Centenario de su fallecimiento (1920-2020) Por su ardiente deseo de reparación, de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María, la vidente Jacinta de Fátima correspondió al sentido medular de la más profética de las apariciones marianas. Al conmemorar el centenario de su glorioso tránsito, invoquemos su poderosa intercesión. Plinio María Solimeo Al crear cada alma, Dios le designa una misión específica que ella deberá cumplir, auxiliada por la gracia. Algunas —¿la mayoría? ¿la minoría?; la Iglesia no se ha pronunciado al respecto— actúan en sentido contrario a la propia misión, y al final de la vida, si llegaron a cometer un pecado mortal y no se arrepienten, son condenadas al infierno. Muchas otras se quedan a medio camino, y después de la muerte, en el Purgatorio, deberán purificarse de la falta de correspondencia a las gracias recibidas, antes de ser llevadas al cielo. Según todo indica, apenas una minoría corresponde plenamente a la gracia, después de una lucha que no excluye las debilidades a consecuencia del pecado original: son los santos, que son pronto llevados al Paraíso celestial, pudiendo incluso pasar algún tiempo en el Purgatorio, para purificarse de los últimos vestigios de pecado. La Iglesia los presenta como modelos e intercesores de los que están in via —es decir, en este mundo— esforzándose por encontrar su camino al cielo; o, al contrario, tratando de eludir el llamado de Dios, huyendo de Él o, peor aún, irguiéndose soberbiamente contra Él e intentando arrastrar consigo a otras almas al infierno. El Creador no se aparece a cada hombre para señalarle su misión, salvo casos excepcionales como el de san Pablo, derribándolo del caballo en el camino a Damasco. Para la gran mayoría de los hombres, Dios indica la respectiva misión por los acontecimientos de la vida, sus gustos, inclinaciones y apetencias buenas, inspiraciones recibidas, de tal forma que la atención que el alma ponga a los movimientos buenos de la gracia en su interior, o a los hechos que le suceden, la encaminará más o menos conscientemente hacia el fin que Dios le designó (o, por el contrario, rehusará esa vocación y de ella se alejará). Analizada a la luz de estas consideraciones de índole teológica, la vida de santa Jacinta Marto —cuyo centenario de su gloriosa muerte celebramos el 20 de este mes de febrero— es un ejemplo del alma que despertó a su vocación, no apenas por haber visto a la Santísima Virgen, sino también por la comprensión del sentido medular del mensaje de Fátima: la necesidad de rezar por la conversión de los pecadores y ofrecer actos de reparación por sus pecados, que ofenden a Dios y hieren al Corazón Inmaculado de María. Ella comprendió que, como los pecados están continuamente creciendo en número y gravedad, y si esa penitencia no es hecha, sobrevendrán sobre la humanidad los tremendos castigos anunciados por la Madre de Dios en el llamado “secreto de Fátima”. Algunos hechos de la vida de Jacinta mostrarán al lector cómo ella tomó en serio esa maternal advertencia de la Virgen, se compenetró de su misión y se inmoló por la conversión de los pecadores. La firmeza de Jacinta propició la continuidad de las apariciones Como se sabe, la madre de Lucía no daba crédito a la realidad de las apariciones. Quería obligarla a desmentir que hubiese visto a la Santísima Virgen, no escatimando para ello (como después lo contó la propia hermana Lucía) “cariños, amenazas, ni siquiera el palo de la escoba” (I Memoria, p. 17 – ver Bibliografía). La llevó al párroco de Fátima, el cual, manteniendo una actitud de reserva, la interrogó con amabilidad, pero al final planteó la hipótesis de que podría “ser un engaño del demonio” (II Memoria, p. 68).
