Reina de Italia y emperatriz del Sacro Imperio Si no es fácil practicar la virtud en el auge de la gloria temporal, tampoco lo es en medio de las mayores tribulaciones. Santa Adelaida supo mantener, en ambas circunstancias, una firmeza en la virtud que la convirtió no solo en una gran santa, sino también en una gran emperatriz. Plinio María Solimeo Hija del rey Rodolfo II de Borgoña y de Berta de Suabia, Adelaida nació el año 931. En medio del esplendor regio, tuvo padres piadosos y educadores sabios que le inspiraron el amor a la virtud, la disciplina y la mortificación. Extremadamente bella —“una maravilla de gracia y de bondad”, diría más tarde refiriéndose a ella el gran abad de Cluny, san Odilón 1—, “comprendió que el más bello adorno de la juventud es la inocencia; que la belleza no es más que un resplandor fugaz; las riquezas, una trampa para atraer al mal; las pasiones, un fuego devorador; los placeres, un abismo que todo lo absorbe”.2 A los dieciséis años de edad se casó con Lotario, hijo del rey de Italia. Se preparó para recibir el sacramento del matrimonio con oraciones, limosnas y buenas obras. Llevó su piedad y virtud como el mayor ornamento a su nuevo hogar. Adelaida sabía que el éxito de un matrimonio depende generalmente de la esposa, que puede influir notablemente sobre su marido. Por eso, trató de adaptarse al carácter de Lotario, superando sus veleidades y su mal genio para vivir con él en perfecta armonía. Una hija, a la que llamaron Emma, vino a ser la dicha de aquel hogar. Santidad en la tragedia y en la victoria Cuando todo parecía sonreír, la mano de la desgracia golpeó por primera vez a su puerta: su marido perdió el trono y la vida. El usurpador, Berengario II de Ivrea, quiso obligar a Adelaida a casarse con su hijo, para legitimar la usurpación. Ella se negó, por lo que fue encarcelada en el castillo de Garda, a orillas del lago del mismo nombre. Así, de un momento a otro, con apenas diecinueve años, la reina perdió marido, estados e incluso a su hija, que fue arrebatada por Berengario para obligarla a ceder. “El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor” (Job 1, 21), repetía Adelaida en medio de su dolor, besando la mano divina que la alcanzaba, como en otro tiempo hiciera el patriarca Job. Y procuraba no perder la serenidad ni la fe en la Divina Providencia.
Meses más tarde, con la ayuda del capellán, consigue escapar por medio de una cuerda, a través de una ventana, y se refugia en el castillo fortaleza de Canossa. Berengario va en su búsqueda. Adelaida llama en su auxilio a Otón, rey de Alemania. Este derrota al enemigo y, como también era viudo, se casa con la reina destronada. Esto le otorgaba nuevos derechos a la corona de Italia. Unos años después, al acudir en auxilio del Romano Pontífice, este le concede la corona del Sacro Imperio Romano Germánico. Otón I será el único emperador a partir de la Edad Media que merezca para la historia el título de Grande. De nuevo en la cumbre del poder, Adelaida perdona a sus perseguidores e incluso obtiene para Berengario el reino de Italia, a condición de que lo administre como feudo de la corona alemana. En la Corte, Adelaida tiene la alegría de encontrarse con la reina madre, santa Matilde, también modelo de virtud y santidad, que tanto la ayudará con su experiencia en el trono y en la piedad. Liberalidad hacia la religión y los necesitados A medida que su fortuna crecía, Adelaida asimismo aumentaba su liberalidad hacia los necesitados. Socorría sobre todo a las viudas, los huérfanos y los ancianos. El dinero que su marido le daba para joyas y ajuares, lo empleaba en pagar las deudas de quienes habían caído en desgracia, en proporcionar ropa a los desamparados y en darles un lugar decente donde vivir. En cuanto a sí misma, vestía según la modestia cristiana, porque temía que la frivolidad en el vestir pudiera convertirse en causa de pecado o escándalo para los demás.
