Santoral
San Ignacio de Loyola, Confesor'Todo para la mayor gloria de Dios' fue el lema de este santo que, según el Papa Gregorio XV, 'tenía el alma más grande que el mundo'. Para combatir la pseudo-Reforma protestante y propulsar la Contra-Reforma, fundó la Compañía de Jesús. Sus Ejercicios Espirituales, escritos por inspiración de Nuestra Señora, llevaron muchas almas a la perfección. |
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Fecha Santoral Julio 31 | Nombre Ignacio |
Lugar Roma |
Paladín de la Contra-Reforma
San Ignacio, fundador de la Compañía de Jesús, se destacó por la coherencia y radicalidad de su espíritu Ignacio nació en el castillo de Loyola en 1491, siendo el menor de los trece hijos de Don Beltrán de Loyola y Doña Marina Sáenz. A los 16 años fue enviado como paje al palacio de Juan Velásquez de Cuéllar, contador mayor de los Reyes Católicos Fernando e Isabel, lo cual le permitió estar en continuo contacto con la corte. Bien dotado física e intelectualmente, el joven Ignacio “se entregó a todos los ejercicios de las armas, buscando aventajarse sobre todos sus iguales y alcanzar renombre de hombre valiente, honor y gloria militar”.1 O, como él mismo dice con humildad, “hasta los 26 años fue un hombre dado a las vanidades del mundo, y principalmente se deleitaba en el ejercicio de las armas y en el vano deseo de ganar honra”.2 La hora esperada por la Providencia Al oír hablar de los grandes hechos de sus hermanos en Nápoles, se avergonzó de su ociosidad y participó de algunas campañas con su tío, el Virrey de Navarra. Después fue enviado en socorro de Pamplona, asediada por los franceses. Era la hora de la Providencia. La desproporción de fuerzas era aplastante a favor de los franceses, pero Ignacio no quiso de capitulación y convenció a los suyos de resistir hasta el final. “Se confesó con un compañero de armas. Después de algún tiempo de duración de la batalla, la bala de una bombarda le alcanzó una pierna, quebrándola por entero. Y como ella pasó entre las dos piernas, la otra también quedó fuertemente herida”.3 Ignacio cayó por tierra. Sus compañeros se rindieron. Los franceses admirados con el coraje del español, lo trataron muy bien, permitiendo que fuese llevado en litera hasta el castillo de sus padres. Los huesos habían comenzado a soldarse de modo defectuoso, y fue necesario romperle de nuevo la pierna para ajustarlos. Todo ello, claro está, sin anestesia. Lo cual lo llevó a las puertas de la muerte, de manera que recibió los últimos sacramentos. Cuando todos esperaban el desenlace, en la víspera de la fiesta de San Pedro el enfermo, que era muy devoto de ese Apóstol, comenzó a mejorar. Conversión de un hombre coherente Sería largo narrar todas las torturas a que este soldado se sometió a fin de no quedar lisiado; pues, ¿cómo podría aparecer así en la corte? Vino después la larga convalecencia, la lectura de la vida de Cristo y de los santos, únicos libros que había en el castillo, y su conversión se dio del modo más radical. El primer pensamiento del nuevo soldado de Cristo fue el de ir a Tierra Santa y vivir en oración, penitencia y contemplación en los lugares en que se operó nuestra Redención. En Montserrat, hizo una confesión general de su vida y depuso la espada en el altar de la Virgen. Vivió después algún tiempo en Manresa, donde recibió grandes favores místicos y escribió sus famosos “Ejercicios Espirituales”. No le permitieron quedarse en Jerusalén, a causa de la tensa situación entonces reinante. Ignacio volvió a Barcelona para estudiar, a fin de prepararse para el sacerdocio. Fue más tarde a Alcalá y después a Salamanca, donde a causa de su prédica y reunión de discípulos, como aún era lego —lo cual era peligroso en aquella época de novedades malsanas y herejías— fue denunciado a la Inquisición y encarcelado hasta que su inocencia fue reconocida. “Compañía” como en un ejército Por eso resolvió ir a París, a estudiar en la famosa universidad local. Fue ahí que la Providencia le hizo encontrar a los seis primeros discípulos, con los cuales fundaría la Compañía de Jesús. Entre ellos estaba el gran apóstol de la India y del Japón, San Francisco Javier, y el beato Pedro Fabro. Después de los votos hechos en Montmartre, hecho que marcó propiamente el inicio de la Compañía, ellos se encontraron en Venecia, con el plan de ir a Tierra Santa. Mientras tanto, trabajaban en los hospitales. Como después de un año no consiguieron realizar su intento, decidieron ir a Roma a ponerse a disposición del Sumo Pontífice. En las proximidades de la Ciudad eterna, San Ignacio tuvo una visión en la cual Nuestro Señor prometió serle favorable en Roma. “Ignacio había sugerido para nombre de su hermandad ‘Compañía de Jesús’. Compañía se comprendía en su sentido militar, y en aquellos días una compañía era generalmente conocida por el nombre de su capitán. En la Bula latina de fundación, sin embargo, ellos fueron llamados «Societas Jesu»”.4