La hipótesis desencadenó una comprensible tormenta en el alma de Lucía, que comenzó a vacilar sobre la conveniencia de dirigirse nuevamente al lugar de las apariciones. Al manifestar a sus primos la duda en que se debatía, Jacinta inmediatamente la desbarató con una encantadora lógica infantil: “No es el demonio. El demonio dicen que es muy feo y que está debajo de la tierra, en el infierno. ¡Y aquella Señora es tan bonita! Y nosotros la vimos subir al cielo” (II Memoria, p. 51). Esto apaciguó un poco el alma de Lucía, pero la duda persistía. Se desvaneció en ella el entusiasmo inicial por la práctica del sacrificio y de la mortificación. Así, en la víspera de la tercera aparición (13 de julio de 1917) resolvió no volver más a la Cova da Iria (lugar de las apariciones). Llamó entonces a Jacinta y Francisco, y les comunicó su resolución. Ellos respondieron: “Nosotros vamos. Aquella Señora nos mandó ir” (II Memoria, p. 52). Y Jacinta se puso a llorar, porque Lucía no quería ir. Al día siguiente, Lucía se sintió de repente impelida a ir, por una fuerza superior a la que no resistió. Se puso en camino, pasando antes por la casa de sus primos. Los encontró en su cuarto, de rodillas al pie de la cama, llorando. — “¿Pero ustedes no van?, les preguntó Lucía. — Sin ti no nos atrevemos a ir. ¡Anda, ven! — Yo ya voy”, respondió Lucía (cf. II Memoria, p. 52). Y alegres se pusieron en camino. Ya en la aparición del 13 de junio, algo semejante había ocurrido: Lucía flaqueaba frente a las “aflicciones” de su madre, y la firmeza de Jacinta y Francisco vencieron las reticencias de la mayor de los videntes. Seriedad y lógica para proceder en consecuencia Antes de las apariciones de la Santísima Virgen, los tres videntes recibieron la sugerencia de sus padres de rezar el rosario, pero “despachaban” la oración de manera más rápida, para ir pronto a jugar: pronunciaban apenas las primeras palabras, “Padre nuestro” y “Dios te salve María”. Al día siguiente de la primera aparición, después de soltar las ovejas en la Cova da Iria, Jacinta se sentó pensativa en una piedra. Lucía le dijo: — “Jacinta, ven a jugar. — Hoy no quiero jugar. — ¿Por qué no quieres? — Porque estoy pensando. Aquella Señora nos dijo que rezáramos el rosario y que hiciésemos sacrificios por la conversión de los pecadores. Ahora, cuando recemos el rosario, tenemos que rezar el avemaría y el padrenuestro enteros. Y los sacrificios, ¿cómo los tendremos que hacer?” (I Memoria, p. 13-14). Fue Jacinta la primera en comprender que esa no era una manera seria de rezar el rosario, y luego procedió en consecuencia.
Fue también la primera en buscar los medios para hacer sacrificios: la primera idea que se le ocurrió fue distribuir la merienda del almuerzo entre unos niños de una localidad próxima, llamada Moita, que mendigaban en las aldeas vecinas. Al verlos, Jacinta dijo: “Vamos a dar nuestra merienda a aquellos pobrecitos por la conversión de los pecadores” (I Memoria, p. 15). Y corrió a llevársela. Felices, los citados niños pobres procuraban encontrar a los videntes y los esperaban por el camino. Y Jacinta, tan pronto los veía, corría a llevarles todo lo que no le hiciera falta. Naturalmente, al fin de la tarde sentían hambre. Cuenta la hermana Lucía: “Había allí algunas encinas y robles. Las bellotas todavía estaban bastante verdes. Sin embargo, le dije [a Jacinta] que podíamos comer de ellas. Francisco subió a una encina para llenar los bolsillos, pero Jacinta se acordó que podíamos comer de los robles para hacer el sacrificio de tomarlas amargas. Y así saboreamos aquella tarde tan delicioso manjar. Jacinta tomó este por uno de sus sacrificios habituales. Cogía las bellotas de los robles o las aceitunas de las olivos. Le dije un día: — Jacinta, no comas eso que amarga mucho. — Las como porque son amargas, para convertir a los pecadores” (I Memoria, p. 15). Otro sacrificio fue el de la sed. Un día, la madre de Lucía le mandó llevar el rebaño a unos