R.P. Raúl Plus SJ
De ordinario entre los 3 y los 5 años de edad no se ha despertado aún, al menos de un modo completo, el sentido moral. A mitad del camino entre la inconsciencia de la más tierna edad y el contacto racional con la vida, la principal ocupación es el juego: el niño recorta cartones o garrapatea unos dibujos sin sentido; la niña viste y desviste una muñeca. Se produce el primer contacto —esto depende de cada familia, pero sobre todo de las mamás— con el mundo invisible; el niño aprende las primeras oraciones; sabe que hay un Dios, el Niño Jesús; que hay cosas prohibidas, aun cuando ignore la malicia de las mismas; coge lo que es de mamá, sin percatarse de que ello es un robo; no dice siempre la verdad, sin saber del todo que el mentir es algo ruín, y cuando miente, lo hace más por instinto que por ingénita perversión. Por un beso iría al otro cabo del mundo, y más lejos aún por un chocolate. Hay que aprovechar esa edad prodigiosa. Puesto que el niño es un ser muy imaginativo, hay que sugerirle imágenes; mas, como necesita ser educado, las imágenes han de ser elevadas. ¿Por qué no hemos de utilizar las vidas de algunos santos, en especial las vidas de Jesús y de María? Abundan en el Evangelio episodios muy pintorescos, por cierto, y muy al alcance del niño. Si el Evangelio ha entrado en el corazón de la madre, esta conocerá el arte de interesar sin falsear, de instruir sin fatigar, de adaptar los conocimientos a la capacidad del pequeñito. No se le digan inexactitudes. El niño, a esa edad, es de una docilidad extremada. “Lo ha dicho papá”, “lo ha dicho mamá”; en consecuencia, es cosa sagrada. Cuidado, pues, con los cuentos que se le refieren, con las alusiones que se le hacen, con las conversaciones que con él se mantienen. El niño, a esa edad, se siente inclinado a referir para sí todas las cosas; pero es muy propenso, asimismo, al desinterés y a la bondad. De suyo es egoísta por instinto; posee un sentido terrible de la propiedad: no reparte nada; lo quiere todo para sí. Como tiene muchas necesidades y sabe que es pequeño, procura rodearse del mayor número posible de cosas útiles. Mas, si poco a poco se le adiestra a mirar a su alrededor, a ver que existen otros seres menos privilegiados que él; si se le inculca la idea de que es cosa loable desprenderse de algo por amor a los demás, descubriremos en él unas generosidades insospechadas. El niño, a esa edad, no tiene aún el caparazón de faltas y negligencias que se interpone entre él y su bautismo y que es propio de las personas mayores. Le es innata la sencillez; es puro. Posee la fe infusa, y el Espíritu Santo mora de asiento en su alma. Pero conviene no escandalizar al menor de esos pequeñitos; evitarle el espectáculo del mal, de la impureza aun material, de la mentira, de la cólera. Por otra parte es distraído, olvidadizo, fantaseador. Le hablas, y él, escuche o no escuche, sigue la idea o la emoción de su interior. Las órdenes le resbalan como el agua por encima del mármol. Es preciso llamarle una y otra vez la atención, reiterar las invitaciones o las órdenes, sin impaciencia de parte nuestra ni fatiga de parte suya. Debe prestarse atención a las maneras, a su posición en la cama, a sus pequeñas comidas, a los primeros síntomas que revelen glotonería, pereza, indisciplina, sensualidad. El niño es aún inconsciente, pero no conviene que lo sea el educador. Nada de prolijas explicaciones; basta una palabra breve, a veces una simple mirada que diga muchas cosas. No hay que desanimarse si los resultados no son enteramente satisfactorios. Conviene interrogarse, y enmendarse si fuera el caso. Y no ver sino a Jesucristo en esos pequeñitos: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).
* Adaptado del libro Cristo en el Hogar, Ed. Subirana, Barcelona, 1960, p. 569-572.
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