Santoral
San Benito de Nursia, AbadPatriarca de los monjes do Occidente, Patrono de Europa. Sus monjes reconstruyeron, por medio del cristianismo, aquel continente arrasado por los bárbaros. San Gregorio Magno de él afirma que “estaba lleno del espíritu de todos los justos”, y Bossuet lo llama de “síntesis perfecta del cristianismo”. Luchó por una Europa católica, opuesta a la que hoy se quiere construir. |
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Fecha Santoral Julio 11 | Nombre Benito |
Lugar Montecassino - Italia |
Patriarca de los monjes de Occidente
Cuando sobrevino el desmoronamiento Plinio María Solimeo En su obra Diálogos, en que narra la vida de varios santos, San Gregorio Magno dedica el segundo libro a San Benito. Comienza así: “Hubo un varón de vida venerable, bendecido tanto por gracia como por nombre, dotado desde la más tierna infancia de una sabiduría de hombre plenamente maduro. En efecto, en su modo de actuar se anticipó a la edad y jamás se entregó a ningún placer pecaminoso; al contrario, todavía en esta tierra, pudiendo gozar libremente de los bienes temporales, prefirió despreciar el mundo con sus flores, que consideró marchitas”.2 San Benito era oriundo de la noble familia Anicia, que diera a Roma cónsules y emperadores, y nació en el poblado de Sabino, en Nursia, en la Umbría, por vuelta del 480. Cuatro años antes Odoacro, rey de los bárbaros hérulos, deponía al último emperador romano, Rómulo Augústulo, haciendo cesar así el dominio que tenía Roma sobre todo el mundo civilizado de entonces. De la hermana gemela de Benito, Escolástica, se sabe que fue consagrada a Dios desde su infancia, pero no se tienen pormenores de su vida, sino poco antes de su muerte. La barbarie se propaga en la época de San Benito Acompañado de su ama de leche, Benito fue enviado a Roma para estudiar. Allí permaneció cierto tiempo. Pero sucedió que, “invadido por los paganos de las tribus arias, el mundo civilizado parecía declinar rápidamente hacia la barbarie, durante los últimos años del siglo V: la Iglesia estaba agrietada por los cismas; ciudades y países desolados por la guerra y el pillaje, vergonzosos pecados campeaban tanto entre cristianos como entre gentiles. [...] En las escuelas y en los colegios, los jóvenes imitaban los vicios de sus mayores”.3 Por eso, a los doce años Benito fue a vivir, aún con su ama de leche, al pueblito de Enfide [actual Affile], donde, auxiliado “por muchos hombres honrados”, se instaló cerca de la iglesia de San Pedro. Fue en ese pequeño lugar donde obró el primer milagro del que se tiene noticia. Habiendo su ama tomado prestado de gente pobre de los alrededores un jarro de barro, lo colocó de mal modo sobre la mesa; este resbaló, cayó al suelo y se partió. Viendo a la mujer llorar amargamente porque no podía devolver el jarro roto, Benito juntó los pedazos y rezó sobre ellos, “con los ojos llenos de lágrimas”. Al mismo instante el jarro se reconstituyó, como si nunca se hubiese partido. Recogimiento en la soledad de Subiaco La fama del milagro se esparció por la ciudad, y era exactamente lo que Benito no quería. Por eso, resolvió retirarse a un lugar completamente aislado, donde pudiese estar a solas con Dios. Esta vez, sin llevar consigo ni a su ama, fue a una región agreste, montañosa, a unos 80 Km. de Roma, llamada Subiaco. Allí encontró a un monje, Román, que sabiendo de sus designios, le dio un hábito de eremita y le encaminó a una gruta tan inaccesible, que difícilmente alguien podría encontrarlo. Y el mismo San Román hacía descender el pan para alimento de Benito, por medio de una cuerdita a la cual había amarrado una campanilla.
