El progreso material, fruto del enorme desarrollo científico de los años que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial, daba la impresión de haber alcanzado, en la década de 1960, un apogeo que presagiaba otros aún más plenos en confort, seguridad, riqueza y placeres. Las penurias de épocas pasadas y la inestabilidad derivada de la precariedad de la salud, la economía y la posibilidad siempre presente de la guerra parecían en vías de superarse por completo. Paulo Henrique Chaves La estabilidad de los golden sixties (los dorados años 60) parecía ser una conquista definitiva del hombre moderno. Utilitarista, cómodamente instalado en la vida, gozando de buena salud, bien vestido, aborreciendo las preocupaciones de todo tipo, el hombre occidental se distanciaba progresivamente de los valores espirituales, no se ocupaba seriamente de la política y menos aún de las ideas. Con este estado de espíritu, que engendra ceguera de alma, no podía percibir un nuevo trastorno que, en medio de la sociedad que idolatraba, se agudizaba, presagiando nuevas convulsiones. Pero las convulsiones eran fantasmas que él no quería ver. Los golden sixties se basaban en una concepción atea de la vida, que pretendía estructurar la sociedad sin tener en cuenta los valores espirituales ni los derechos de Dios. Aquellos años y el orden ficticio que los regía eran fruto de convulsiones anteriores que habían negado los más sagrados derechos de Dios y de la Iglesia, y que fueron luego conduciendo a la sociedad hacia un estado de cosas que rechazaba los valores básicos de la civilización cristiana. La Revolución Protestante y el Humanismo renacentista eran causas históricas tan lejanas que los hombres ya no las recordaban; la Revolución Francesa, más cercana y más presente, el hombre occidental la veía incorporada a la sociedad y a la mentalidad de los pueblos de Occidente, y todo se encaminaba finalmente hacia una avenencia con la creciente infiltración del comunismo y del igualitarismo radical en todos los campos de sus actividades. ¿Cómo pensar, pues, que la Revolución anticristiana no haría estallar más convulsiones, cuando el propio hombre occidental llevaba en sí, indiferente o placenteramente, los gérmenes activos de un pasado de revueltas? ¡Tales son las contradicciones de una burguesía sin principios! En la década de 1960, la institución de la familia, la escuela, los centros de trabajo y de ocio se vieron progresivamente penetrados por el igualitarismo en marcha y por la vulgaridad instaurada en los países donde triunfó la Revolución Comunista. Los ambientes se volvieron cada vez menos ceremoniosos hasta la casi desaparición de la relación respetuosa que existía entre padres e hijos, profesores y alumnos, patrones y empleados.
Al no encontrar ya, ni en las familias ni en las escuelas, el ambiente serio de antes —resultante, en última instancia, de una visión de carácter sacral e incluso religiosa de las relaciones existentes en la sociedad temporal—, la juventud de aquellos años, impulsada por el soplo revolucionario, encontró en las agitaciones de la Sorbona la expresión de su anhelo de romper con una sociedad vacía y exclusivamente volcada hacia el bienestar material, que cuestionaban. Gilles Lipovetsky, profesor de filosofía en Grenoble, en mayo de 1968, atestigua en este sentido: “El movimiento de mayo no tenía ningún programa efectivo para la sociedad, su originalidad consistía en impugnarlo todo y no proponer nada, en llamar a la insurrección sin visión de futuro, en rebelarse contra toda organización en favor de la espontaneidad y de la expresión directa de las masas. Un espíritu utópico que se ejerció contra la dominación capitalista y burocrática, pero en nombre de los sueños, de la vida, del placer”.1 Tachándolo de rutinario y pragmático, excesivamente industrial y consumista, la juventud de la Sorbona quiso echar por tierra al mundo idolatrado por sus mayores. En esta contestación tomó el camino del desvarío como pauta de sus acciones y la sinrazón fue la expresión del impulso que deseaba exaltar. Edgar Morin, respetado sociólogo francés que ha estudiado los acontecimientos de mayo del 68 desde que se produjeron, afirma lo siguiente: “Es el fin del mito eufórico de una sociedad industrial y racional que resuelve los problemas remediables de la humanidad […] Hay una sensación difusa de que algo está minado”.2
