Es necesario recurrir a los santos ángeles para derrotar la acción diabólica. Particularmente a nuestro ángel de la guarda, para que nos guíe en las sendas del auténtico espíritu católico. Plinio María Solimeo San Bernardo extasiado a propósito de los ángeles exclama: “¡Qué maravilla!”. Y, en seguida, demuestra su entusiasmo por la acción de los ángeles: “Cristianos, ¿podéis creerlo? Los espíritus celestiales no solo son los ángeles de Dios, sino también los ángeles de los hombres. Sí, Señor, son vuestros ángeles, son nuestros ángeles”. El gran predicador francés Bossuet (1627-1704), obispo de Meaux, le hace eco: “¡Oh cristianos! Creéis que solo os relacionáis con los hombres. Solo pensáis en satisfaceros, como si los ángeles no os tocaran. Desengañaos. Hay un pueblo invisible que está unido a vosotros por la caridad. ‘Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a las miríadas de ángeles’ (Heb 12, 22). Una de sus bienaventuradas compañías está especialmente vinculada a vuestra conducta; y todos comparten vuestros intereses, más que vuestros parientes más cercanos, más que vuestros amigos más íntimos”.1 Esta verdad consoladora está contenida en las Sagradas Escrituras y en la Tradición, habiendo sido sistematizada por los grandes teólogos y doctores de la Iglesia, que nos presentan una doctrina sólida y coherente sobre la naturaleza y misión de los ángeles en general y del ángel de la guarda en particular. Penetremos un poco en ese maravilloso mundo angélico. Los santos ángeles desde la Antigüedad Casi todas las religiones paganas adoraban a los espíritus intermediarios entre los dioses y los hombres, es decir, la corrupción de la noción de ángeles y demonios, como un remanente de la revelación primitiva. Para el hombre, sin las luces de la Revelación y la fe, la existencia de estos seres espirituales era solo una reminiscencia fugaz; o, en el mejor de los casos, una conjetura extenuante, aunque brillante y hermosa. Afortunadamente tenemos un testimonio, no solo más concreto que la creencia común y el acuerdo de todos los pueblos, sino infalible: el Espíritu Santo nos declara, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, que hay ángeles que ejecutan las órdenes de Dios y trabajan por la salvación de los hombres. Para nosotros los católicos, la creencia en los ángeles es un dogma de fe. Decimos en el Credo que Dios es el creador de todo lo visible y lo invisible (visibilium et invisibilium), es decir, también de los ángeles. La liturgia está repleta de referencias a estos espíritus angélicos, así como también el Ritual Romano que los invoca muchísimas veces. La verdad sobre la existencia de los ángeles fue solemnemente definida en el IV Concilio de Letrán (1215): “Dios… al comienzo del tiempo, creó a la vez de la nada una y otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la mundana”. El Primer Concilio Vaticano (1870) se expresa de manera similar. Según el padre José Morales Marín, la doctrina definida de modo solemne por la Iglesia con respecto a los ángeles contiene cinco afirmaciones principales: a) los ángeles existen; b) son seres de naturaleza espiritual; c) fueron creados por Dios; d) fueron creados al comienzo del tiempo; y, e) los ángeles malos o demonios fueron creados buenos, pero se pervirtieron por su propia acción.2 Los santos ángeles en las Sagradas Escrituras En los Libros Sagrados la presencia de los ángeles es frecuente. Para ser más precisos, la palabra ángel o ángeles se repite 136 veces en el Antiguo Testamento y 174 en el Nuevo. Como dice san Gregorio Magno, “la existencia de los ángeles está atestiguada en casi todas las páginas de la Sagrada Escritura”.3 Tobías y Daniel son los libros del Antiguo Testamento más abundantes en alusiones a los ángeles. En el Nuevo Testamento los ángeles aparecen no solo en los misterios de la vida de Cristo (Nacimiento, Pasión, Resurrección y Ascensión) o en su predicación, sino también en la vida de la Iglesia primitiva, comenzando por los apóstoles. Santo Tomás de Aquino expone para la creación de los ángeles un motivo de conveniencia, de gran profundidad filosófica: “Es necesario admitir la existencia de algunas criaturas incorpóreas, porque lo requiere la perfección del universo”.4 Esto es porque Dios creó todas las cosas para que pudieran manifestar su bondad, y para que de alguna manera participaran de esa bondad. Ahora bien, tal participación y manifestación no sería tan perfecta si no hubiera, además de las criaturas meramente materiales, otras compuestas de materia y espíritu (los hombres); y por último, otras puramente espirituales que pudieran reflejar más plenamente las perfecciones divinas.
