No me parece correcto que se hable mal de las creencias, pues cada persona tiene su libre albedrío, y por lo que yo sé y analicé, la numerología, la astrología y otras formas de autoayuda no están en contra del cristianismo, todo lo contrario. No podemos juzgar a nadie ni a nada, pues ninguna persona en este mundo sabe lo que es verdad y lo que no lo es. Espero respuesta. ¡Muy agradecida!
La consultante se refiere al reportaje de Federico Viotti, titulado Nueva Era: una revolución silenciosa amenaza la Civilización Cristiana, publicado en el nº 626 de la revista Catolicismo. El artículo en cuestión muestra justamente cómo la Nueva Era —disfrazándose— trata de infiltrarse hasta en los medios católicos, y así es comprensible que, en su incipiente búsqueda y análisis del asunto, la joven consultante nada haya encontrado en ese movimiento que se oponga a la doctrina católica. “Todo lo contrario”, como ella misma afirma. Si es perspicaz, sin embargo, más adelante percibirá esa incompatibilidad, de modo que dejamos a sus cuidados proseguir en los estudios y llegar por sí misma a esa conclusión. Que la gracia de Dios, obtenida por la Virgen Santísima, la ilumine en ese sentido. Pero, para ello, quisiéramos ayudarla desde ya, comentando la última frase de su e-mail: “No podemos juzgar a nadie ni a nada, pues ninguna persona en este mundo sabe lo que es verdad y lo que no lo es”. Esta frase expresa el núcleo del pensamiento agnóstico, según el cual es imposible llegar a un conocimiento preciso de Dios, del mundo sobrenatural, de la verdadera religión, de una moral objetiva (ya sea meramente natural, sea revelada), etc. Tomada al pie de la letra la frase descartaría hasta las verdades referentes al mundo material, descubiertas por el hombre a través de la ciencia. Sin embargo, la mayoría no llega hasta ese punto, restringiendo su agnosticismo a las verdades impalpables, que escapan a los sentidos humanos. Conocimiento natural de Dios Ahora bien, es justamente a partir de los sentidos que el hombre llega al conocimiento del universo y de la multitud de seres existentes en él. Y a partir de ahí, personas de todos los pueblos y de todas las épocas —hasta las más simples— reconocieron que este universo revela una armonía y una sapiencialidad que excede toda calificación y toda cuantificación. El siguiente paso es admitir la existencia de un ser supremo, que todo lo creó con infinito poder y lo ordenó con infinita sabiduría. ¡Este ser supremo es Dios! Así, el hombre puede, por la simple contemplación del universo que lo rodea, llegar al conocimiento natural de Dios. Y el testimonio unánime de todos los pueblos, en todas las épocas, muestra que la existencia de Dios es una verdad de carácter universal a la cual el hombre llega por el simple uso de su razón. No es exacto, por lo tanto, afirmar que “ninguna persona en este mundo sabe lo que es verdad y lo que no lo es”. Pero entonces, ¿cómo es que existen ateos, que niegan la existencia de Dios? ¿Cómo es que existen agnósticos, que no tienen certeza si Dios existe o no? La respuesta es simple, aunque pueda parecer dura para ateos y agnósticos: ¡en algún paso de su proceso intelectual y moral, ellos se desviaron del recto uso de su razón! Subrayamos la palabra moral porque, en gran parte de los casos, en algún momento de su vida entró no solamente un desvío de la inteligencia, sino también un desvío de la voluntad, que suma a la falla intelectual una falla moral, pues la aceptación de la existencia de Dios —infinitamente misericordioso y perfectísimamente justo— puede contrariar nuestras pasiones o apegos desordenados y pecaminosos. Y no estamos hablando aquí específicamente del sexto mandamiento de la Ley de Dios (aunque frecuentemente esté presente), sino de los Diez Mandamientos en su conjunto, principalmente del primer mandamiento, que se refiere al amor de Dios, cuya falta está en la raíz de toda falla moral. Por la creación podemos conocer al Creador En otras palabras, la consideración embelesada del poder y de la sabiduría de Dios, que se refleja en el universo, conduce naturalmente al hombre al amor de Dios. Si eso no ocurre, hubo una falta contra el primer mandamiento, que constituye una falla moral; la cual, a su vez, propicia un desvío de la inteligencia que lleva a negar la existencia de Dios (ateos), o al menos a poner en duda su existencia (agnósticos). Dios existe y ordenó el universo material con suprema sabiduría, por eso se hizo accesible al conocimiento y al amor de las criaturas racionales, que constituyen el ápice del universo creado.