pastos distantes, que un vecino le había ofrecido. Era un día de verano abrasador. Al llegar allí, la sed se hacía sentir. La narración es de la hermana Lucía: “Al principio ofrecíamos el sacrificio con generosidad por la conversión de los pecadores, pero pasada la hora del mediodía no se podía resistir. Propuse entonces a mis compañeros ir a una aldea que quedaba cerca para pedir un poco de agua. Aceptaron la propuesta y allí fui a llamar a la puerta de una viejecita quien, al darme un cantarillo con agua, me dio un poco de pan que acepté con reconocimiento y corrí a distribuirlo entre mis compañeros. En seguida dí el cántaro a Francisco y le dije que bebiera. — No quiero beber, respondió. — ¿Por qué? — Quiero sufrir por la conversión de los pecadores. — Bebe tú, Jacinta. — También quiero ofrecer el sacrificio por los pecadores. Eché entonces el agua en el hueco de una piedra para que la bebiesen las ovejas y fui a llevar el recipiente a su dueña” (I Memoria, p. 15-16). Los ejemplos podrían multiplicarse, porque habían adquirido la costumbre, de vez en cuando, de ofrecer a Dios el sacrificio de pasar nueve días o hasta un mes sin beber. Una cuerda áspera a modo de cilicio En la aparición de agosto —realizada después del día 13, pues ese día habían sido raptados por el administrador de Ourém, que les quiso arrancar a la fuerza el secreto— la Santísima Virgen les recomendó nuevamente la práctica de la mortificación: “Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores; que van muchas almas al infierno por no haber quien se sacrifique y pida por ellas” (II Memoria, p. 57).
Pasados algunos días, caminando los videntes con sus ovejas, Lucía deparó con un pedazo de cuerda de una carroza. La cogió, y jugando, se la ató a un brazo y no tardó en notar que la cuerda le hacía daño. Dijo entonces a sus primos: “Miren, esto duele, podíamos atárnosla a la cintura y ofrecer a Dios este sacrificio” (II Memoria, p. 57). Todos aceptaron la idea, y cortando la cuerda en tres pedazos, pasaron a usarla de día y de noche. La aspereza de la cuerda, demasiado apretada, los hacía sufrir horriblemente. Jacinta dejaba a veces caer algunas lágrimas, por la incomodidad que sentía. Lucía le decía que se quitara la cuerda, pero ella respondía: “No, quiero ofrecer este sacrificio a Nuestro Señor en reparación y por la conversión de los pecadores” (II Memoria, p. 58). Por esta respuesta, se puede ver hasta qué punto Jacinta estaba imbuida del espíritu de reparación. Por eso, en la aparición de setiembre, la Santísima Virgen les dijo: “Dios está contento con vuestros sacrificios, pero no quiere que durmáis con la cuerda; llevadla solo durante el día” (II Memoria, p. 59). En otra ocasión, Jacinta deparó con unas ortigas, con las cuales se hincó. Luego advirtió a sus compañeros: “¡Miren, miren otra cosa con que nos podemos mortificar!” (cf. II Memoria, p. 58). Desde entonces adoptaron la costumbre de darse, de vez en cuando, algunos golpes con las ortigas en las piernas, para ofrecer a Dios este nuevo sacrificio. Estos ejemplos antiguamente edificaban a los católicos que leían las Memorias de la Hermana Lucía, donde están narrados. En el mundo hedonista de hoy, en que los hombres colocan el placer (lícito o ilícito) como bien supremo, ¿qué efecto causan? La idea de la reparación de los pecados por el sufrimiento, en ciertos casos llevado hasta el holocausto de sí mismo, les es completamente ajeno. Tal vez alguno de ellos diga: “No pensé que el fanatismo religioso llegara a ese punto”. Por eso, ya san Pablo advertía: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles” (1 Cor 1, 23). Compenetración del castigo que se cierne sobre el mundo La impresión que el secreto de Fátima causó sobre la pequeña Jacinta fue tan grande que la hermana Lucía, frente al pedido del obispo de Leiria para que pusiera por escrito todo lo más que pueda acordarse sobre la vida de su prima, tomó esto como una señal de que había llegado el