En ese total recogimiento, el solitario vivió durante tres años. Fue cuando, según la tradición, un sacerdote de Monte Preclaro, que planeaba su cena para el domingo de Pascua, vio en sueños a Nuestro Señor que le dijo: “Mi servidor se muere de hambre en una caverna, y tú te preparas cosas deliciosas”. A esa voz el sacerdote se levanta, recoge lo que había preparado para la comida, y sale para encontrar al siervo de Cristo, desconocido por él. Guiado por la mano de Dios, va entre las montañas y rocas hasta encontrar finalmente la gruta de Benito. Después de rezar con él por largo tiempo, lo convida a participar de su comida, alegando ser aquel un día de fiesta. Más adelante, unos pastores descubrieron al santo. Al inicio, pensaron que se trataba de algún animal, pues estaba vestido de pieles, pero en seguida vieron que era un solitario. Éste les habló de la religión, y poco a poco la fama de santidad de Benito se irradió por la región. Acto heroico para aplacar la concupiscencia El padre de la mentira quiso vengarse del bien que Benito hacía y del que preveía que aún iría a hacer, y bajo la forma de un mirlo comenzó a cantar, revoloteando alrededor de su cabeza. Pero Benito hizo la señal de la cruz sobre el inoportuno, que desapareció. Al mismo instante el santo sintió una terrible tentación de lujuria y de inmediato, para apagar su ardor, se lanzó sobre una zarza de espinas, sobre la cual revolcó su cuerpo hasta correr sangre. El dolor físico apartó la tentación diabólica, y ese acto heroico le valió el verse libre de toda tentación de lujuria para el resto de su vida. Siglos después, otro santo, el poverello de Asís, contemplando maravillado aquella zarza de rudas espinas, la bendijo, y en ella surgieron odoríferas rosas. Había en las proximidades de Subiaco un monasterio, decadente de su primitivo fervor. Al fallecer su abad, los monjes escogieron a Benito en su lugar. En vano él se resistió. Por el bien de la paz, terminó cediendo. Pero los monjes no pudieron suportar sus continuas amonestaciones, sus consejos, y sobre todo la fuerza de su ejemplo. Resolvieron entonces envenenarlo. Le dieron una copa de vino en la cual habían derramado una sustancia fuertemente venenosa, pero el santo, como era su costumbre, hizo la señal de la cruz sobre el vino antes de beber, y la copa se hizo trizas en sus manos. Benito volvió entonces a su amada soledad de Subiaco.4 Formador de santos – milagros portentosos La fama del solitario de Subiaco fue esparciéndose como mancha de aceite, y personas de toda condición acudían para consultarle u oírle palabras de vida eterna. Algunos iban más lejos: el noble Equicius le confió a su hijo Mauro, de apenas doce años, para que Benito lo educase y dirigiese. Y el patricio Tértulo hizo lo mismo con su hijo Plácido, entonces de siete años. En la escuela de Benito ambos llegaran a la honra de los altares. Poco a poco, doce conventos se esparcieron alrededor de Subiaco, cada uno con doce monjes y un superior, teniendo Benito la supervisión de todos ellos. Entre los doce conventos, tres quedaban en la cuesta de la montaña, donde no había agua. Sus monjes tenían que bajar las escarpadas cuestas para buscarla abajo, en un lago. Esto no sólo era muy penoso, sino que presentaba riesgos. Por eso los monjes pidieron autorización a Benito para mudarse a un lugar más propicio. El santo quiso que ellos esperasen. Acompañado del niño Plácido, subió la montaña, escogió un lugar cerca de los conventos y lo marcó con tres piedras. Al día siguiente los monjes notaron que del lugar corrían chorrillos de agua, que luego formaron un arroyuelo descendiendo montaña abajo. Otro milagro realizado por esa época fue con un godo convertido, que entrara como novicio en uno de los conventos. Benito le dio como función desmalezar alrededor del lago, para acabar con las plagas. El novicio puso tanto empeño en el trabajo que, estando cerca del lago, la lámina de la herramienta saltó dentro del agua, en un lugar profundo. Contrito y humillado, el novicio buscó a Mauro para que éste, que era el discípulo predilecto, le pidiese a San Benito que le diese una penitencia. Al saber de lo ocurrido, el santo fue hasta la orilla del lago con el novicio y, sumergiendo la punta del mango en el agua, la lámina subió de las profundidades para encajarse perfectamente en él. En otra ocasión, el pequeño Plácido fue a sacar agua del lago y se cayó, siendo arrastrado por la corriente. Benito, por una visión profética, vio lo que pasaba y mandó que Mauro corriese en socorro del niño. El joven obedeció prontamente y al pie de la letra: corrió sobre el agua y cogió a Plácido de los cabellos, arrastrándolo hacia el margen. Sólo entonces se dio cuenta del milagro de correr sobre el agua, y lo atribuyó a San Benito, quien le confirmó que había sido un premio a la pronta obediencia.
Fundación del monasterio de Monte Cassino Viendo el bien que hacía Benito, y consintiendo en una tentación del demonio, un sacerdote que vivía en las proximidades, Florencio, se llenó de odio hacia el santo e intentó matarlo, enviándole un pan envenenado. Pero San Benito, conociendo la trama por una revelación, ordenó a un cuervo que se llevase el pan hacia un lugar donde no pudiese causar daño a nadie. El clérigo no cesó sus ataques, llegando al colmo de introducir en uno de los monasterios a siete mujeres de vida licenciosa para tentar a los monjes. Sabiendo San Benito que el objeto de toda la ofensiva era él, resolvió retirarse, llevándose consigo a algunos discípulos. Y llegó a la región de Monte Cassino, donde quedaban las ruinas de una ciudad en la cual había sido venerado el dios Apolo. En el lugar, plantó una cruz y comenzó la construcción del monasterio que tanto bien haría al mundo de aquel tiempo. Regla benedictina: “suma del cristianismo” Queriendo que sus monjes uniesen la vida activa a la contemplativa, bajo el lema Ora et Labora (Reza y Trabaja), San Benito escribió su célebre Regla, obra maestra destinada a la perpetuidad. Ella es, según Bossuet, una “suma del cristianismo, resumen docto y misterioso de toda la doctrina del Evangelio, de las instituciones de los Santos Padres, de todos los consejos de perfección, en la cual alcanzaban una cima más alta la prudencia y la simplicidad, la humildad y el valor, la severidad y la dulzura, la libertad y la dependencia; en la cual la corrección tiene toda su firmeza, la condescendencia todo su encanto, la voz de mando todo su vigor, la sujeción todo su reposo, el silencio su gravedad, la palabra su gracia, la fuerza su ejercicio, y la debilidad su apoyo”.5 San Benito falleció el 21 de marzo del año 543. Notas.- 1. San Bertario, abad de Monte Cassino y mártir, apud Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, d’après le Père Giry, París, Bloud et Barral, 1882, t. 3, p. 570.
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