El Papa que detuvo a Atila en las puertas de Roma Combatió herejías, reforzó la disciplina eclesiástica, escribió importantes obras, siendo su pontificado el más importante de la antigüedad cristiana Plinio María Solimeo “En un momento en que la Iglesia estaba experimentando los mayores obstáculos para su progreso, a consecuencia de la desintegración acelerada del Imperio Romano de Occidente, mientras que el de Oriente estaba profundamente agitado por las controversias dogmáticas, este gran Papa, con clarividente sagacidad y mano poderosa, guió el destino de la Iglesia Romana y Universal”.1 San León I nació en Roma, de padres toscanos, a finales del siglo IV o comienzos del V. En la juventud se distinguió en las letras profanas y en la ciencia sagrada. Un antiguo concilio general dice de él: “Dios que le había escogido para alcanzar victorias sobre el error y para someter la falsa sabiduría del siglo a la verdadera fe, puso en sus manos las armas poderosas de la ciencia y de la verdad”.2 Al volverse arcediano de la Iglesia romana, sirvió bajo los Papas san Celestino I y Sixto III. Hábil diplomático, era ya tan conocido incluso fuera de Roma, que Casiano por sugerencia suya escribió en 430 o 431 la obra De Incarnatione Domini contra Nestorium (“Sobre la Encarnación del Señor, contra Nestorio”). También en ese mismo año san Cirilo de Alejandría se dirigió a él para interesarlo a su favor contra el mismo hereje Nestorio. San León fue destinado para varias misiones delicadas en la época. En una de ellas, en 440, fue enviado por el emperador Valentiniano III a la Galia, para intentar reconciliar a dos de los más famosos personajes del imperio —el comandante militar de la provincia, Flavio Aecio, y el principal magistrado, Albino—, que no pensaban sino en sus desavenencias en vez de unirse contra los bárbaros que estaban a las puertas del vasto imperio. San León se encontraba en esa misión cuando, al fallecer el Papa Sixto, fue elegido para sucederlo. León fue consagrado el 29 de setiembre de 440. Un mes después, pedía al pueblo romano, reunido en la basílica de san Juan de Letrán: “Yo os conjuro, por las misericordias del Señor, que ayudéis con vuestras oraciones al que habéis llamado con vuestros deseos, a fin de que el espíritu de la gracia permanezca sobre mí y no tengáis que arrepentiros de vuestra elección”.3 Incansable defensor de la ortodoxia San León consideró como uno de sus principales deberes, en calidad de supremo Pastor, mantener la disciplina eclesiástica, en ese tiempo en que la continua invasión de hordas bárbaras provocaba desórdenes en todas las condiciones de la vida; inclusive en las reglas de moralidad, que estaban siendo gravemente violadas. Fue él extremamente enérgico para el mantenimiento de la disciplina, y muchos de sus sermones y decretos van en ese sentido.