Retiró de sus aposentos todos los objetos superfluos, y colocó en ellos objetos religiosos que fomentasen la virtud. Esta manera de ser, que causaba admiración entre los buenos, fue objeto de calumnias por parte de los malvados; decían que quería convertir el palacio en un monasterio, y que sería mejor que se hiciera monja. Pero Adelaida no se importaba por el juicio de los hombres. Elevado modelo de reina y de madre
Después de dar a luz a dos hijos, que murieron a una edad temprana, le nació el tercero, que recibió el nombre de Otón, como su padre, y que sería el futuro Otón II. Adelaida lo llevó a la capilla y lo ofreció a Dios, manifestando que en caso de que el niño viniera a ser más adelante víctima del pecado y de la seducción del mundo, ella consentía voluntariamente en su muerte. Ella misma fue su educadora, asistida por su cuñado, san Bruno, arzobispo de Colonia, y por el sacerdote Gerberto. Se esforzaron en inculcar al joven príncipe una gran sumisión a la Iglesia, como Madre y Maestra de la Verdad, y a defenderla siempre, si fuera necesario con las armas. La emperatriz llevaba a menudo a su hijo en sus visitas a los pobres y a los enfermos, para que así se sensibilizara con las miserias de sus futuros súbditos. Otón I tuvo un hijo y una hija con su primera esposa. El hijo, Luidolfo, de carácter violento y orgulloso, pronto se mostró celoso de su hermanastro, pensando que podría convertirse en su rival por el trono. Entonces, se coaligó con los duques de Baviera y Lorena para derrocar a su padre. Este los derrotó y los entregó a un tribunal de guerra para ser juzgados por su felonía. Adelaida hizo todo lo posible, incluso recurrió a la intercesión del obispo de Augsburgo, san Ulrico, para obtener el perdón para su hijastro rebelde, al tiempo que redoblaba sus plegarias y buenas obras por esta intención. Finalmente, tuvo la felicidad de ver reconciliados a padre e hijo. Alessia, la hija del primer matrimonio de Otón, también fue motivo de tristeza y aprensión para su padre. Llevando una vida disipada, huyó de casa, marchándose a Italia. Pero recapacitó y se arrepintió de sus errores. Temiendo la justa ira de su padre, envió una súplica a la emperatriz, cuya bondad era proverbial, para que fuera su defensora ante Otón. “Adelaida acompañó este encargo con tal demostración de amor, y puso tanta inocencia en su petición, que desarmó la ira del emperador, obteniendo que Alessia fuera llamada de vuelta; y tuvo la dicha de verla expiar, con lágrimas de sincero arrepentimiento, tan funestas faltas”.3 Regente del Imperio, nuevas persecuciones Otón confió a su esposa parte de la administración y las tareas del Imperio y la dejó como regente durante una campaña en Italia. Adelaida aprovechó la ocasión para fundar varios monasterios y ayudar a otros ya existentes. Escogió como director de conciencia a san Adalberto, arzobispo de Magdeburgo, y bajo su dirección hizo muchos progresos en la virtud. Vivía en excelente entendimiento con su marido, siempre sumisa a él, no emprendiendo nada sin su aprobación. Con sus atenciones y amabilidad, supo aligerar la pesada carga que él tenía que soportar. De manera que la muerte del emperador en 973 causó un profundo dolor a su esposa. Otón II quiso que su madre, que contaba con 42 años de edad, le ayudara a regentar el Imperio. Pero poco a poco se dejó influir por su esposa bizantina Theofania, celosa y ambiciosa, que no quería compartir con su suegra la influencia que ejercía sobre el marido. Este se volvió cada vez más frío hacia su madre, hasta el punto de no tolerar más sus avisos y consejos. La emperatriz-madre cayó en desgracia, pues pronto los cortesanos aduladores tomaron partido por el hijo en contra de su madre. Adelaida resolvió entonces marcharse a vivir con su hermano Conrado, rey de Borgoña, que la recibió con los honores debidos a su elevada posición. Gracias a la mediación de san Mayolo, abad de Cluny, se logró la paz entre madre e hijo. Otón, sin embargo, murió repentinamente a la edad de 29 años, y Adelaida fue llamada de nuevo para ejercer la regencia en nombre de su nieto, Otón III. Sin embargo, Theofania persistió en sus persecuciones contra la suegra, que no cesaron hasta su muerte, considerada por muchos como un castigo divino, que se la llevó de este mundo. Caridad auténtica y fervor apostólico
Adelaida era muy querida por sus súbditos, y les recordaba la grandeza de la época de Otón I. Aprovechó esta popularidad para socorrer a los necesitados y fundar conventos y monasterios, que consideraba fuentes de sabiduría y santidad. En su tiempo libre, se dedicaba a confeccionar ornamentos sacerdotales y retablos para los altares de las iglesias pobres. Se empeñó también en la conversión de los pueblos que aún eran paganos, gastando grandes sumas de dinero para enviar misioneros que llevaran la luz de Jesucristo a los que aún estaban alejados de la verdadera fe. Así fue hasta que su nieto Otón III, al llegar a la mayoría de edad, se mostró igualmente ingrato con ella, lo que provocó que se alejara de nuevo de la Corte. Visitó la abadía de Cluny, cuyo abad san Odilón quedó tan prendado de sus virtudes que más tarde se convertiría en su biógrafo. Pacificadora de las familias Su hija Emma, convertida en reina de Francia, fue a su encuentro junto con su marido y le pidió que se instalara en París. Pero ella quería primero emprender algunas peregrinaciones y, sobre todo, reconciliar a sus sobrinos, que se disputaban el reino de Borgoña. Su salud, sin embargo, estaba muy deteriorada por los continuos sufrimientos. Murió en la abadía de Seltz, en Alsacia, asistida por los monjes benedictinos, el día 16 de diciembre de 999, a la edad de 68 años.
Notas.- 1. José Leite SJ, Santos de cada día, Editorial A.O., Braga, 1987, vol. III, p. 452.
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