momento de revelar las dos primeras partes del secreto. Pues no le era posible narrar ciertos hechos sin mencionar la profunda impresión que el secreto provocó en la alma de Jacinta. En primer lugar la visión del infierno, que explica el desvelo de ella por la salvación de las almas, como los hechos hasta aquí narrados demuestran de sobra. Además, el castigo de guerras y persecuciones a la Santa Iglesia, que la Santísima Virgen anuncia si los hombres no dejan de ofender a Dios. Ese fondo de cuadro está presente en varias visiones particulares que Jacinta tuvo, y que denotan el fondo de sus pensamientos. Así, por ejemplo, en una tarde de agosto de 1917, estando los videntes sentados en los peñascos de la gruta del Cabeço —donde, el año anterior, un ángel se les apareciera— Jacinta se puso súbitamente a rezar la oración que el ángel les enseñara, y después de un profundo silencio le dijo a su prima: “¿No ves tanta carretera, tantos caminos y campos llenos de gente llorando, con hambre, y sin tener nada que comer? ¿Y al Santo Padre, en una iglesia, delante del Inmaculado Corazón de María rezando? ¿Y no vez a mucha gente rezando con él?” (III Memoria, p. 91). La hermana Lucía agrega: “Pasados algunos días, me preguntó: — ¿Puedo decir a todas aquellas personas que vi al Santo Padre? — No. ¿No ves que eso forma parte del secreto y que por ahí luego se descubriría? — Está bien, entonces no digo nada” (III Memoria, p. 91). Un día, en casa de Jacinta, Lucía la encontró muy pensativa y la interrogó: — “Jacinta, ¿en qué piensas? — En la guerra que va a venir. Va a morir tanta gente. ¡Y casi toda va a ir al infierno! Serán arrasadas muchas casas y matarán a muchos sacerdotes. Mira, yo voy al cielo, y tú, cuando veas de noche esa luz que aquella Señora dijo que vendría antes, huye hacia allí también” (III Memoria, p. 91). Jacinta le recomendó a su prima Lucía fidelidad La comprensión profunda del Mensaje de Fátima se ve en todos los pensamientos expresados por Jacinta. Como se sabe, en la primera aparición la Santísima Virgen dijo que pronto la llevaría al cielo. Más tarde, en unas visiones particulares, le dijo que sería trasladada a Lisboa y allí moriría solita; pero que no temiera, porque la misma Madre de Dios estaría con ella, como de hecho sucedió. Los libros que tratan de Fátima describen los hechos con pormenores. Destaquemos uno. Poco antes de ir al hospital, acordándose de que Lucía había flaqueado en varios momentos, Jacinta le dijo: “Ya me falta poco para ir al cielo. Tú te quedas aquí para decir que Dios quiere establecer en el mundo la devoción al Inmaculado Corazón de María. Cuando haya que decir eso, no te escondas. Di a toda la gente que Dios nos concede las gracias por medio de ese Corazón Inmaculado; que se las pidan a Ella, que el Corazón de Jesús quiere que a su lado se venere el Corazón de María. Que pidan la paz a este Inmaculado Corazón porque Dios se la entregó a Ella. ¡Si yo pudiera meter en el corazón de toda la gente la lumbre que tengo aquí en el pecho quemándome y haciéndome gustar tanto de los Corazones de Jesús y de María!” (III Memoria, p. 93). Poderosa intercesora ante la Santísima Virgen Tanto ardor de devoción al Inmaculado Corazón de María, que quemaba dentro de su pecho, nos hace comprender porque era buscada ya en vida para obtener gracias especiales de la Virgen María. Narra Lucía: “Cierto día nos encontró una pobre mujer y llorando se arrodilló delante de Jacinta para pedirle que le obtuviese de Nuestra Señora la curación de una enfermedad terrible. Jacinta, al ver de rodillas delante de sí a una mujer, se impresionó y le cogió sus manos temblorosas para levantarla. Pero viendo que no podía, se arrodilló también y rezó con ella tres avemarías. Después le pidió que se levantara, que la Santísima Virgen la habría de curar. Ni un solo día dejó de rezar por ella, hasta que, pasado algún tiempo, volvió para agradecer a Nuestra Señora su curación” (I Memoria, p. 24).