A diferencia de la naturaleza humana, que se compone de dos elementos distintos, el cuerpo y el alma, la de los ángeles es una naturaleza simple y puramente espiritual. Aunque el alma humana es espiritual, fue creada por Dios para vivir en unión sustancial con el cuerpo; cuando se da la muerte y el alma se separa del cuerpo, permanece en un estado de violencia hasta que se produce la resurrección de los cuerpos. En cambio el ángel no tiene necesidad de un cuerpo como el hombre. De esta manera es un ser más perfecto. En cuanto a la naturaleza, es inferior solo al propio Dios. Por lo tanto, el ángel no puede ser concebido a la manera de un alma humana separada de su cuerpo. Este último no es capaz de lo que el ángel puede hacer por su simple naturaleza. El conocimiento del ángel es más perfecto que el de los hombres. Para él ver algo es conocer ya en toda su profundidad la cosa vista. El cardenal Lepicier observa que, dado que los ángeles poseen un conocimiento de las leyes físicas y químicas que supera todo lo que la ciencia puede haber descubierto o venga a descubrir y, además, tienen un inmenso poder sobre la materia, podemos decir que será difícil encontrar en el universo fenómenos naturales que los ángeles no tengan la capacidad de producir, de una manera u otra. Estas acciones angélicas son a veces tan sorprendentes que incluso parecen milagros. El ángel no puede hacer algo que esté por encima de la naturaleza creada, como resucitar a los muertos o predecir el futuro. Siendo, sin embargo, extremadamente inteligente, y teniendo un profundo conocimiento de la naturaleza y de los hombres, un ángel (igualmente un demonio, un ángel caído) está en condiciones de hacer conjeturas muy probables sobre el curso que tomarán las cosas o los eventos, estableciendo ciertas causas y condiciones.5 Además, su voluntad es constante y efectiva. Cuando quieren cabalmente lo que desean, nunca se apartan de lo que una vez eligieron. Por eso el pecado de los ángeles malos tuvo consecuencias infinitas, porque la elección que hicieron fue de una vez por todas. De ahí también la eternidad del castigo en el infierno, como la del premio en el cielo. Los ángeles se pueden aparecer con forma humana
A veces los ángeles, cuando son enviados por Dios a la tierra para alguna misión con los hombres, toman forma humana para acomodarse a nuestra naturaleza y llegar a nuestros sentidos. Por eso, ordinariamente, toman la figura humana en su expresión más pura y hermosa: el niño con su gracia y candor; o el joven resplandeciendo de fuerza, nobleza y belleza. La mayoría de las veces aparecen con alas, como se lee en las Escrituras y lo atestiguan las leyendas cristianas, para significar la sublimidad de su contemplación y la prontitud con la que ejecutan las órdenes de Dios. Sin embargo, estos espíritus celestiales, como enseñan santo Tomás y todos los escolásticos, no informan [dar forma sustancial] a estos cuerpos de la manera en que el alma informa a los cuerpos vivos: los mueven, pero no los animan. En estos cuerpos forjados son como un obrero en la máquina que maniobran. Imitan los movimientos del hombre, dando la impresión de que está vivo. Como el obrero que no tiene conexión permanente con la máquina, así el ángel no tiene relación con la marioneta que ha formado, fuera de las misiones a las que estaba destinado. El “non serviam” de los ángeles apóstatas Los teólogos enseñan que los ángeles fueron creados en estado de gracia, pero sin la visión de Dios. Desde el primer instante de su existencia, se hicieron conscientes de su naturaleza, perfecta en sí misma. Esto los llenó de alegría y de alabanzas a Dios. Pero el Creador no quiso detenerse en la mera naturaleza. Invitó a los ángeles a elevarse