PREGUNTA Un sacerdote de mi parroquia afirmó que la Misa “actualiza la cena de Jesús con los apóstoles”. Intentó justificar su afirmación ilustrándonos con algunos aspectos de la cena judía. Pregunto si eso tiene algún fundamento; o si, por el contrario, así se contradice la naturaleza sacrificial de la Misa. Me gustaría una palabra del sacerdote al respecto. RESPUESTA
Ya expliqué, en esta misma columna [ver Tesoros de la Fe nº 210, junio de 2019], la cuestión de las relaciones entre el cristianismo y la religión judía. Ahora continuaré tratando del aspecto más importante, o sea, de las relaciones entre la Última Cena, el sacrificio del Calvario y la Santa Misa. Las cuatro narraciones de la institución de la Eucaristía —en los evangelios de San Mateo, San Marcos y San Lucas, y en la primera epístola de San Pablo a los Corintios— describen cómo Jesús, al celebrar con los suyos la cena pascual, tomó el pan y pronunció sobre él una oración de acción de gracias o una bendición, y lo partió. En seguida ofreció ese pan a los apóstoles, ordenándoles que lo comieran, y diciendo: “Esto es mi cuerpo”. San Lucas y San Pablo agregan “que se entrega por vosotros”. Después tomó el cáliz con el vino, dio nuevamente gracias, y (en la versión de San Mateo) dijo a los discípulos: “Bebed todos de él”. Y añadió: “Esta es mi sangre de la nueva alianza”. Los tres relatos evangélicos continúan, agregando que esa sangre “es derramada por vosotros” y “por muchos”. Al decir que el pan “es” su cuerpo, y que el vino “es” su sangre, Nuestro Señor indicó que, por sus divinas palabras, esas especies sufrieron un cambio —que la Iglesia denomina “transubstanciación”— y pasaron a ser realmente el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo. Haciendo esto, Nuestro Señor cumplió el anuncio hecho después del milagro de la multiplicación de los panes, que escandalizó a los judíos: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la salvación del mundo” (Jn 6, 51). Sacrificio del Calvario para la remisión de los pecados Al decir que su cuerpo se entrega y su sangre es derramada, Nuestro Señor indica claramente que su gesto va más allá de la propia cena pascual que Él compartía con los apóstoles, pues designa a su cuerpo y a su sangre como un cuerpo y una sangre de víctima, cuya muerte es sacramentalmente significada y operada por la separación de las especies consagradas. Por lo tanto, Él alude al sacrificio del Calvario en remisión de los pecados de los hombres, que se realizaría pocas horas después. Además, al designar a su sangre como la sangre de la Nueva Alianza, Él se remite a la Antigua Alianza, la cual concluyó en un sacrificio, tanto con Abraham (Gen 15, 9-18) cuanto con el pueblo israelita, por intermedio de Moisés (Ex 24, 5-8). Tanto más cuanto Él instituyó la Eucaristía en conexión inmediata con la fiesta de la Pascua, que era celebrada en una cena sacrificial. Por fin, el carácter de sacrificio de la misa se ve aún reforzado por la orden de renovar lo que Él acababa de hacer: “Haced esto en memoria mía” (1 Cor 11, 24-25), con lo que Nuestro Señor estaba, al mismo tiempo, instituyendo el sacerdocio de los nuevos levitas que serían los “administradores de los misterios de Dios” (1 Cor 4, 1). Así, si la Eucaristía instituida en la Última Cena es, por un lado y ciertamente, el más sublime sacramento, ella es al mismo tiempo el sacrificio perpetuo y verdadero de la Nueva Alianza. De tal manera que es imposible transubstanciar el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo sin que esto sea hecho en ese doble carácter de sacramento y de sacrificio; de tal forma que el P. Noldin, en su libro de teología moral, afirma que las palabras de la consagración del pan y del vino pronunciadas distintamente, son como una espada que inmola la víctima adorable a Dios Padre. En cuanto sacrificio, la Eucaristía se substituye a los diversos sacrificios imperfectos de la Antigua Alianza, cumpliendo todos sus fines e intenciones. Y en cuanto sacramento de vivos (si es recibida en Gracia de Dios), la Eucaristía opera el aumento de la gracia divina, así como una unión particularmente íntima con Jesucristo, Cabeza del Cuerpo Místico, y por medio de Él con los miembros de la Iglesia. Pero en la Eucaristía el sacrificio y el sacramento difieren en cuanto al fin, por los siguientes motivos: porque el sacrificio es destinado a dar culto a Dios, mientras que el sacramento es destinado a santificar al hombre; porque el sacrificio es ofrecido y el sacramento es recibido; porque el sacrificio sirve para rendir en común el culto de muchos, y el sacramento es un don de gracia aplicado a cada persona en particular. También difieren en cuanto al modo de ser, porque el sacrificio es transitorio y se realiza durante la consagración en la Santa Misa, mientras que el sacramento es una realidad permanente, por la Presencia real del Santísimo Sacramento en los sagrarios y por el hecho de que la comunión puede ser recibida fuera de la misa.