Sueño, frenesí, caos La locura se apoderó de París. Un sueño nihilista se plasmó en frenesí y caos. La agitación comenzó esparciendo un hedor de desenfreno moral. Un cáncer estalló en la universidad de Nanterre —la Sorbona VIII— el 15 de marzo de 1968, cuando los estudiantes varones invadieron la residencia reservada a las jóvenes, protestando contra la separación de sexos. Creció, se desdobló en espasmos hasta los días de mayo, al término de los cuales, los considerables daños materiales —302 vehículos siniestrados, 10.000 metros cuadrados de pavimento destrozado, 63 semáforos estropeados, 500 señales de tráfico inutilizables, 6 comisarías saqueadas, 130 árboles derribados, 1.912 policías heridos, uno apuñalado y muerto, 2,5 millones de francos de la época en daños y perjuicios— poco representan frente a las secuelas morales y psicológicas. Un nuevo modo de ser, lanzado a partir de Francia al mundo entero, inaugura una nueva era.
El escenario de la Revolución de la Sorbona, que este mes celebra su quincuagésimo quinto aniversario, fue principalmente el famoso Quartier Latin (Barrio Latino), donde no “pasaba día ni noche sin que se produjeran violentos disturbios, retransmitidos directamente por las emisoras de radio, que mantenían en vilo a los vecinos y a millones de oyentes. Las llamas de los vehículos incendiados iluminaban la línea sombría y rígida de policías nerviosos, y la otra, fluctuante y siempre reiniciada, de los manifestantes. Pero más allá del ruido, del furor y de las explosiones de bombas lacrimógenas, […] surge un nuevo eslogan: ¡dialoguemos! Se dialoga, noche y día, a más no poder, sobre filosofías, en la calle, en las barricadas, en las oficinas, en las fábricas [nueve millones de trabajadores y empleados entran en huelga en apoyo de los estudiantes], entre policías y estudiantes entre estos y profesores. Todo es motivo: Marx, el sentido de la historia, Dios Padre, el patrón oro y un desconocido que todos mencionan, sin saber muy bien de quién se trata, Marcuse. Un filósofo alemán de los más oscuros, transformado en yanqui. Profetas payasos anuncian nuevos tiempos y el fin del ‘métro-boulot-dodo’ [metro-trabajo-cama]”.3 Mayo del 68 no fue una revuelta estudiantil más en oposición a las directrices universitarias. Sería más propio clasificarla como un punto de convergencia de tendencias disgregadoras presentes en formas de comportamiento anteriores, como las de los beatniks, la generación del rock and roll y los Beatles, en el campo de la música; así como los movimientos guerrilleros, en el campo político. Dichas tendencias recibieron un vigoroso impulso, trascendiendo de los “guetos” contestatarios para alcanzar a la sociedad en su conjunto. Esta primera irrupción tuvo lugar con las agitaciones de mayo, en las que mucho más que eslóganes —“Ni Dios ni señor”, “Si Dios existiese, sería preciso matarlo”, “Prohibido prohibir”, “Seamos realistas, pidamos lo imposible”, “La imaginación al poder”— la verdadera orgía que se apoderó de la Sorbona, fue el modelo de un nuevo modo de ser: “Liberar los sentidos de la coerción […] liberar la imaginación de las cadenas de la razón funcional”.4 Liberada la imaginación, la “loca de la casa”, se entregan a un nuevo estilo de agitación, protagonizado por el último reducto de los rebeldes de mayo en rendirse: los “katangueses”. Unidos en torno a Lucien Coudrier, un agitador venido de África —de ahí su nombre—, constituyeron el brazo armado del movimiento.5 Reacciones de la sociedad: susto y acomodación