aún más, por encima de ellos mismos, a un destino sobrenatural que superaba todo lo que podían concebir: contemplar a Dios cara a cara en un eterno y gozoso éxtasis de amor. Según los grandes doctores, en el momento en que los ángeles fueron invitados a participar en la vida divina, Dios les habría revelado su futura dependencia del Verbo Encarnado; y que María Santísima, “llena de gracia” (Lc 1, 28), aunque una simple hija de los hombres, ocuparía una posición por encima de todos ellos junto a su Hijo, debido a su excelsa dignidad de Madre de Dios. Y que tendrían que servirla. Muchos de los espíritus angélicos —un tercio de ellos, como se deduce del Apocalipsis6— prefirieron dar el grito “non serviam!” (no serviré), rechazando el plan de Dios. La reacción de esos ángeles rebeldes es descrita así por fray Bernard-Marie: “Para su puro espíritu, eso constituía ciertamente una prueba, porque equivalía a pedirles que dejaran un orden bello y bueno en sí, para someterse a otro orden paradójico, que no podía tener coherencia sino en el Amor divino, yendo más allá de todas las exigencias de una naturaleza creada. Para unirse a tal plan, era necesario que ellos abandonaran su juicio de criaturas y aceptasen colocarse, con toda confianza, en lo que les proponía su Creador. Ese acto de amor sobrenatural era para ellos, al mismo tiempo, ocasión de mérito y de cooperar libremente con su destino de eterna bienaventuranza. Ciertos místicos argumentaron que los ángeles, en el acto que practicaron de abandono a la voluntad de Dios en ese instante de elección, fueron confortados por lo que percibieron del ser inmaculado de su futura Reina, al mismo tiempo tan humilde y tan próxima del Altísimo”.7 Al revés del orden sobrenatural de la caridad comunicante, los ángeles malos prefirieron permanecer como pequeños “dioses” solitarios frente al gran Dios trinitario, pero definitivamente fuera de su vista. “Así es como —concluye santo Tomás— pecaron los ángeles, los cuales, por el libre albedrío, se inclinaron al propio bien sin someterse a la regla de la voluntad divina”.8 En lugar de hacer parte del cortejo de aquella que sería la Reina de los ángeles y de los santos, se dedicaron a promover insidias contra los hijos y devotos de María, conforme lo resalta san Luis María Grignion de Montfort en su famoso Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen. El ángel de la guarda, nuestro protector celestial
La existencia y actuación de los ángeles de la guarda es una creencia firmemente establecida en la tradición cristiana. Aunque nunca ha sido definida como dogma de fe (la existencia de los ángeles en general, no específicamente de los ángeles de la guarda, es dogma de fe), no puede ser negada, ya que es una doctrina universalmente aceptada y constantemente enseñada por la Iglesia,9 siendo objeto de su predicación ordinaria, que ha impregnado profundamente a lo largo de los siglos el sensus fidelium, es decir, la sensibilidad cristiana, el instinto sobrenatural de los fieles. Esta doctrina se basa sólidamente en los testimonios de la Sagrada Escritura y la Tradición: Santos Padres, Magisterio Eclesiástico y Liturgia. Está tan bien fundamentada en la Iglesia, que ––según el gran teólogo jesuita del siglo XVII, Francisco Suárez–– sería temerario y casi incidir en error contra la fe querer negarlo. Y no duda en concluir que esta verdad tiene la certeza misma de la fe.10 En efecto, es sentimiento común de los Santos Padres y de los teólogos que, desde el momento en que el hombre nace recibe de Dios uno de estos guardianes angélicos, que le acompañará durante su vida; y después de su muerte, le llevará, según como haya vivido, al Paraíso o al Purgatorio, porque está afirmado en la