Renovación del sacrificio cruento en la Cruz Volvamos ahora nuestra atención para la Eucaristía en cuanto sacrificio. Conforme la creencia general de la humanidad a lo largo de los siglos, el sacrificio es el acto de culto por el cual las personas rinden homenaje a la divinidad a la cual se dirige, siendo por eso mismo tan antiguo como la religión de la cual él es una manifestación exterior. Apoyado en san Agustín, santo Tomás de Aquino enseña que “el sacrificio exterior es una señal del sacrificio interior por el cual el hombre se somete obedientemente a Dios con todo lo que posee” (Ep. ad Rom., c. 12, lect. 1). El mismo Dios estableció una señal de sumisión interior en el Paraíso, al prohibir comer de los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal (Gn 2, 17), transformándolo en un altar sacrificial erguido por Él mismo. En el otro árbol del Paraíso, el de la vida, los Padres de la Iglesia vieron una imagen de la Eucaristía, pudiendo considerárselo como comida, como lo fue después en todas las religiones, para expresar simbólicamente el fin último del sacrificio: la participación en la esencia y en la vida de Dios. De acuerdo con lo que dijimos arriba, el sacrificio único y perfecto de la Nueva Alianza fue consumado —en lugar de los antiguos sacrificios del Templo— por Nuestro Señor Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, al ofrecer en la Cruz su vida al Padre, como acto perfecto de reconocimiento y obediencia de la voluntad divina; y para expiar, también de modo perfecto, los pecados de los hombres. Aquello que la Última Cena anticipó, y que cada misa renueva, es ese único sacrificio de Nuestro Redentor, como bien lo resume el Concilio de Trento en una sola y extensa frase: “El mismo Dios, pues, y Señor nuestro, aunque se había de ofrecer a sí mismo a Dios Padre, una vez, por medio de la muerte en el ara de la cruz, para obrar desde ella la redención eterna; con todo, como su sacerdocio no había de acabarse con su muerte; para dejar en la última cena de la noche misma en que era entregado, a su amada esposa la Iglesia un sacrificio visible, según requiere la condición de los hombres, en el que se representase el sacrificio cruento que por una vez se había de hacer en la cruz, y permaneciese su memoria hasta el fin del mundo, y se aplicase su saludable virtud a la remisión de los pecados que cotidianamente cometemos; al mismo tiempo que se declaró sacerdote según el orden de Melquisedec, constituido para toda la eternidad, ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y vino, y lo dio a sus Apóstoles, a quienes entonces constituía sacerdotes del nuevo Testamento, para que lo recibiesen bajo los signos de aquellas mismas cosas, mandándoles, e igualmente a sus sucesores en el sacerdocio, que lo ofreciesen, por estas palabras: Haced esto en memoria mía; como siempre lo ha entendido y enseñado la Iglesia Católica” (Sesión 22, c. 1).
