Víctimas del odio protestante Estos diecinueve héroes de Jesucristo sufrieron un terrible martirio, porque se resistieron a negar la presencia real en la Sagrada Eucaristía y a retirarle la obediencia al Papa como jefe de la Iglesia Plinio María Solimeo Después de que Lutero rompió con la Iglesia, su revolución religiosa fue contaminando toda Europa como una erisipela. Surgieron entonces otros “reformadores”, como Calvino, que tuvieron mayor o menor suceso en sus rebeliones. Aunque predicaban el “libre examen”, a veces ellos se combatían entre sí, procurando los de una corriente convencer a los de otras de la superioridad de “su verdad”. El año 1571, hubo en Holanda una lucha entre luteranos y calvinistas, saliendo victoriosos los segundos. Ese mismo año, los calvinistas realizaron en la ciudad de Embden su primer sínodo en el país, que por entonces pertenecía a la católica España. El día 1º de abril de aquel año, una facción de la secta ––denominada “mendigos del mar”, por estar formada por ex-marineros o ex-piratas— conquistó las ciudades de Briel y Vlisingen, amenazando a Gorcum, también en Holanda. Gorcum era una pequeña ciudad de seis a siete mil habitantes, en las márgenes del río Mosa, dedicada a la agricultura y al comercio. Si bien que aproximadamente el 60% de sus habitantes eran católicos, parte de ellos no era practicante, y se temía que, presionada en sus haberes, abandonara la verdadera fe para no perder bienes materiales. El centro del catolicismo en la ciudad era el convento de los capuchinos. Estos eran poco numerosos, pero el ardor de su celo y la pureza de su vida multiplicaban su influencia, convirtiéndolos en modelos de la vida cristiana. Sobresalía entre ellos particularmente su joven superior, fray Nicolás Pieck, hombre piadoso y de pulso fuerte, que dirigía a sus subalternos con dulce firmeza y determinación. Su familia era de la ciudad y, en la inminencia de la invasión calvinista, lo presionó para que dejara Gorcum y buscara asilo en otra ciudad. Pero fray Nicolás no quería oír hablar de ello: ¿abandonar a sus frailes a su propia suerte, huyendo solo del peligro? Sin embargo, para evitar el riesgo de profanaciones, recogió los vasos sagrados y las reliquias de los santos en la ciudadela, por ser el lugar más seguro. Los protestantes traicionan a su ciudad Los protestantes de Gorcum revelaron a sus correligionarios cuáles eran los puntos débiles de la ciudad. Así, el 25 de julio, luego de remontar el río Mosa, trece navíos con 150 calvinistas “mendigos del mar” dominaron prácticamente sin esfuerzo la ciudad. Los religiosos, algunos eclesiásticos y un grupo más determinado de católicos se refugiaron en la ciudadela, con la esperanza de que llegara el refuerzo que el gobernador, Gaspar Turco, había pedido para enfrentar a los protestantes.
Mientras tanto, el alcalde de la ciudad, por orden de los asaltantes, hizo sonar las campanas para reunir a sus habitantes en la plaza grande. Les propuso entonces a todos jurar odio a los españoles y al duque de Alba, y fidelidad al duque Guillermo de Orange (líder de los protestantes holandeses rebeldes) y a los “santos evangelios”. Los “mendigos del mar” cercaron entonces la ciudadela. Esta no tenía condiciones de resistir por mucho tiempo, debido a la falta de víveres y municiones. Peor aún, había apenas una veintena de defensores hábiles, pues gran parte de los refugiados estaba compuesta de mujeres y niños, o de religiosos que no podían empuñar las armas. El cerco se fue acortando. Los defensores tuvieron que abandonar una primera muralla para refugiarse en la segunda, por fin en la tercera y última. En tal inminencia, algunos de los defensores arrojaron sus armas y se pasaron al bando enemigo. Las mujeres, llorando, presionaron al gobernador para que entregara la ciudadela, a fin de evitar lo peor. Gaspar Turco pidió una tregua para parlamentar. Las condiciones impuestas por los protestantes fueron duras: se comprometían a no causar ningún mal y dejar en libertad a todos los que ocupaban la ciudadela, laicos o eclesiásticos, bajo la única condición de que los asaltantes se apropiarían de todas sus pertenencias. Los defensores se preparan para lo peor A pesar de ello, los eclesiásticos y los religiosos que se encontraban en la ciudadela, temiendo lo peor, se confesaron unos a otros y a los laicos. El padre Nicolás Pieck, que guardaba consigo el Santísimo Sacramento para no ser profanado por los calvinistas, dio la comunión a todos, preparándose para los acontecimientos. Al abrirse las puertas de la ciudadela, los defensores quedaron chocados al ver cuantos católicos engrosaban las filas de los herejes. No bien entraron, los calvinistas se lanzaron sobre sus víctimas gritando: “Mostradnos vuestros escondrijos, porque todo lo que tenéis nos pertenece”. Y las agarraban, rebuscando sus bolsillos, arrancándoles la ropa con brutalidad y violencia. La garantía otorgada no pasó de pura ficción. Unos a otros se rivalizaban en el modo de maltratar a los prisioneros, a quienes denominaban “defensores del papismo y del despotismo español”, “puercos” y otros epítetos que una pluma católica no puede reproducir. La ira de los asaltantes cayó en determinado momento sobre Teodoro Brommer, que estaba con su hijo y era uno de los principales campeones de la fe católica. A pesar de lo prometido, fue ahorcado por los herejes en la plaza pública de Gorcum. Comienza el “via crucis” de los religiosos Finalmente, todos los laicos, después de haber pagado un cuantioso rescate, fueron liberados. No así los eclesiásticos y los religiosos. Estos fueron encarcelados junto con los demás presos. Como no habían comido nada desde la víspera y era viernes, los herejes les ofrecieron una suculenta comida con carne para verlos romper la abstinencia. Ellos prefirieron sumar a sus sufrimientos físicos y morales, además de la abstinencia, también el ayuno.