Se esforzaba principalmente en sustentar la ortodoxia en aquellos tiempos difíciles para la Iglesia y de decadencia general. “De su primera carta en este asunto, escrita a Eutiques, el 1º de junio de 448, hasta su última carta escrita al nuevo Patriarca ortodoxo de Alejandría, Timoteo Salafaciolo, el 18 de agosto de 460, no podemos sino admirarnos de la manera clara, positiva y sistemática en que León, fortificado por la primacía de la Santa Sede, tomó parte en este difícil enredo”.4 Poco después de su elevación al solio pontificio, comenzó a combatir enérgicamente las herejías que surgían en Oriente. Así, por ejemplo, supo que en Aquilea sacerdotes, diáconos y clérigos, que se adhirieron en su momento a la herejía de Pelagio, habían sido readmitidos a la comunión de la Iglesia sin haber abjurado explícitamente de su herejía. El Papa, además de condenar severamente el hecho, ordenó que un sínodo provincial se reuniera en aquella ciudad, en el cual tales personas fueran intimadas a abjurar públicamente la herejía y a suscribir una confesión de fe inequívoca. Otro grave problema que tuvo que enfrentar fue contra nueva onda de la herejía maniquea. Hordas y hordas de maniqueos, que huyeron de África a causa de la invasión de los vándalos, se habían establecido en Roma, donde fundaron una comunidad maniquea secreta. El Papa ordenó a los fieles que denunciaran a estos herejes a los sacerdotes. En 443, junto a los senadores y presbíteros, condujo una investigación personal contra la secta, siendo entonces juzgados y condenados varios de sus líderes. Por influencia del Papa, el emperador Valentiniano III promulgó un edicto por el cual estableció castigos contra los maniqueos. San Próspero de Aquitania afirma en sus Crónicas que, a consecuencia de las enérgicas medidas del pontífice contra la herejía, los maniqueos fueron también expulsados de las provincias; y que hasta los obispos orientales imitaban a León I en la persecución de esta secta herética. San León se enfrentó también a la cuestión de la herejía monofisita en Oriente, defendida por Eutiques, monje de Constantinopla. Enseñaba el monje que en Jesucristo había solamente una naturaleza; y no dos —la humana y la divina— como es la enseñanza correcta. Eutiques ya había sido excomulgado por san Flaviano,5 Patriarca de Constantinopla, y apeló al Papa. León I, después de investigar la cuestión, escribió una carta dogmática a san Flaviano, con una exposición serena y profunda de la cristología católica. En el caos de las discusiones, este fue el guía seguro para los espíritus sinceros, estableciendo y confirmando la doctrina de la Encarnación y de la unión de las naturalezas divina y humana de Nuestro Señor Jesucristo. Urgió a que un concilio se reuniera para juzgar al concilio ilegalmente realizado en Éfeso ––que condenó y depuso a san Flaviano, exculpando a Eutiques— y al cual lo tildó de “Concilio del latrocinio”. Fue así reunido el Concilio de Calcedonia, bajo los auspicios de los emperadores Marciano y santa Pulqueria (ver Tesoros de la Fe, setiembre de 2012), que condenó a Eutiques y a Dióscoro, patriarca de Alejandría. Atila, rey de los hunos, “el azote de Dios” Un peligro de otro orden surgió en el horizonte. Atila, rey de los hunos, que a sí mismo se llamaba “el azote de Dios”, destruía cuanto encontraba a su paso en las Galias. Tongres, Tréveris y Metz fueron saqueadas; Troyes fue salvada por san Lupo y Orleans por san Aniano. Abatido en las planicies de Châlons por los esfuerzos conjuntos de Aecio (general romano), Meroveo (rey de los francos) y Teodorico (rey de los visigodos), Atila se volvió hacia el norte de Italia, destruyendo todo a hierro y fuego. Muchos se refugiaron en las pequeñas islas existentes en las lagunas del Mar Adriático, dando origen a Venecia. Atila saqueó Milán; y el emperador Valentiniano III, juzgando que no estaba a salvo en Ravena, huyó a Roma. El emperador, el senado y el pueblo vieron que para conjurar la situación había una sola salida: que san León fuera a parlamentar con el invasor.
