La Palabra del Sacerdote ¿Puede el hombre prever los acontecimientos?

Por ser “La Palabra del Sacerdote” una de las columnas más apreciadas de Tesoros de la Fe, con el fallecimiento del recordado Mons. José Luis Marinho Villac la dirección de la revista Catolicismo [que publica originalmente esta columna] me pidió que le diera continuidad, respondiendo a las consultas hechas, en su mayoría sobre temas religiosos.

Dudé en aceptar, porque una personalidad sacerdotal como la de Mons. Villac es insustituible. Por su ciencia de antiguo profesor de seminario y su fidelidad a la enseñanza tradicional de la Iglesia, por su tacto de confesor de legiones de penitentes, por la prudencia de su dirección espiritual, él poseía una influencia que marcó a muchos medios católicos en el Brasil, la cual se prolongaba de alguna manera en sus artículos.

Dios, que él tanto amaba, lo llamó a su presencia, y eso significó una gran pérdida para la Iglesia, para sus lectores y para mí en particular, pues fue Mons. Villac quien me atrajo al Seminario Menor de Jacarezinho, y allí me hizo beber en las aguas cristalinas de la buena doctrina.

En gratitud a todo lo que él hizo por mí y por tantos otros sacerdotes y fieles durante estos años de convivencia, amistad y apoyo, yo no podía rehusar el amable pedido, aunque sabiendo que mis respuestas no tendrán la misma profundidad y claridad que ha distinguido hasta aquí a “La Palabra del Sacerdote”.

Espero que, en compensación, el propio Mons. Villac obtenga de la Santísima Virgen para los lectores las gracias que recibirían si las respuestas hubiesen sido escritas por él.

Con esta explicación a los dilectos lectores, paso a responder la primera cuestión.

PREGUNTA

Quisiera saber cómo la Iglesia Católica ve la cuestión de los dones, por ejemplo, el de la percepción. ¿Puede el hombre ser capaz de “prever acontecimientos”?

RESPUESTA

Padre David Francisquini

La pregunta del lector levanta una cuestión muy importante para la vida espiritual de los fieles y para la vida institucional de la Iglesia, que es el papel del Espíritu Santo y de sus dones y carismas.

Citando a san Agustín, el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 797) enseña: “Lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia”. De hecho, como escribió Pío XII, “está todo en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de los miembros”, como “el principio de toda acción vital y saludable en todas las partes del Cuerpo místico”, haciendo de la Iglesia “templo del Dios vivo” (2 Cor 6, 16).

La Iglesia distingue tradicionalmente los dones del Espíritu Santo de los carismas. Los dones están destinados a todos los fieles para sustentar su vida moral, y el Catecismo los define como “disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo” (nº 1830). En cambio los carismas, son dados apenas a algunas personas, “son gracias del Espíritu Santo, que tienen directa o indirectamente una utilidad eclesial; los carismas están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo” (nº 799).

Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Esta enumeración proviene del libro de Isaías (11, 2) al hablar del Mesías, como retoño salido del tronco de Jesé: “Sobre él se posará el espíritu del Señor, espíritu de sabiduría y entendimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor”. El texto menciona seis dones, pero el “temor de Dios”, citado dos veces, fue traducido por san Jerónimo en la Vulgata latina como “piedad filial”.

El Espíritu Santo nos santifica

En el vitral está escrito: “El Espíritu Santo sopla donde quiere”

El uso de esta lista de dones está comprobado desde fines del siglo IV por san Ambrosio de Milán. En el siglo IX, el antiquísimo himno Veni Creator Spiritus se dirige al Espíritu Santo como Tu septiformis munere, o sea, “Tú derramas sobre nosotros los siete dones”. Sin embargo, fueron santo Tomás de Aquino y la Escolástica los que formalizaron esta lista, la cual fue adoptada y mantenida en todos los ritos del sacramento de la Confirmación.

Por los siete dones, que son disposiciones grabadas en lo más hondo del corazón antes de cualquier acto de nuestra parte, el Espíritu Santo nos santifica, transformándonos a imagen y semejanza de Dios. Los Padres de la Iglesia los compararon a las velas de una embarcación, que la hacen avanzar velozmente sin que los marineros sean obligados a remar, dando a la actividad humana una plenitud que va muy por encima de ella misma.

San Gregorio Magno destacó la progresión que se manifiesta en esta serie, viendo en los “siete grados” un itinerario de santidad: “Mediante el temor nos elevamos a la piedad, de la piedad a la ciencia, de la ciencia obtenemos la fuerza, de la fuerza el consejo, con el consejo progresamos hacia la inteligencia y con la inteligencia hacia la sabiduría, de tal modo que, por la gracia septiforme del Espíritu, se nos abre al final de la ascensión el ingreso a la vida celeste” (Homilías sobre Ezequiel, II, 7, 7).

Carismas concedidos por el Espíritu Santo

Por el Sacramento de la Confirmación el Espíritu Santo nos santifica, transformándonos a imagen y semejanza de Dios

En cuanto a los carismas, “son una maravillosa riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la santidad de todo el Cuerpo de Cristo” (Catecismo, nº 800). Para que la fe en Jesucristo y el Evangelio pudieran ser aceptados, la Iglesia primitiva fue particularmente enriquecida de carismas, el Nuevo Testamento contiene varias listas de esos dones gratuitos, la más conocida de las cuales figura en la Primera Epístola a los Corintios: “A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común. Y así uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según el mismo Espíritu. Hay quien por el mismo Espíritu recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu don de curar. A este se le ha concedido hacer milagros; a aquel, profetizar. A otro, distinguir los buenos y malos espíritus. A uno, la diversidad de lenguas; a otro, el don de interpretarlas” (12, 7-10).

Bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo con la Virgen María – Pentecostés, Jan Joest, 1505-08 – Iglesia de San Nicolás, Kalkar, Alemania

Evidentemente, san Pablo no quiso proporcionar en estos versículos una enumeración completa de los carismas con que el Espíritu Santo enriquece la vida sobrenatural de la Iglesia, porque al final del mismo capítulo de esa Epístola él menciona varios otros. Tampoco no pretende hacer una clasificación científica de esos dones destinados al beneficio de terceros.

Al tratar del asunto, santo Tomás de Aquino muestra que el Apóstol divide correctamente los carismas (Summa I-II, q. 111, a. 4), porque algunos favorecen la perfección del conocimiento (como la palabra de sabiduría y de ciencia), otros tienen por objeto la confirmación de la doctrina (como curar las enfermedades o hacer milagros y el don de profecía), otros facilitan la comunicación (como los dones de hablar y de interpretar lenguas).

El don de prever los acontecimientos

Lo explicado hasta aquí nos permite responder a la pregunta de nuestro lector sobre la posibilidad, según la doctrina católica, de que un hombre reciba de Dios el don de prever acontecimientos futuros. Sí, eso es ciertamente posible y se ha dado innumerables veces, no solamente en los profetas del Antiguo Testamento, que previeron muchos acontecimientos del pueblo de Israel y anunciaron la venida del Mesías, dando detalles sobre su Pasión, sino también en la vida de la Iglesia a lo largo de los siglos.

A respecto de la profecía en el Nuevo Testamento, el cardenal Charles Journet afirma, en su tratado La Iglesia del Verbo Encarnado: “El don de profecía pasó de Cristo a su Iglesia de dos maneras: en primer lugar bajo una forma regular y jerárquica, que tuvo como órganos extraordinarios a los Apóstoles, y que tienen hoy como órganos ordinarios a los depositarios de la jurisdicción permanente, o sea, el Soberano Pontífice y los obispos; y después, bajo una forma milagrosa, pasajera, esporádica, la profecía privada o individual”. La primera tiene como misión conservar y explicitar el depósito de la fe; y la segunda, de guiar la conducta de los hombres.

Santa Juana de Arco y otros santos, “veían en una especie de resplandor profético la marcha de los tiempos y la orientación que era necesario dar a las almas”

A respecto de la profecía privada, añade el cardenal Journet: “La Iglesia […] es también esclarecida sobre el estado del mundo y el movimiento de los espíritus. Los más lúcidos de sus hijos participarán de esta su milagrosa penetración. Ellos sabrán discernir, a la luz divina, los sentimientos profundos de su época, sabrán diagnosticar los verdaderos males y prescribir los verdaderos remedios. […] Con un instinto sobrenatural e infalible, irán directo al blanco. El paso de los siglos manifestará la precisión de su visión”. Y cita, entre esos profetas del Nuevo Testamento, no solamente a grandes luminarias de la Iglesia, como san Agustín y santo Tomás, sino también a santa Teresa de Ávila y santa Juana de Arco. Todos ellos, según el teólogo suizo, “veían en una especie de resplandor profético la marcha de los tiempos y la orientación que era necesario dar a las almas”.

Es necesario también mencionar el caso de los que reciben revelaciones de Dios o de la Virgen sobre el futuro del mundo, como sucedió en las apariciones de Nuestra Señora a los tres pastorcitos de Fátima, o aún sobre la crisis en el clero y en la Iglesia, como el secreto confiado a Maximino y a Melania en La Salette. La Iglesia no obliga a creer en estos mensajes del cielo, pero una vez que las apariciones que las rodearon hayan recibido su aprobación como manifestación sobrenatural, sería extremadamente imprudente no darles crédito y no seguir lo que aconsejan, a saber: la conversión, la penitencia y la oración en reparación por los pecados del mundo.

Falsos profetas, adivinos, charlatanes

Santa Juana de Arco delante de Orleans, Jules Eugène Lenepveu, s. XIX – El Panteón, París.

Todo lo que hasta aquí queda explicado, con base en la enseñanza tradicional de la Iglesia, corresponde a los conocimientos y a la conducta que el fiel católico debe tener al lidiar con católicos y personas bien intencionadas. Sin embargo, existen otras categorías de personas situadas muy lejos de todo ello, en relación con las cuales debemos tener los ojos muy abiertos, evitando cualquier contacto innecesario. Contra esos Nuestro Señor nos advirtió: “Cuidado con los profetas falsos” (Mt 7, 15).

Dentro de esa inmensa categoría se incluyen adivinos, médiums, cartománticos, “profetas”, fundadores de sectas e ‘iglesias de garaje’, gurús, videntes, astrólogos, iluminados, espiritistas y muchos otros. La gama de bribones y charlatanes es enorme, casi tan grande cuanto la de los ingenuos y tontos que afluyen en multitud para consultarlos, aplaudirlos, apoyarlos, seguirlos, pues el número de los estultos es infinito — stultorum numerus infinitus est.

Contra tales profesionales del misticismo fraudulento, el consejo más acertado es mantenerlos tan lejos cuanto sea posible. No solo para evitar ser engañado, sino también para distanciarse de la acción del demonio, cuya influencia está presente junto a ellos, volviéndose peligrosa y funesta especialmente en el embate de los que tienen convicciones débiles o mal fundamentadas. A toda costa debemos alejar de nosotros la influencia del demonio, y un medio seguro y necesario para eso es mantenernos lejos de quien la ejerce a través de invitaciones y seducciones mentirosas.

Grandezas y glorias de San José Distinción, pompa y religiosidad
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Tesoros de la Fe N°207 marzo 2019


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