Otro caso, entre muchos, también narrado por Lucía: “Una tía mía, llamada Victoria, casada en Fátima, que tenía un hijo que era un verdadero pródigo. No sé por qué hacía tiempo había abandonado la casa paterna sin saber nadie qué era de su vida. Angustiada mi tía, vino un día a Aljustrel para pedirme que suplicara a Nuestro Señor por aquel hijo. No me encontró y se lo encomendó a Jacinta. Esta prometió pedir por él. Pasados algunos días apareció en casa pidiendo perdón a los padres, y después fue a Aljustrel a contarnos su suerte desgraciada. Contaba que después de gastar cuanto había robado a sus padres, anduvo mucho tiempo como un vagabundo, hasta que, no sé por qué, terminó en la cárcel de Torres Novas. Algún tiempo después consiguió escaparse y, fugitivo, de noche, se metió por entre montes y pinares desconocidos. Creyéndose completamente extraviado, entre el susto de ser prendido de nuevo y la oscuridad de la noche cerrada y tempestuosa, encontró como único recurso la oración. Cayó de rodillas y comenzó a rezar. Pasados algunos minutos, afirmaba él, se le aparece Jacinta, le coge de la mano y le conduce a la carretera que va desde Alqueidão a Reguengo, haciéndole señas que continuase por allí. Cuando amaneció se encontró en el camino de Boleiros, reconoció el lugar donde estaba y, conmovido, se dirigió a casa de sus padres. Ahora bien, él afirmaba que fue Jacinta la que apareció junto a él, que la había reconocido perfectamente. Yo, por otra parte, pregunté a Jacinta si era verdad que ella fue allí y me respondió que no, que no sabía ni donde eran esos pinares y montes donde se había perdido. — ‘Yo solo recé y pedí mucho a Nuestra Señora por él dándome pena la tía Victoria’, fue lo que me respondió. — ¿Cómo sucedió entonces esto? — No sé, Dios lo sabe” (IV Memoria, p. 141-142). Podemos imaginar perfectamente que un ángel tomó la figura de Jacinta, ¡para indicarle al beneficiado quién había sido la intercesora de su salvación! Si tal es el poder de intercesión de Jacinta junto a la Madre de Dios, los devotos de Fátima pueden valerse de ella en sus necesidades materiales y espirituales, añadiendo al final de su oración la jaculatoria: “¡Santa Jacinta Marto, rogad por nosotros!”. Pero ella de tal manera se identificó con el Mensaje de Fátima, que sería mejor invocarla, como la llama el padre Fernando Leite SJ: Santa Jacinta de Fátima. Nos parece que, en este año en que conmemoramos el centenario de su fallecimiento, este sería un homenaje que agradaría a la Santísima Virgen.
Bibliografía.- * Memorias de la Hermana Lucía, in Antonio María Martins SJ, El futuro de España en los documentos de Fátima, Fe Católica Ediciones, Madrid, 1989 (todas las citaciones del presente artículo fueron tomadas de este libro). * Canónigo José Galamba de Oliveira, Jacinta, Gráfica de Leiria, 7ª ed., 1976. * Joaquín María Alonso CMF, Doctrina y espiritualidad del Mensaje de Fátima, c. VIII, Jacinta, la víctima de la reparación cordimariana, Arias Montano Editores, 1990, p. 131-147. * Fernando Leite SJ, Jacinta de Fátima, La pastorcita de Nuestra Señora, El Perú necesita de Fátima, Lima, 2006.
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