Cid Alencastre A los once años, Adriana era una niña triste. Ella era una sobreviviente.
No había pasado por ningún naufragio en alta mar, ni estuvo sujeta a las conmociones de algún terremoto en tierra firme, mucho menos fuera alcanzada por las ondas devastadoras de un tsunami. Sin embargo su vida era una historia de supervivencias ante peligros inminentes, de los cuales sólo escapó gracias al cariño especial que le tenía la Providencia Divina. Sus padres tuvieron dos hijos antes que ella, un niño y una niña. Como eran aún jóvenes y querían gozar la vida, confabularon entre sí y decidieron que no tendrían más descendencia. Nada de pesos que cargar en la vida. Sin embargo... ¿Un descuido? ¿Fallaron los anticonceptivos?* ¿Otra razón? No quedó muy claro, pero lo cierto es que Adriana, la indeseada, fue concebida. Era su primera supervivencia. La mano bienhechora de Dios había querido darle el ser. Tan pronto se dieron cuenta de su existencia, sus padres la odiaron. “¡No es posible que ahora esta intrusa venga a perturbar nuestros programas de viajes, de fiestas, de gozar la vida!” Y la idea siniestra vino a la mente como consecuencia inmediata: “¿abortarla?” Todo quedó concertado: el médico mercenario, una clínica clandestina, la hora tardía. Allí estaban esperando los padres de Adriana. Pero nada... Pasaba el tiempo... y nada. Después supieron que el médico, al dirigirse a la clínica, fue víctima de un terrible accidente de tránsito y murió en el acto, sin sacramentos. Adriana había sobrevivido, después de iniciar una vida no deseada. El odio de sus padres contra ella se transformó en furia. Pero había también miedo. Las señales externas del embarazo ya se hacían notar. Amigos y vecinos podían haberlo percibido. Intentar una vez más el aborto era peligroso. Podría causar malestares, desagrados, hasta denuncias. No querían correr el riesgo. Así nació Adriana. Una niña bonita, de ojos verdes como el mar, aunque tristes, como si ella conociese el rechazo del cual era una víctima inocente. Pero aquel nuevo ser no podía existir. Era un obstáculo frente a los planes de goce de la vida y bienestar de sus padres. Éstos, ya previamente a su nacimiento, habían combinado hasta los detalles. Se mudarían a otra ciudad donde nadie los conociera, pero antes se librarían de la niña. Escogieron el terreno baldío donde la dejarían, de preferencia a una hora nocturna, y al día siguiente partirían bien temprano hacia su nuevo destino, sus nuevas aventuras, sus nuevas alegrías, libres por fin del fardo que la Providencia incómoda se obstinaba en colocar sobre sus hombros.
A altas horas de la madrugada, un automóvil se estaciona en una calle desierta, frente a una antigua cancha de fútbol, ahora cubierta por pequeños desmontes. Envuelta en ropas negras, la madre de Adriana sale del automóvil manejado por su marido, teniendo en los brazos un pequeño paquete del cual pretende deshacerse. Inesperadamente, dos faros surgen en la extremidad de la calle. Un carro se aproxima y se estaciona atrás de ellos. La luz interna prendida deja percibir una familia apiñada dentro del vehículo. Dos hombres bajan y le preguntan a la madre de Adriana si necesita algo. Ellos están viniendo de una fiesta de cumpleaños y viven en aquella calle, exactamente al lado del terreno abandonado. La madre de Adriana titubea; el padre aparece y les dice a los recién llegados que no es nada importante, apenas un pequeño desperfecto en el automóvil, pero que ya está arreglado. Los vecinos extrañan el hecho, pero a aquella hora, en aquel lugar, no hay mucho que hacer ni decir. Se despiden, y el carro parte llevándose a Adriana, dejando en el lugar a personas desconfiadas. Por tercera vez la niña sobrevivía. Los intentos de librarse de Adriana cesaron, los padres cada vez más nerviosos e inquietos. Al poco tiempo se separaron. Cada uno tomó su rumbo, y ninguno de los dos quiso quedarse con Adriana. La niña fue recogida por una familia, que cuidó de ella. Adriana sobrevivió. Era una niña triste, pero amada por Dios.
* A ese respecto, consultar “La Palabra del Sacerdote”, Tesoros de la Fe, nº 52, abril de 2006.
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