Sagrada Escritura: “Voy a enviarte un ángel por delante, para que te cuide en el camino y te lleve al lugar que he preparado” (Ex 23, 20). Y si ha sido condenado para siempre, le abandonará a las puertas del infierno. ¿Quién se atrevería a negar una verdad enseñada por el propio Salvador? Advirtiendo a sus discípulos contra los escándalos relacionados con los niños, les dijo: “Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre celestial” (Mt 18, 10). Estas palabras dejan claro que incluso los niños pequeños tienen sus ángeles custodios, así como que estos ángeles mantienen la visión beatífica de Dios al descender a la tierra para atender y proteger a sus custodios. Ahora bien, si los niños tienen un ángel de la guarda, ¿por qué lo perderían al llegar a la edad madura? “Cuando los niños se hacen adultos ¿sus ángeles de la guarda les abandonan?”, pregunta el Papa Pío XII, comentando el Evangelio, en un discurso ante peregrinos estadounidenses el 3 de octubre de 1958, unos días antes de su muerte ocurrida el 9 del mismo mes. Y responde: “¡Ciertamente no! […] Cada cual, por muy humilde que sea, tiene ángeles que velan por él. Son gloriosos, puros, espléndidos y, no obstante, os han sido dados como compañeros de camino: están encargados de velar cuidadosamente sobre vosotros, para que no os apartéis de Cristo, su Señor. […] Queremos avivar en vosotros el sentido del mundo invisible que os rodea —pues las cosas que se ven son transitorias, las que no son eternas— y a mantener un cierto trato familiar con los ángeles, cuya solicitud constante se emplea en vuestra salvación y en vuestra santificación. Si Dios quiere, pasaréis una eternidad feliz con los ángeles: aprended a conocerlos ya desde ahora”.11 En una palabra, los ángeles nos hacen comprender que todo lo que no está ordenado para nuestra salvación no es más que locura, y que es necesario pedir a Dios la inteligencia de la verdad. Cuando vivimos en estado de gracia santificante, nuestro santo ángel es el guardián de honor de la Santísima Trinidad presente en nuestra alma. Somos un templo de Dios, donde nuestro ángel lo adora. “Mi ángel irá por delante” Con gran poesía, el Salmo 90 expresa toda la solicitud de Dios por nosotros, a través del ángel de la guarda: “No se acercará la desgracia, ni la plaga llegará hasta tu tienda, porque a sus ángeles [Dios] ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos. Te llevará [el ángel] en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra” (Sal 90, 10-12). Y las palabras de Dios a Moisés, tal como se leen en el libro del Éxodo (23, 20-23), indican los múltiples oficios que incumben al ángel de la guarda, de protección y consejo, así como también deberes hacia ellos, de respeto y sumisión: “Voy a enviarte un ángel por delante, para que te cuide en el camino y te lleve al lugar que he preparado. Hazle caso y obedécele. No te rebeles, porque lleva mi nombre y no perdonará tus rebeliones. Si le obedeces fielmente y haces lo que yo digo, tus enemigos serán mis enemigos y tus adversarios serán mis adversarios. Mi ángel irá por delante”. La necesidad que tenemos de la celestial protección angélica se debe a que estamos destinados a ser, en el futuro, compañeros de los ángeles en el cielo, y a ocupar a su lado uno de los tronos que quedaron vacíos por la caída de los ángeles rebeldes. Tal necesidad, además, viene sobre todo de la propia debilidad humana. ¿Cómo podemos dejar de imaginar el empeño que tiene el demonio, por ejemplo, para que un recién nacido no reciba las aguas regeneradoras del bautismo? Al contrario, ¡qué empeño del ángel de la guarda de este niño, qué intercesión ante el trono de Dios para que sea bautizado a una edad temprana y sea propenso a la virtud!.
