Socorro de los enfermos, desamparados y necesitados La devoción a la Virgen de Manaoag está muy difundida en Filipinas, archipiélago del Pacífico constituido de aproximadamente siete mil islas. De su población, el 82% son católicos. Valdis Grinsteins ¿MORIR DE HAMBRE HOY? Sí, siempre es posible, pero es una posibilidad lejana, que difícilmente nos atormentará, al parecer. El hambre, en este siglo XXI, es mucho menos una realidad que un espectro levantado por marxistas para compensar la falta de interés de las masas por sus doctrinas. Con excepción de algunas regiones de África, donde la irreflexiva descolonización trajo como consecuencia guerras tribales, y por lo tanto hambre. Sin embargo, si retrocedemos apenas un siglo atrás, época en que las comunicaciones eran muchísimo más difíciles, la posibilidad de fallecer, en caso de que se perdieran las cosechas, no era tan rara. Y si retrocedemos aún más, encontraremos numerosas narraciones de pueblos diezmados por el hambre. En ese contexto, debemos entender el terror de los habitantes de la región de Pangasinan, al norte de Filipinas, cuando en 1698 una plaga de langostas atacó su fuente de alimentación. Durante horas los habitantes intentaron salvar sus cultivos por todos los medios humanos posibles: fuego, humo, paños embebidos con esto o aquello, pero nada parecía detener a la nube de insectos. Decidieron entonces poner su confianza en la Santísima Virgen de Manaoag, y llevaron su imagen en procesión a los campos atacados por el terrible flagelo. ¿El resultado? Contra toda expectativa, las langostas comenzaron a atacarse entre ellas. Cinco días después, no quedaba ni una langosta en el campo, antes literalmente oscurecido por ellas. El factor unificador Filipinas bien merece su nombre, en honor al rey Felipe II de España, a quien se debe, en amplia medida, la preservación de aquel país de colonización ibérica del flagelo protestante. Poco después de emprendida la conquista de América, con el enorme esfuerzo que representó para España, otros misioneros y soldados llegaron a estas islas, que se encuentran entre Asia y el Océano Pacífico. Son cerca de siete mil islas, y no había ningún factor que las reuniera en un solo país. España pudo enviar a Filipinas a pocos misioneros, y un número menor aún de soldados, pero estos ayudaron a los nativos a defenderse. Siendo los nativos en general de buena índole y de naturaleza pacífica, comprendieron con cierta facilidad la veracidad de la religión católica, que se convirtió en el factor unificador que les faltaba. Sin embargo, debido a la enorme distancia entre Europa y Filipinas, cada barco enviado representaba un gasto enorme, y algunos consejeros de Felipe II insistían en que abandonase aquel territorio. El rey dejó en claro que prefería arruinarse antes de abandonar a tan numerosas almas que quedarían sin su protección. Al final fue posible simultáneamente conquistar América y proteger las Filipinas, donde hasta hoy la religión católica es predominante. Alrededor del año 1600, los frailes agustinos empezaron la evangelización de la región, donde se encuentra hoy el Santuario de Manaoag, a unos 200 km al norte de Manila, capital del país. Como la casa principal de los agustinos estaba muy distante, en 1605 entregaron el apostolado de la región a los frailes dominicos, que tenían conventos más cercanos. Al comienzo, el apostolado fue difícil, muchos nativos huían de las misiones y tribus de las montañas atacaban con frecuencia a las primitivas poblaciones. Esto llevó a los dominicos a confiar a los recién convertidos a la protección de la Santísima Virgen. Así, colocaron en una pequeña capilla una imagen de la Virgen María, traída de España por el P. Juan de San Jacinto. Cuando un jefe local llamado Dogarat aceptó ser bautizado, los frailes predicadores consiguieron extender la evangelización a toda la región. Como es natural, difundieron las devociones que les eran más queridas, entre ellas la de Nuestra Señora del Rosario. Con ello, el pueblo simple de la zona rápidamente se adaptó al cambio, pasando a invocar a la Virgen bajo este nombre glorioso. La aparición de la Virgen
Algún tiempo después, cuando un nativo de la región regresaba a su casa, oyó una voz que lo llamaba. Asustado, miró alrededor y vio a una Señora parada junto a una nube, que se encontraba en la copa de un árbol. Tenía un rosario en la mano derecha y un niño en la izquierda. El nativo narró a las personas de su familia y de la región lo sucedido, y muchos comenzaron a ir al lugar donde él afirmaba haber visto a la tal Señora. Como Ella lo había llamado, le dieron al lugar el nombre de Manaoag, derivado del verbo "taoag", que en el dialecto local significa "llamar". Por lo tanto, en castellano, sería algo así como el "lugar de la llamada". Continuamente aumentaban los fieles que iban a visitar el lugar de la aparición. Los padres dominicos trasladaron allí la imagen traída de España, y construyeron una primera capilla, más tarde iglesia, donde hoy se ubica el santuario. Desde el primer momento, el santuario fue protegido por la Santísima Virgen contra las tribus de las montañas, que acostumbraban atacar los caseríos cristianos y quemar sus iglesias, en aquel tiempo construidas con techos de paja. A pesar de las numerosas flechas incendiarias lanzadas, las crónicas afirman que el techo de la iglesia nunca fue quemado. Mucho más recientemente, durante la Segunda Guerra Mundial, el santuario fue bombardeado; se arrojaron algunas bombas en el lugar, pero ninguna de ellas estalló. En la pared del santuario están pintados los milagros más conocidos operados por la intercesión de la Madre de Dios representada en la imagen. Entre ellos consta el de una niña del caserío vecino de Binmaley, que falleció camino al santuario. Pero sus padres decidieron colocar su cuerpo a los pies de la Virgen, donde recuperó la vida. Un hecho misterioso En diversas ocasiones, las autoridades eclesiásticas decidieron, por estas o aquellas razones, trasladar la imagen a otro lugar. Pero, por los más variados motivos, nunca fue posible hacerlo. En uno de los casos, incluso habían construido una nueva iglesia de madera, que estaba ya terminada. El día del traslado, varios habitantes aterrorizados se presentaron ante los religiosos, relatando que la iglesia nueva simplemente había desaparecido. Los sacerdotes, que supervisaban la construcción, fueron hasta el lugar. Esperaban ver la iglesia quemada o depredada, sin embargo, para sorpresa suya, no encontraron nada, ni siquiera un pedazo de madera. Tampoco quedaban vestigios de que la tierra había sido excavada, lo que efectivamente se hizo cuando se colocaron los cimientos. Este misterio continua dando hasta hoy de qué hablar, pero el hecho es que la imagen permaneció en el lugar primitivo. En otra ocasión, cuando los eclesiásticos habían ya edificado el actual santuario, un sacerdote tuvo la idea de erguir otra capilla en el lugar donde la primera había "desaparecido". Pero esta nunca llegó a ser concluida. Parte de la explicación es que los peregrinos que venían en procesión querían llevarse algún recuerdo; y como no era posible tomar un ladrillo del santuario, iban hasta el lugar de la "desaparición" y allí cogían uno. Hechos curiosos como estos nos proporcionan una lección de carácter espiritual. Nuestra devoción a la Virgen María debe ser tan firme como firme fue la presencia de la imagen de Manaoag en el lugar escogido por la Madre de Dios. Que nuestra devoción a la Santísima Virgen sea inalterable y creciente, y reduzca a nada todos los artificios del demonio que pretendan arrancarla de nuestra alma.
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