Ante el caos generalizado, la burguesía asustada se articuló y llevó a cabo la marcha de un millón de personas por la avenida de los Campos Elíseos. Pero el susto no guardaba proporción con el delirio de las manifestaciones estudiantiles y obreras de aquellos caóticos días. Le movía el temor de que la Revolución de la Sorbona provocara la pérdida de su imprevisor modo de ser y de su acomodaticio estilo de existencia, llevando a la sociedad hacia la anarquía. Una vez celebrada la marcha y cesados los disturbios callejeros, el orden aparentemente se había restablecido en Francia. Los estudiantes se calmaron, las peleas con las fuerzas del orden desaparecieron, el comercio reabrió sus puertas y sobre todo, como símbolo de la normalidad urbana, las estaciones de gasolina volvieron a funcionar… Los burgueses, recuperados del susto, volvieron a subirse a sus automóviles y, con sus familias, se dirigieron a las casas de campo y reanudaron sus picnics. Cuatro semanas más tarde, el 60% de los franceses respaldaron a De Gaulle. En apariencia, la Francia sensata había rechazado la pesadilla. Pero en el fondo la sinrazón se mantuvo. Los manifestantes que representaban al establishment estaban vacíos de principios y apenas protestaban contra unos hábitos que cambiaban demasiado deprisa. Cuando un grupo humano, una clase social o todo un pueblo están vacíos de principios, no consiguen oponer ninguna barrera eficaz contra la Revolución. En consecuencia, el establishment vencedor no tuvo intelectuales, ni artistas, ni poetas, ni trovadores, ni símbolos, ni políticos, y menos aún un líder religioso que interpretara el desvarío agresivo y sus causas, y propusiera una verdadera “lever d’idées” que derrotara a la sinrazón. Ni siquiera supo arriar con donaire la bandera negra de la anarquía enarbolada por los sorbonianos en la aguja gótica de la catedral de Notre Dame de París. Menos aún supo sustituirla por el estandarte de la fe, el único que merece ondear en un lugar tan sublime. ¿A qué se debió esto? Se debe a que, de hecho, la sociedad estaba preparada para un doble movimiento: una protesta vacía y una aceptación muda. No tenían nada que transmitir a sus descendientes salvo la inercia, la mediocridad, el espíritu de fruición. En consecuencia, los hijos de los que participaron en aquella marcha tuvieron su espíritu trabajado por los vientos de la Revolución de la Sorbona. Y los que marcharon contra ella, han visto sin disgusto a sus nietos convertirse en “sorbonianos” completos. Aceptación muda Lo más característico de la Revolución de la Sorbona fue la explosión de la sinrazón como un hecho consumado. En algunas de sus “máximas” escritas en los muros de la universidad, esta explosión queda totalmente clara: “Si Dios existiese, sería preciso matarlo”, “Prohibido prohibir”. En aquellos días de locura, parecía que la humanidad caminaría necesariamente, a partir de entonces, bajo el ostensible dominio de la sinrazón. Sin embargo, introdujo violentamente en escena un tipo humano cuya aparición, según la marcha gradual de la Revolución en los años de la posguerra, aún tardaría décadas en producirse. Si políticamente la revolución de mayo de 1968 fracasó, pues ni alcanzó el poder ni abolió el Estado, se enarboló una bandera y se dio un grito que impresionó al mundo y acarreó efectos desastrosos. Obteniendo una amplia aceptación en los ámbitos psicológico, moral, social y cultural. Además, la nota francesa —siempre apacible y potencialmente expansiva— que la caracterizaba, la hizo atractiva a los ojos del mundo entero. Fue el lanzamiento de un nuevo tipo humano: sin principios, desgreñado y ecologista, volcado ya hacia el tribalismo. ¿Tribalismo? Sí. Al analizar en su conocido estudio Revolución y Contra-Revolución, la etapa más reciente de la Revolución, el distinguido pensador católico, Plinio Corrêa