El ángel solo comienza a proteger a la nueva criatura después de que sale de las entrañas maternas. Esto se debe a que desde el momento de la concepción hasta el nacimiento, el ángel de la guarda de la madre también vela por el niño, así como el que guarda un árbol cargado de fruta también vela por la fruta junto con el árbol. Nuestros ángeles nos protegen de los peligros físicos y morales San Roberto Belarmino, doctor de la Iglesia, afirma: “Los ángeles custodios protegen a los hombres de peligros físicos y morales. Nada de lo que afecta a los hombres deja de interesarles. Todo lo que, de un modo u otro, afecta a nuestro destino eterno, les afecta: desencadenamiento de las fuerzas de la naturaleza, ataques de animales, pasiones, intrigas, conspiraciones, guerras, todo puede ser objeto de una intervención decisiva del ángel, desde el momento en que el destino eterno de los amigos de Dios está en juego”.12 La función principal del ángel de la guarda es iluminarnos con respecto a la verdad, a la buena doctrina. Pero su custodia también tiene muchos otros efectos, como la represión de los demonios y la prevención de daños espirituales o corporales. Nos ayuda sobre todo a luchar contra los demonios y sus tentaciones, permitidas por Dios. Según algunos teólogos, el demonio es el responsable de cuatro quintas partes de nuestra malicia. San Hilario afirma que todos los males que sufren los amigos de Dios no tienen más instigadores que los demonios: la ejecución viene de los hombres; la inspiración, de los ángeles caídos. Nuestros santos ángeles de la guarda rezan por nosotros y ofrecen nuestras oraciones a Dios, haciéndolas más eficaces por su intercesión (Apoc 8, 3; Tob 12, 12), nos sugieren buenos pensamientos, instándonos a hacer el bien (Hch 8, 26; 10, 3s). De la misma manera, cuando nos imponen castigos para corregirnos (2 Sam 24, 16). Y, más importante que nada, cuando nos asisten a la hora de la muerte, fortaleciéndonos contra los supremos asaltos del demonio. Ofrecen nuestros sufrimientos soportados pacientemente
Además de nuestras oraciones, nuestros ángeles de la guarda también ofrecen a Dios nuestros sufrimientos pacientemente soportados. Como espíritus puros, son impasibles e insensibles, y por lo tanto no pueden participar por sí mismos en los extremadamente dolorosos sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo en su Pasión. Esta gloria nos corresponde a los hombres, lo que puede provocar en los ángeles una santa envidia. Al no poseer sufrimientos propios, ofrecen a Dios Nuestro Señor los nuestros, alentándonos a soportarlos con amor para así asemejarnos más a la víctima del Calvario. Ante Job, inmerso en su sufrimiento, raspando sus heridas con un pedazo de teja, los ángeles se detienen con respeto: “Es que consideran a este santo hombre, felices de señalar su fidelidad en esta prueba. Ven que no pueden tener ese honor, se contentan con alabarlo; siguen la pompa del triunfo y toman parte en el honor del combate, cantando el valor del victorioso”, comenta Bossuet.13 Los demonios, al ser espíritus angélicos, tienen una ciencia muy superior a la nuestra y conocen los secretos de la naturaleza, pudiendo influir en nuestros estados de ánimo para tentarnos, o incluso provocar enfermedades, no solo nerviosas sino también físicas. De la misma manera, los ángeles pueden curar nuestros males mejor que los médicos más competentes, y de la manera más completa, si eso fuera para la mayor gloria de Dios. Por eso debemos recurrir a ellos, principalmente a nuestro ángel de la guarda, a quien Dios ha confiado nuestra vida y nuestra muerte. Invocar en toda circunstancia a nuestro ángel de la guarda Hoy en día, a pesar de todos los avances de la técnica, corremos muchos riesgos al viajar. El hombre, que inventó la máquina, es a menudo su víctima. Por eso debemos encomendarnos siempre a nuestro ángel de la guarda en los trayectos cortos o largos, no solo para protegernos de posibles accidentes, sino también para expulsar de nuestros caminos a todos los demonios y hombres malvados, y asegurar que nuestros desplazamientos, hechos para la gloria de Dios, resulten en beneficio de nuestra vida espiritual. Debemos invocar a los ángeles de la guarda del conductor, el maquinista o el piloto del avión que