivimos. Él nos habla de la catedral medieval, especialmente la del siglo XIII, apogeo del estilo ojival en Francia. Tenemos la impresión de estar leyendo un poema que hace volar nuestro espíritu lejos de las maldiciones de este siglo: los horrores de la lucha de clases, el desvarío al que se llegó a propósito de los llamados derechos humanos, las envidias, los escándalos que se suceden unos a otros, las perversiones morales, el terrorismo, la constante inseguridad y todo lo demás. En fin, damos la palabra al célebre autor.* Dispensamos las comillas, pues únicamente los subtítulos son nuestros. * * * En la catedral entera se siente la certeza y la fe; en ningún lugar de ella la duda. Esta impresión de serenidad, aún hoy la catedral nos la transmite, por poco que queramos prestar atención.
Olvidemos por un momento nuestras inquietudes, nuestros sistemas. Vamos a ella. De lejos, con sus naves, sus flechas y sus torres, ella nos parece un navío vigoroso, partiendo para un largo viaje. Toda la ciudad se puede embarcar sin temor en sus robustos flancos. Jesucristo es el centro de la Historia Aproximémonos. En el pórtico, encontramos enseguida a Jesucristo, como lo encuentra todo hombre que viene a este mundo. Él es la clave del enigma de la vida. En torno a Él está escrita una respuesta a todas nuestras cuestiones. Así nos enteramos cómo el mundo comenzó y cómo terminará; las estatuas, de las cuales cada una es símbolo de una edad del mundo, nos dan la medida de su duración. Todos los hombres cuya historia nos importa conocer, los tenemos ante nuestros ojos —son aquellos que en la Antigua o en la Nueva Ley fueron símbolos de Jesucristo— pues los hombres sólo existen en la medida en que participan de la naturaleza del Salvador. Los otros —reyes, conquistadores, filósofos— son apenas sombras vanas. Así el mundo y la historia del mundo se nos vuelven claros. Pero nuestra propia historia está escrita al lado de la historia de este vasto universo. Ahí aprendemos que nuestra vida debe ser un combate: lucha contra la naturaleza en cada estación del año, lucha contra nosotros mismos a todo instante, eterna tensión psicológica. A aquellos que bien combatieron, los ángeles, de lo alto del cielo, les extienden coronas. ¿Hay lugar aquí para una duda, o para una mera inquietud de espíritu? La atmósfera de la catedral purifica
Penetremos en la catedral. La sublimidad de las grandes líneas verticales actúa ya desde el inicio sobre el alma. Es imposible entrar en la gran nave de Amiens sin sentirse purificado. Únicamente por su belleza, ella actúa como un sacramento. Allí también encontramos un espejo del mundo. Así como la planicie, como el bosque, ella tiene su atmósfera, su perfume, su luz, su claroscuro, sus sombras. [...] Pero es un mundo transfigurado, en el cual la luz es más brillante que la de la realidad, y en el cual las sombras son más misteriosas. Nos sentimos en el seno de la Jerusalén celestial, de la ciudad futura. Saboreamos la paz profunda; el ruido de la vida se quiebra en los muros del santuario y se vuelve un rumor lejano: he ahí el arca indestructible, contra la cual las tempestades no prevalecerán. Ningún lugar en el mundo puede comunicar a los hombres un sentimiento de seguridad más profundo. Esto que nosotros sentimos aún hoy, ¡cuán más vivamente lo sintieron los hombres de la Edad Media! La catedral fue para ellos la revelación total. Palabra, música, drama vivo de los Misterios, drama inmóvil de las imágenes, todas las artes allí se armonizaban. Era algo más allá del arte, era la pura luz, antes que ella se hubiese diversificado en haces múltiples por el prisma. El hombre confinado en una clase social, en una profesión, disperso, abatido por el trabajo de todos los días y por la vida, en ella retomaba el sentimiento de la unidad de su naturaleza; ahí él encontraba el equilibrio y la armonía. La multitud, reunida para las grandes festividades, sentía que ella era la propia unidad viva; ella se hacía el cuerpo místico de Cristo, cuya alma se confundía con su alma. Los fieles eran la humanidad, la catedral era el mundo, el espíritu de Dios se posaba al mismo tiempo sobre el hombre y la creación. La palabra de San Pablo se hacía realidad: se vivía y se actuaba en Dios. He ahí lo que sentía confusamente el hombre de la Edad Media, en el bello día de Navidad o de Pascua, cuando los hombros se tocaban, cuando la ciudad entera colmaba la inmensa iglesia.
Armonía entre las clases sociales Símbolo de fe, la catedral fue también un símbolo de amor. Todos trabajaron por ella. El pueblo ofreció lo que tenía: sus brazos robustos. Jalaba las carretas, cargaba las piedras a las espaldas, poseía la buena voluntad del gigante San Cristóbal. El burgués dio su dinero, el barón su tierra, el artista su genio. Durante más de dos siglos, todas las fuerzas vivas de Francia colaboraron: de ahí viene la vida pujante que se irradia de aquellas obras. Hasta los muertos se asociaban a los vivos: la catedral era pavimentada con piedras sepulcrales; las generaciones antiguas, con las manos juntas sobre sus lápidas mortuorias, continuaban rezando en la vieja iglesia. En ella, el pasado y el presente se unían en un mismo sentimiento de amor. Ella era la conciencia de la ciudad. [...] En el siglo XIII, ricos y pobres tienen las mismas alegrías artísticas. No está de un lado el pueblo y de otro una clase de pretendidos eruditos. La iglesia es la casa de todos, el arte traduce el pensamiento de todos. [...] El arte del siglo XIII expresa plenamente una civilización, una edad de la Historia. La catedral puede sustituir a todos los libros.
Y no es solamente el genio de la Cristiandad, es el genio de Francia que aquí se revela. Sin duda, las ideas que tomaron cuerpo en las catedrales no nos pertenecen con exclusividad: ellas son el patrimonio común de la Europa católica. Pero aquí Francia se reconoce en su pasión por lo universal. [...] ¿Cuándo comprenderemos que, en el dominio del arte, Francia jamás hizo algo mayor? * Émile Mâle, L´Art religieux du XIIIe siècle en France, Le Libre de Poche, París, 1969, pp. 448 ss. (primera edición: 1898). Obra premiada por la Académie Française y por la Académie des Inscriptions et Belles-Lettres.
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