Paladín de la Contra-Reforma católica El papel de los jesuitas en la Contra-Reforma católica fue esencial. En la época, parecían perdidas para el protestantismo no sólo Alemania, sino Escandinavia, y amenazados los Países Bajos, Bohemia, Polonia y Austria, habiendo infiltraciones de la secta no apenas en Francia sino hasta en Italia. San Ignacio envió a sus discípulos a esas regiones infectadas, y estos fueron reduciendo para la Iglesia a las ovejas descarriadas hasta en la misma Alemania. Allí trabajaron Pedro Fabro, Claudio Le Jay y Bobadilla. Pero el jesuita que sería el gran apóstol de los pueblos germánicos, quien obtendría innumerables reconversiones, fue San Pedro Canisio, hoy considerado con razón el segundo apóstol de Alemania, después de San Bonifacio. El papel de los jesuitas fue también primordial en el Concilio de Trento —donde brillaron los padres Laínez y Salmerón— como en las universidades y en los colegios, inmunizando así a la juventud europea contra el error. Al recibir informaciones de los grandes triunfos de sus discípulos, San Ignacio exclamaba: “Demos gracias a Dios por su inefable misericordia y piedad, tan copiosamente derramada en nosotros por su glorioso nombre. Porque muchas veces me conmuevo cuando oigo y en parte veo lo que me dicen de vosotros y de otros llamados a nuestra Compañía en Cristo Jesús”.5 Obediencia presurosa, humildad ejemplar San Ignacio de Loyola quería una compañía de excelencia, para combatir los errores de la época, principalmente los de Lutero y Calvino, y por eso estipuló que, al contrario de las otras congregaciones u órdenes religiosas, el noviciado sería de un año más. Decía al fin de la vida, cuando su Compañía estaba ya extendida por casi todos los continentes: “Si yo desease que mi vida fuese prolongada, sería para redoblar la vigilancia en la selección de nuestros súbditos”.6 Cuando algún novicio se arrodillaba a su lado para pedirle perdón y penitencia por alguna falta, después de haber concedido una e impuesto la otra, Ignacio decía: “Levántese”. Si por una humildad mal entendida el novicio no se levantase inmediatamente, él lo dejaba arrodillado y salía, diciendo: “La humildad no tiene mérito cuando es contraria a la obediencia”. Discernimiento en la selección de súbditos Un día llamó a un hermano coadjutor y lo mandó sentarse en presencia de una visita. El hermano no lo hizo, pensando faltar el respeto al Superior y a la visita. Ignacio le ordenó entonces que pusiese el banco sobre su cabeza, y así estuviese hasta la salida de la visita. Cuando un novicio no servía para su instituto, Ignacio no tenía contemplación ni siquiera por su condición social. Expulsó de la Compañía al hijo del Duque de Braganza y sobrino del gran benefactor de la Compañía, Don Manuel, rey de Portugal, e incluso a un primo del Duque de Bivona, pariente del Virrey de Sicilia, que era también su amigo y benefactor. “La obstinación en las ideas era uno de los principales motivos de exclusión o de expulsión, para el santo fundador. Un español de gran capacidad, de una ciencia poco común y de una virtud reconocida, entró en la Compañía y ejercía el cargo de ministro en la casa profesa de Roma con habilidad; pero cuando se le metía una idea en la cabeza, no le salía más. Ignacio lo sacó del cargo, juzgando inepto para mandar a aquel que no sabía obedecer. [...] Una noche Ignacio supo que él acababa de dar una nueva prueba de su terquedad; en el mismo instante le envía orden de abandonar la casa sin esperar al día siguiente”.7
Venerado como santo aún en vida Esa severidad era sin embargo balanceada con tanta dulzura que él era una verdadera madre para los novicios. Tal equilibrio hacía con que fuese venerado como santo incluso en vida. Su más preciosa conquista, San Francisco Javier, le tenía tanta veneración que muchas veces le escribía de rodillas. Y en los peligros y tempestades invocaba su nombre, llevando al cuello como protección, junto a sus votos de profesión, una firma del padre Ignacio. Constantemente afirmaba: “El padre Ignacio es un gran santo”. Laínez, otro de los grandes discípulos de Ignacio y su sucesor en el generalato de la Compañía, también lo veneraba como santo, del mismo modo que San Francisco de Borja, más tarde tercer Superior General de la Compañía.8 Su vida interior era profunda y estaba constantemente en la presencia de Dios. Conforme narra en su autobiografía, cada vez que quería encontrar a Dios él lo encontraba haciendo un poco de recogimiento. Tenía visiones, repetidamente, sobre todo cuando se trataba de decidir un asunto importante de la Compañía, o cuando redactaba sus Constituciones. Esas visiones le eran constantes también cuando celebraba la Misa.9 “Su ropa fue siempre pobre y sin galas, pero limpia y aseada, porque, si bien amase la pobreza, nunca le agradó la poca limpieza”.10 San Ignacio falleció en Roma, el día 31 de julio de 1556. Notas.- 1. P. Pedro de Ribadeneyra, Vida de San Ignacio de Loyola, Espasa-Calpe Argentina, Buenos Aires, 1946.
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