vamos a tomar. Nuestra vida depende, no pocas veces, de una fracción de segundo o de un centímetro de desviación. Si los ángeles de la guarda fueran invocados más a menudo, la tasa de accidentes sin duda disminuiría enormemente. María es superior por la gracia a toda la milicia angélica Un jesuita (que escribe bajo el seudónimo de A.M.D.G.)14 hace notar muy bien que la propia Madre de Dios fue sometida, como los ángeles, a una elección espiritual radical. A la solicitud del arcángel Gabriel, podría haber respondido como los ángeles malos: Non serviam – ¡No serviré!. Al contrario, abrasada del amor de Dios, María respondió con un Fiat (hágase) amoroso y total. Santo Tomás de Aquino, en su comentario del Avemaría, hace notar que jamás se había oído decir, antes de la Anunciación, que un ángel se hubiese inclinado frente a una criatura humana. San Gabriel, sin embargo, lo hizo delante de la Santísima Virgen. ¿Por qué? Si él lo hizo al saludarla, es porque María, aunque mera criatura humana, le era superior por su plenitud de gracia y familiaridad con Dios, sobre todo por su dignidad de futura Madre de Dios. Ella había sido destinada a reinar en el cielo, por encima de los ángeles y santos.
Este trecho del Doctor Angélico es así desarrollado por el renombrado teólogo francés P. Réginald Garrigou-Lagrange OP: “La gracia habitual, que recibió la bienaventurada Virgen María en el instante mismo de la creación de su alma santa, fue una plenitud, en la cual se verificó ya lo que el ángel debía decirle en el día de la Anunciación: ‘Dios te salve, llena de gracia’. Esto mismo afirma, con la Tradición, Pío IX al definir el dogma de la Inmaculada Concepción. Dice que María, desde el primer instante ‘ha sido amada por Dios más que todas las criaturas «præ cœteris creaturis», que se complació plenamente en ella y que la colmó superabundantemente con todas sus gracias, más que a todos los espíritus angélicos y que a todos los santos’ (Bula Ineffabilis Deus, 1854)”. “Un poco después, se dice en la misma bula, que según los Padres [de la Iglesia], María es superior por la gracia a los querubines, a los serafines y a todo el ejército de los ángeles, omni exercitu angelorum, es decir, a todos los ángeles reunidos”.15 Es lo que afirma san Germán, dirigiéndose a María: “Tu honorífica dignidad te colocan en puesto superior a todo lo creado; tu sublimidad te hace superior a los ángeles”.16 “Los ángeles te conduzcan al seno de Abraham” Al final de nuestra vida, la Iglesia, nuestra Madre, nos acompaña paso a paso con sus sacramentos, oraciones y liturgia, para ayudarnos en nuestra enfermedad y en el último trance. Y le suplica a Dios, a cada paso, que envíe a sus ángeles en nuestra ayuda. Así es la liturgia tradicional. Cuando la enfermedad, tal vez la última, desciende sobre un hogar hiriendo a uno de sus miembros, la Iglesia, al entrar en la casa de los lamentos, en la persona de su ministro, pide a Dios: “Dígnate, Señor, enviar del cielo a tu santo ángel para que custodie, ampare, proteja, visite y defienda a este enfermo y a todos los que habitan en esta casa”. Pero el enfermo está al borde de la muerte. Es necesario administrar los últimos sacramentos, para purificarlo de sus últimas faltas. Si el enfermo ya se ha confesado bien, está preparado para recibir el sacramento de la misericordia. Si no, el sacerdote, antes de administrarle la Extremaunción (Unción de los Enfermos), lo confiesa y le da la sagrada comunión, como viático para la batalla final. En la inminencia de la muerte, se rezan junto al enfermo las oraciones de los agonizantes o encomienda del alma a Dios, pidiendo una vez más la ayuda de los santos ángeles: “Parte alma cristiana de este mundo en el nombre de Dios Padre omnipotente, que te creó; en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por ti padeció; en el nombre del Espíritu Santo, que te fue dado; […] en el nombre de los santos ángeles y arcángeles; en el nombre de los tronos y dominaciones; en el nombre de los principados y potestades; en el nombre de las virtudes, querubines y serafines; y salga a recibirle tu arcángel san Miguel que mereció ser el príncipe de la milicia celestial. ¡Vengan a su encuentro los santos ángeles de Dios y le conduzcan a la ciudad santa a la Jerusalén del cielo!”.