Por ello, en la Sagrada Escritura, el libro de la Sabiduría —varias veces citado en esta columna— afirma claramente que “de la grandeza y hermosura de las criaturas se puede visiblemente llegar al conocimiento de su Creador” (13, 5). De donde, asevera el Apóstol San Pablo: “ellos [se refiere a los paganos] han conocido claramente lo que se puede conocer de Dios, porque Dios se lo ha manifestado. En efecto, las perfecciones invisibles de Dios, aun su eterno poder y a su divinidad, se han hecho visibles después de la creación del mundo, por el conocimiento que de ellas nos dan sus criaturas; y así tales hombres [los paganos] no tienen disculpa; porque habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias; sino que devanearon en sus discursos, y quedó su insensato corazón lleno de tinieblas” (Rom. 1, 19-21). A la luz de estas consideraciones, podemos decir con San Pablo: los ateos y agnósticos “no tienen disculpa”, es decir, son inexcusables en su ateísmo o agnosticismo. Esperamos que éste no sea el caso de quien me escribe, pues ella manifiesta hasta una cierta apertura hacia el “cristianismo”, rehusándose a admitir la existencia de contenidos anticristianos en los sistemas que cita (numerología, astrología, etc., que son formas de superstición). Apenas la alertamos para el hecho de que su expresión, comentada por nosotros, tiene todas las implicaciones que señalamos. Conocimiento sobrenatural de Dios No obstante, eso no es todo. Habiéndose vuelto accesible al conocimiento humano a través de las criaturas visibles, Dios quiso hacerse aún superlativamente accesible, otorgando a los hombres el don de la fe. La fe es la adhesión intelectual a la palabra revelada por Nuestro Señor Jesucristo, personaje indiscutiblemente histórico que, por su sabiduría, por su santidad y su poder sobre todo el universo, comprobó perentoriamente su divinidad, haciendo así plenamente autorizada su Palabra, que constituye la Revelación. Dios envió a su Hijo unigénito a la tierra, para redimir a los hombres y enseñarles el camino de la vida eterna. Y a fin de que los hombres no se desviasen de este camino, instituyó la Santa Iglesia Católica, con el triple ministerio de enseñar, gobernar y santificar las almas. Claro está que un ateo o agnóstico se podrá encoger de hombros al oír estas afirmaciones. Pero aquí entra una consideración aún más grave de la que fue hecha con relación al conocimiento natural de Dios. Porque el rechazo del don de la fe, que Dios ofrece a todos los hombres, implica una grave falta moral. En términos católicos, implica un pecado grave (mortal). Ya hemos tratado de lo que ocurre en los países no católicos, donde la mayoría de la población no tuvo acceso a la predicación del Evangelio (cf. Tesoros de la Fe, nº 6, junio de 2002). Por eso, nos dispensamos de volver aquí al tema. Pero en los países que tuvieron acceso a la gracia inconmensurable de oír la prédica de la Buena Nueva de Nuestro Señor Jesucristo, el rechazo de la fe es aún más inexcusable de que la situación de los paganos que se cerraron al conocimiento natural de la existencia de Dios, conforme la observación de San Pablo arriba citada. De donde es enteramente inadmisible la tesis de que, por ser dotada de libre albedrío, la persona puede adoptar la creencia que bien entienda, como parece deducirse de las palabras de quien me escribe. Es la triste esclavitud al demonio, al mundo y a la carne... “La verdad os hará libres” (Jn. 8, 32).
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