Los sacerdotes Juan Pedro Pinamonti y Carlos Gregorio Rosignoli fueron dos notables jesuitas italianos del siglo XVII. Afamados oradores sacros y fecundos misioneros, como buenos discípulos de San Ignacio de Loyola se empeñaron en la predicación de los famosos «Ejercicios Espirituales», compuestos por el fundador de Compañía de Jesús. Con ese fin el P. Pinamonti escribió un libro de meditaciones para religiosas, que después amplió aplicándolo a los fieles laicos. Y el P. Rosignoli escribió las lecturas espirituales correspondientes a cada uno de los Ejercicios. Es de esos textos que hemos extraído la página alusiva a la Santa Navidad, que hoy presentamos a nuestros lectores.
“El Nacimiento del Salvador está también lleno de prodigios de amor; y su primera entrada en el mundo lo muestra piadosísimo amante de los hombres. Podía muy bien venir Él con comodidades y pompas, en un día solemnísimo; escoger una corte magnífica, yacer en preciosísima cuna, envuelto en finísimas ropas; y con esto habría también dado clarísimas señales de su amor; porque todo sería siempre muy inferior a la Majestad de un Dios humanado. Sin embargo, el infinito amor de Jesús no quedaría satisfecho si no llegase a los últimos extremos. Sabía que un gran amor se hace ver en la humildad y en la paciencia. ¿Pero qué humildad escogió Él en su Nacimiento? Un pesebre por palacio, un comedero por cuna, unas pajas por lecho, unos viles animales por cortesanos. ¿Quién no se siente enternecer ante aquellas palabras del Evangelio: In propria venit, et sui non receperunt? — Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron? Vino a la Ciudad de Belén que era suya, y los suyos no lo acogieron, con lo cual fue obligado a mendigar de los brutos la hospitalidad que le negaron los hombres. ¡Oh, qué prodigio de humildad! Se admira como un exceso de humildad aquella de San Alejo, señor nobilísimo, que fue de incógnito a la propia casa a pedir a su padre algún lugar donde recogerse; y siendo recogido en un vil rinconcito de su palacio, recibió por tantos años de sus mismos criados la limosna de un poco de pan. Si esta proeza, hecha por un hombre por amor de Dios, fue de tan grande admiración, ¿qué será una tanto mayor, hecha por Dios por amor a los hombres? ¡Qué asombro! ¡Que ingrese Dios en este mundo, casa suya, y no encuentre otro lugar más que una vilísima gruta, y se vea necesitado de valerse de la piedad de los brutos para que le moderen, con el aliento, el rigor del frío, en lugar de los serafines que en el Cielo le encienden el trono con amorosas llamas! ¿Y con qué remedio se podrá curar la soberbia del hombre, si con la humildad del Hijo de Dios no se abate? ¿Con qué se podrá sanar de la avaricia, si con la pobreza del pesebre no se modera? ¿Con qué se podrá extinguir la concupiscencia de los gustos sensuales, si no se reprime, viendo que Dios Niño desde su Nacimiento comienza a afligir con tantas asperezas su santísimo cuerpecito? Acaba, pues, oh hombre, de entender que ahora el abatimiento es exaltación, la pobreza es riquísima, y las penalidades son deliciosísimas”.
J. P. Pinamonti y C. G. Rosignoli S.J., Ejercicios de San Ignacio y Lecturas Espirituales, Librería Apostolado de la Prensa, Porto, 1953, pp. 330 y ss.
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