Los protestantes, al saber que el padre Nicolás Pieck había llevado consigo el Santísimo Sacramento, le apuntaron con una pistola en el pecho y le preguntaron: “¿Dónde está el Dios que fabricas en el altar? Tú, que tantas tonterías enseñabas desde el púlpito a los imbéciles, ¿qué dices ahora, que tienes esta pistola en el pecho?”. Y el confesor de la fe respondió con resolución: “Yo creo en todo lo que cree y enseña la Iglesia Católica, Apostólica, Romana, y en particular en la presencia real de mi Dios en las especies sacramentales”. Los interrogatorios, las torturas, los malos tratos a los prisioneros fueron cotidianos, hasta que los llevaron a ciudad de Brielle para ser juzgados. Allí presidía el tribunal calvinista el conde de Marck, enemigo mortal de los católicos, que había prometido no dejar escapar a ningún eclesiástico que cayera en sus manos. Según decía, había jurado vengar a los condes rebeldes de Hornes y de Egmont, ajusticiados por España. Otros dos eclesiásticos y dos religiosos, el premonstratense Adriano de Hilvarenbeek y el norbertino Jacobo Lacops, se unieron a los prisioneros de Gorcum. Los protestantes tenían la esperanza de hacer apostatar especialmente a un joven religioso capuchino de dieciocho años, de humilde condición. Le preguntaron si aún creía en todas las “bobadas” de los papistas. Él respondió: “Yo creo todo lo que cree mi superior”. Le preguntaron al padre Leonardo de Veghel por qué creía en la autoridad del Papa. Respondió, que consideraba ese punto la piedra angular de la fe católica, y que no comprendía cómo los protestantes podían criticar tal creencia, pues decían que la fe era libre. Si, según ellos, cada uno tiene el derecho de encontrar en la Biblia lo que el Espíritu Santo le quiera inspirar. Entonces, si el Paráclito inspirase a alguien a descubrir en ella la primacía y la infalibilidad de Pedro y de sus sucesores, ¿a qué título podían ellos condenar eso? Ante lo cual el esbirro quedó sin réplica. Se consuma el martirio de los diecinueve héroes Por último, en la madrugada del 9 de julio de 1572 levantaron a todos los prisioneros y los llevaron a un edificio abandonado. Al percibir que había llegado su hora, estos héroes de Cristo se dieron una vez más la absolución, a la espera del martirio.
Por un refinamiento de crueldad y solo para humillarlos, aunque los iban a ahorcar, hicieron que todos se desvistieran para ser ejecutados. Ante el horror de la muerte que lo esperaba, un joven novicio flaqueó y apostató. Más tarde recibiría la gracia del arrepentimiento y narraría los horrores a los que asistió aquella noche. Pero lamentablemente no fue el único en flaquear. Otro religioso, Guillermo, al llegar su turno para morir, gritó que renunciaba al Papa y a todo lo que quisieran, pero que le perdonaran la vida. Luego este infeliz cayó en tantos excesos que, apenas dos meses después del martirio de sus hermanos, pereció también en una horca, perdiendo la corona de la gloria eterna… En total fueron diecinueve los mártires de Jesucristo que dieron su vida por la verdadera fe aquel día: once capuchinos, cinco sacerdotes seculares, un premonstratenses, un norbertino y un agustino. Luego que murió el último, los protestantes se lanzaron salvajemente sobre sus despojos, cortándole a uno la nariz, a otro la oreja o la mano, y hasta las partes íntimas del cuerpo. Después desfilaron por la ciudad llevando ese siniestro trofeo en la punta de una lanza. Algunos llegaron incluso a sacar la grasa de los cadáveres, para venderla a fábricas de ungüentos. Ese mismo día, uno de los principales católicos de Gorcum, arriesgando su vida, fue a tratar con las autoridades protestantes, para que le permitieran dar cristiana sepultura a los mártires. Los herejes se apresuraron entonces a enterrarlos en dos fosas comunes. El historiador V. G. Estius escribió en 1603: “Es allí que reposan en tierra extranjera, en medio de los enemigos de la Iglesia, hasta que Dios, apaciguado por sus méritos y oraciones, otorgue la paz a esos países belgas tan largamente perturbados, e inspire a sus servidores el deseo de recoger aquellos restos sagrados para darles las debidas honras”.
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