de Oliveira, describe la eventual marcha del proceso revolucionario hacia una etapa tribal, que, en nuestra opinión, sería un desdoblamiento de la explosión sorboniana: “La creciente ojeriza a todo cuanto es raciocinado, estructurado y metodizado solo puede conducir, en sus últimos paroxismos, al perpetuo y fantasioso vagabundeo de la vida de las selvas, alternado, también él, con el desempeño instintivo y casi mecánico de algunas actividades absolutamente indispensables para la vida. […] “Así, el desmoronamiento de las tradiciones indumentarias de Occidente, corroídas cada vez más por el nudismo, tiende obviamente hacia la aparición o consolidación de hábitos en los cuales se tolerará, como mucho, el cinturón de plumas de aves de ciertas tribus, alternado, donde el frío lo exija, con ropajes más o menos a la manera de los usados por los lapones. “La rápida desaparición de las fórmulas de cortesía solo puede tener como punto final la simplicidad absoluta (para solo emplear ese calificativo) del trato tribal”.6
* * * Protagonistas de la Revolución de la Sorbona afirman hoy que el movimiento se desvaneció, diluyéndose en la sociedad burguesa. El propio Daniel Cohn-Bendit En un artículo para la “Folha de S. Paulo” del 24 de octubre de 1981, Plinio Corrêa de Oliveira, comentando los efectos de la Revolución de la Sorbona, afirma: “El clásico hongo de las explosiones atómicas, al mismo tiempo que se deshace, esparce su radiación por toda la atmósfera”. Deterioración final En efecto, la Revolución de la Sorbona marcó profundamente el comportamiento social de los años posteriores. Y en este sentido tuvo y sigue teniendo porvenir. La contestación se puso de moda, la autoridad en todos los sectores de la sociedad se debilitó, las costumbres abandonaron rápidamente los estilos que de algún modo aún las mantenían dentro de la Ley de Dios y de la conveniencia del trato social, las concepciones artísticas se desbocaron, todo lo cual condujo a “una forma de espíritu que se caracteriza por la espontaneidad de las reacciones primarias, sin el control de la inteligencia ni la participación efectiva de la voluntad; por el predominio de la fantasía y de las impresiones sobre el análisis metódico de la realidad”.8 En su citado libro La revolución y nosotros, que la quisimos tanto, Daniel Cohn-Bendit, afirma: “A lo largo de estos años la juventud se convierte en el motor de una revolución de las costumbres, de las mentalidades y de las relaciones entre los individuos”.
Fue bajo el impulso de esta fuerza motriz que en los años siguientes surgieron en gran número y por todas partes comités de acción estudiantil y universitaria, agrupaciones de soldados y de apoyo a las luchas obreras, campesinas y antiimperialistas, movimientos de liberación de la mujer y de los homosexuales, colectivos ecologistas y nacionalistas exacerbados.9 La sutil “radiactividad” que se propagó a partir de la explosión de la Sorbona en mayo de 1968 fue la causa del acelerado deterioro religioso, cultural y moral que hoy alcanza grados paroxísticos. A tal grado que, en estos últimos años, la casi totalidad de los valores que definían la civilización cristiana han sido arrastrados al borde de la extinción, y las posibilidades humanas de un retorno al antiguo esplendor espiritual y el consiguiente cese de los horrores actuales son ínfimos, casi hasta el punto de considerarse inconcebibles. En este contexto, los ojos de los que verdaderamente aman aquellos esplendores se vuelven, suplicantes, hacia Aquella que los confortó en Fátima, prometiendo: “¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!”.
Notas.- 1. Gilles Lipovetsky, Changer la vie ou l’irruption de l’individualisme transpolitique, “Pouvoirs”, nº 39, noviembre de 1986, p. 95.
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París, Mayo de 1968 La Revolución de la Sorbona |
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