El 27 de noviembre la Santa Iglesia celebra la festividad de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa, y al día siguiente honra a su vidente, Santa Catalina Labouré. En ediciones anteriores de «Tesoros de la Fe» hemos tratado por separado de ambas solemnidades. El presente artículo, escrito por el autor del célebre ensayo «Fátima: ¿Mensaje de Tragedia o de Esperanza?», aborda uno de los hechos más memorables de la historia religiosa del siglo XIX, que manifestó al mundo entero el poder de la portentosa medalla. Antonio A. Borelli El diplomático había conocido a Ratisbona justo el día anterior a su fallecimiento, y se había dispuesto a rezar para que el joven judío abrazase el cristianismo. Al día siguiente, durante la Misa a la que asistió en la pequeña iglesia de Sant’Andrea delle Fratte, rezó más de cien Memorares [Acordaos] por esa intención. Aquella noche falleció repentinamente, y hay quien supone que el veterano embajador haya ofrecido su vida para obtener tal gracia. Una conversión histórica El “cerco” sobrenatural en torno al joven banquero de Estrasburgo para lograr su conversión fue iniciado por el mismo barón de Bussières, quien le impuso a su amigo judío que llevase al cuello una pequeña medalla de la Santísima Virgen entonces ampliamente difundida en Francia y otros países de Europa. A regañadientes, Ratisbona cedió.
Ya en la iglesia, el barón de Bussières entra en la sacristía para tratar del asunto que ahí lo había llevado. Cuando vuelve, no encuentra al judío en el lugar donde lo había dejado. La nave central estaba obstruida por las grandes piezas de madera del catafalco que estaba siendo montado para las exequias del Conde, que se deberían realizar al día siguiente. Con esfuerzo descubre al joven judío de rodillas, en llanto, frente al altar lateral izquierdo. La Santísima Virgen se le había aparecido En el momento en que Bussières lo dejó para ir a la sacristía, Ratisbona comenzó a deambular desinteresado por el corredor lateral hasta el altar derecho de la iglesia. De repente, todo el edificio sagrado desaparece de sus ojos. La capilla simétrica, del lado izquierdo, se ilumina con una albura resplandeciente. Al centro él ve, de pie, una Mujer admirable, grande, brillante, llena de majestad y de dulzura, semejante a la Virgen de la Medalla que llevaba al cuello. Una fuerza irresistible lo atrae hacia Ella. Ningún recuerdo le queda de aquel trayecto imposible recorrido en un instante. Está ante una presencia inefable. Ella se mueve, se inclina, le hace con la mano una señal para que se arrodille, y con otra señal le expresa claramente: “¡No te resistas!”. Él se prosterna delante de Ella en la completa obediencia de su ser totalmente conmovido. La mano parece decirle: “Así está bien”. Con el espíritu subyugado por el respeto, toca con la frente el suelo. Pero temeroso de perder esta belleza celestial, levanta la cabeza para admirarla una vez más. Sin embargo, el fulgor es tan grande, y la veneración que siente tan pungente, tan pavoroso es el sentimiento del pecado en que vivió hasta ahora, que, aplastado, no osa más levantar los ojos hacia esta pureza. Apenas se permite contemplar aquellas manos benditas, donde lee claramente la expresión de perdón y de misericordia. La enormidad del pecado (del que adquiere súbitamente conciencia), le inspira vergüenza y horror indescriptibles. Sus lágrimas corren. En un solo instante, sin preparación, sin catecismo, sin discusiones, sin argucias, por una clara visión milagrosa, acaba de conocer la magnificencia de la Iglesia Católica. “Ella no dijo nada, pero yo comprendí todo”, observa Ratisbona. El brillo se extingue, Nuestra Señora desaparece, la capilla lateral retoma su aspecto semi-oscuro. Al fondo se nota un cuadro ennegrecido representando al Ángel que apareció al joven israelita del cual Ratisbona lleva su nombre: Tobías. * * * La conversión de Alfonso Tobías Ratisbona tuvo una repercusión mundial. En Roma, en París, en Alsacia donde vive su familia, en toda Alemania, donde se extienden sus relaciones, no se habla sino de este golpe fulminante de la gracia que trajo al seno de la Iglesia a un judío tan poco dispuesto a volverse católico, que había cortado su relación con un hermano convertido al catolicismo. En toda la aristocracia se hace esta pregunta: “¿Qué ocurrió precisamente?” Los mejor informados responden: —“Fue la medalla”. —“¿Qué medalla?” —“La Medalla Milagrosa, que tanto rumor causa desde hace diez años, y que un amigo lo había forzado a llevar al cuello”. El milagro más fulgurante de la Medalla Milagrosa acababa de ocurrir. La Madonna del Miracolo —como la llaman los italianos— había convertido al futuro Padre Alfonso Ratisbona, hermano del Padre Teodoro Ratisbona, fundador de la Congregación de Nuestra Señora de Sión, consagrada especialmente a la conversión de los judíos. La vidente desconocida En 1842, cuando alguien quería saber el origen de la Medalla Milagrosa, la respuesta que obtenía era que la Santísima Virgen la había revelado a una joven religiosa del noviciado de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul, de la Rue du Bac en París. Nadie, sin embargo, a no ser su confesor, sabía quién era la religiosa. El arzobispo de la capital francesa, Mons. De Quélen, decidido patrocinador de la medalla desde el primer momento, no llegó a conocer a la vidente. El mismo Papa Gregorio XVI, habiendo manifestado tal deseo, no se vio atendido. El confesor de la religiosa se juzgaba vinculado por el secreto de confesión, y en consecuencia impedido en conciencia de revelar su nombre. Con qué meticulosidad el Padre Aladel procuró mantener apartada de las miradas humanas a esta alma privilegiada de la Madre de Dios. Sin embargo, seis meses antes de su muerte, la religiosa, impedida de ver a su confesor (que ya por entonces no era más el Padre Aladel), recibió de la voz interior que la dirigía, la autorización —y sin duda la orden— de franquearse con su superiora. Pero fue sólo después de su muerte, ocurrida el día 31 de diciembre de 1876, a los 70 años, que las religiosas de la Congregación supieron que la hermana Catalina Labouré, aquella monja ejemplarmente discreta y recogida con quien habían convivido durante más de cuarenta años, era la feliz vidente a quien la Virgen escogió para propagar la mundialmente famosa medalla.
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El «Acordaos» y la Madonna del Miracolo |
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