Para san León, su misión era clara: salvar al mundo cristiano, y también a su patria y a su pueblo. Pero la tarea no era nada fácil, y el éxito imprevisible. San León fue al encuentro del temible bárbaro en las proximidades de Mantua, revestido con todos los paramentos pontificales y acompañado por sacerdotes y diáconos con trajes sacerdotales. “Como un león que no conoce miedo ni tardanza, este varón se presentó para hablar al rey de los hunos en Peschiera, pequeña ciudad próxima de Mantua, y movió al vencedor a volverse”, dice un cronista de la época. Otro contemporáneo, san Próspero de Aquitania, afirma que san León “se abandonó al auxilio divino, que nunca falta a los esfuerzos de los justos, y que el éxito coronó su fe”.6 Atila prometió vivir en paz con el imperio mediante un tributo anual. Hizo cesar inmediatamente las hostilidades, y poco después, fiel a su palabra, regresó a los Alpes. Los bárbaros preguntaron entonces a su jefe por qué, contra su costumbre, había mostrado tanto respeto hacia el Papa, al punto de obedecer todo cuanto él le había propuesto. Atila respondió que “no fue la palabra de aquel que vino a encontrarse conmigo que me inspiró un miedo tan respetuoso; sino que vi junto a ese Pontífice a un otro personaje, de un aspecto mucho más augusto, venerable por sus cabellos blancos, que se mantenía en pie, en hábito sacerdotal, con una espada desnuda en la mano, amenazándome con un aire y un gesto terribles, si yo no ejecutase fielmente todo lo que me era pedido por el enviado”. Este personaje era el apóstol san Pedro. Según otra tradición, el apóstol san Pablo también estuvo presente. Aunque no se conserva ninguna relación contemporánea de esa intervención de los apóstoles, la tradición que la narra está consagrada por la autoridad del Breviario Romano.7 Otra invasión de Roma, otras circunstancias El Sumo Pontífice ordenó oraciones públicas para agradecer a Dios tan grande beneficio. Pero el pueblo inconstante, pronto se olvidó del magnífico favor, y se entregó a las diversiones como juegos en el circo, teatros y desenfrenos. El emperador no fue el último en dar mal ejemplo de la más indignante inmoralidad. En un sermón, san León aplicó al pueblo las palabras de Jeremías (5, 3): “Tú velas, Señor, por la verdad, los heriste y no los afectó, los destrozaste y no se corrigieron; endurecieron su cara como roca, se resistieron a volver a ti”. Emocionado, agregó: “Quiera Dios que estos males sirvan para la enmienda de los que sobreviven, y que, cesando las desgracias, cesen también las ofensas”.8 Pero su advertencia no fue atendida. Por eso, tres años después, san León ya no fue tan exitoso con el vándalo Genserico. El santo Pontífice apenas pudo obtener de él que no quemara la ciudad y respetara la vida de sus ciudadanos. Asimismo, que estaría a salvo todo cuanto se juntase en las tres grandes basílicas de Roma. No obstante, la Ciudad Eterna fue saqueada durante quince días. Nadie murió, pero muchos quedaron en la miseria.
El Pontífice procuró socorrer a los necesitados y reconstruir la ciudad, declarando una vez más que aquellos males se debían a la impiedad del pueblo. Y exclamó: “Mi corazón está lleno de tristeza e invadido por un gran temor. Porque están en gran peligro los hombres cuando son ingratos con Dios, cuando echan en olvido sus mercedes y ni se arrepienten después del castigo, ni se alegran del perdón”.9 San León envió misioneros al África para atender a los cristianos cautivos que Genserico llevó consigo. La valiosa colección de cartas y sermones admirables que nos legó san León Magno —y que le merecieron el título de Doctor de la Iglesia— son un claro espejo de la historia de su tiempo. “Con él vemos por vez primera el Papado medieval en toda su concepción grandiosa y su intransigencia necesaria, y en él resplandece el doble elemento que garantiza la vida divina de la Iglesia: autoridad y unidad”.10 El gran Papa y santo falleció en Roma el 10 de noviembre de 461. En 1754, Benedicto XIV lo exaltó como Doctor de la unidad de la Iglesia (Doctor unitatis Ecclesiae).
Notas.- 1. J.P. Kirsch, Pope Saint Leo, The Catholic Encyclopedia, online edition in www.newadvent.com. 2. Les Petits Bollandistes, Vies de Saints, Bloud et Barral, París, 1882, t. IV, p. 328. 3. Fray Justo Pérez de Urbel OSB, Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, t. II, p. 101. 4. Kirsch, id., ib. 5. Ver nuestro artículo sobre santa Pulqueria en Tesoros de la Fe, nº 129, setiembre de 2012. 6. J.B. Weiss, Historia Universal, Tipografía La Educación, Barcelona, 1927, t. IV, p. 328. 7. Les Petits Bollandistes, op. cit. p. 333. 8. Pérez de Urbel, op. cit., p. 103. 9. Id., ib., p. 105. 10. Id., ib., p. 108.
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