Sobre el altar, de modo incruento, la renovación del sacrificio En reacción a los errores de los protestantes (lamentablemente, muy difundidos hoy entre los católicos), los dos primeros cánones de esa sesión conminaron las siguientes condenaciones: “Can. I. Si alguno dijere, que no se ofrece a Dios en la Misa verdadero y propio sacrificio; o que el ofrecerse este no es otra cosa que darnos a Cristo para que le comamos; sea excomulgado”. “Can. II. Si alguno dijere, que en aquellas palabras: Haced esto en memoria mía, no instituyó Cristo sacerdotes a los Apóstoles, o que no los ordenó para que ellos, y los demás sacerdotes ofreciesen su cuerpo y su sangre; sea excomulgado”. La Santa Misa es, por lo tanto, esencialmente un sacrificio, más precisamente la renovación incruenta del único sacrificio de la Cruz — sin dejar de ser, al mismo tiempo, “la cena del Señor” (1 Cor 11, 20), en la cual se efectúa “la fracción del pan” (Hch 2, 42). Por eso ella es celebrada sobre un altar —cuyo significado original es piedra o lugar elevado donde son sacrificadas las ofrendas o víctimas a la divinidad— y teniendo en el centro una cruz, para recordar que, aun siendo un “verdadero y propio sacrificio”, es un sacrificio relativo y no absoluto, por su identidad esencial con el sacrificio de la Cruz. Tal identidad reside en la identidad de la Víctima y del Sacerdote sacrificador, que no son otros que el propio Jesucristo. Las circunstancias exteriores son diferentes, pero en los dos casos Nuestro Señor realiza esencialmente lo mismo: Él se sacrifica a sí mismo al Padre. No hay, por lo tanto, una pluralidad de sacrificios, sino un solo sacrificio idéntico a sí mismo, que fue realizado históricamente una sola vez, pero es actualizado misteriosamente sobre el altar de modo sacramental e incruento, teniendo en vista que no hay una nueva muerte física de nuestro Redentor. Condenación del error del protestantismo sobre la misa
El Catecismo Romano del Concilio de Trento se refiere a la Santa Misa como “un sacrificio visible, en renovación de aquel que poco después iba a consumarse en la Cruz, de manera cruenta, una vez por todas”; pero poco después agrega: “y cuya memoria la Iglesia había de celebrar todos los días” (Parte II, c. 4, XI, 3). El mismo Concilio que editó este catecismo había condenado la desvirtuación operada por los protestantes al transformar la “cena” en apenas un “memorial”, y no un verdadero y propio sacrificio: “Can. III. Si alguno dijere, que el sacrificio de la Misa es […] una simple memoria del sacrificio consumado en la cruz […]; sea excomulgado”. Esta verdad fue reiterada por el Papa Pío XII en su encíclica Mediator Dei, con las siguientes palabras: “El augusto sacrificio del altar no es, pues, una pura y simple conmemoración de la pasión y muerte de Jesucristo, sino que es un sacrificio propio y verdadero, por el que el Sumo Sacerdote, mediante su inmolación incruenta, repite lo que una vez hizo en la cruz, ofreciéndose enteramente al Padre como víctima gratísima”. En la misa no se debe relegar el carácter de sacrificio Para favorecer el ecumenismo, y por una especie de respeto humano en afirmar el carácter de sacrificio de la Santa Misa (¡¿cómo podría un Dios bueno desear el sacrificio de una víctima?!), en la segunda mitad del siglo XX ese carácter sacrificial fue diluido mediante formulaciones que presentan la Eucaristía como un ofrecimiento, siempre presente a los ojos de Dios en el cielo, que la Iglesia hace del sacrificio de Jesús en el Calvario, pero sin que haya propiamente una repetición sacrificial (bajo forma sacramental). Ahora bien, es necesario que haya en la misa un acto sacrificial de Cristo, porque le faltaría su identidad esencial con el sacrificio de la Cruz si en ella no hubiera una oblación, sino apenas un simple memorial simbólico. El sacrificio de la misa es el acto supremo de adoración, impetración y acción de gracias a Dios, en cuanto renovación del sacrificio de la Cruz. Sin embargo, otro aspecto importante que fue prácticamente relegado es que la misa tiene también un valor propiciatorio para aplacar la honra Divina ultrajada, porque Nuestro Señor Jesucristo dijo que su sangre sería derramada “para la remisión de los pecados”. Por eso, “enseña el santo Concilio [de Trento] que este sacrificio [de la misa] es verdaderamente propiciatorio; y que, si con el corazón sincero y fe verdadera, con temor y reverencia, contritos y penitentes nos allegamos a Dios, conseguiremos misericordia y hallaremos gracia en el auxilio oportuno (Heb 4, 16). Por cuanto, aplacado el Señor con la oblación de él y concediendo el don de la gracia y de la penitencia, perdona los mayores delitos y pecados” (Ibid., cap. 2). Y en su canon 3, ya parcialmente citado, afirma: “Si alguno dijere que el sacrificio de la misa es solamente un sacrificio de alabanza y de acción de gracias, […] y que no es propiciatorio, o que solo aprovecha al que le recibe, y que no debe ofrecerse por los vivos y difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones y demás necesidades, sea excomulgado”. Desgraciadamente, la reforma litúrgica emprendida por el Papa Paulo VI fue concebida para resaltar el aspecto “cena” de la Santa Misa, poniendo en la sombra su naturaleza sacrificial y su fruto propiciatorio. De ahí resultó que los fieles perdieron casi completamente la noción de lo que es la esencia de la misa. Y hasta los sacerdotes hacen afirmaciones erradas, como la del párroco del consultante cuya respuesta hoy concluimos.
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