Finalmente, el enfermo entrega su alma a Dios. En ese momento solemne del final, la Iglesia se inclina en su lecho de muerte y, por boca del sacerdote o de otra persona presente, suplica encarecidamente: “Vengan en su ayuda, santos de Dios; salgan a su encuentro, ángeles del Señor. Reciban su alma y llévenla a la presencia del Altísimo. Cristo que te llamó, te reciba y los ángeles te conduzcan al seno de Abraham”. Luego llega el momento doloroso de la separación del ser querido. Desde la iglesia será llevado procesionalmente hasta el cementerio, al son de las campanas fúnebres. Durante el cortejo, la Iglesia canta: “Que los ángeles te lleven al paraíso. […] Que el coro de los ángeles te reciba y junto con Lázaro, que vivió pobre en la tierra, tengas el descanso eterno”. La procesión se acerca finalmente al lugar de la última morada. Es posible que la tumba sea nueva, y que por lo tanto necesite la bendición de la Iglesia. Al bendecirla, el celebrante apela una vez más a los santos ángeles: “Oh, Dios, en cuya piedad descansan las almas de los fieles, dignaos bendecir este sepulcro y desígnale un ángel custodio”. Misión del ángel de la guarda después de nuestra muerte En el momento en que el alma del difunto se separa del cuerpo, llega la tremenda hora de su juicio particular, al que asiste su ángel de la guarda. Si la persona ha vivido como un santo —lo que es heroico en este valle de lágrimas, especialmente en nuestros días— su ángel de la guarda le acompañará alegremente al Paraíso, cantando uno y otro himnos de gloria a Dios. Si murió en la gracia de Dios, pero todavía tiene que purificarse en el Purgatorio, que es lo más habitual para los que se salvan, su ángel de la guarda lo llevará, permaneciendo afuera durante todo el tiempo de su purificación. Según dice san Agustín, un consuelo que el ángel de la guarda busca entonces para el alma de su protegido es darle a conocer las oraciones y buenas obras que están siendo hechas por él en la tierra. Además, por medio de inspiraciones, sueños o recuerdos, lleva a los parientes, amigos o personas piadosas a ofrecer sufragios por el alma del difunto, especialmente a través del Santo Sacrificio de la Misa. Los ángeles también aplican a los difuntos los inesperados e inmerecidos beneficios de la comunión de los santos. Después de que el alma de su protegido termina el período de purificación en el Purgatorio, lleno de alegría, su ángel de la guarda lo lleva con alegría al cielo, donde ocupará uno de los tronos vacíos por la apostasía de los ángeles malos o demonios. Sin embargo, también debemos considerar la hipótesis, tan terrible como sea posible, de que el alma culpable sea condenada. Ese pacto de amor entre el ángel de la guarda y el alma de su protegido cesa en ese momento. Acompañará a su antiguo protegido a la entrada del abismo infernal para ponerle el último sello. Los cuidados del ángel de la guarda con su protegido Después de la muerte de alguien, el ángel de la guarda velará para que sus restos no estén sin sepultura y sean llevados a un cementerio, ya que en su cadáver está la semilla de la resurrección. Los ángeles de la guarda pueden incluso ocuparse de la inhumación de los cuerpos y brindarles este último servicio, como a santa María Egipcíaca. Los ángeles de la guarda se establecen entonces como guardianes de sus despojos mortales, para que no sean profanados hasta que, al sonido de la trompeta, el día del Juicio Final, sean devueltos a la vida. También impiden que los demonios usen estos cuerpos de manera ignominiosa, dejándolos sufrir en paz la acción de las leyes de la corrupción. Sin embargo, hay santos que, por disposición especial de la Providencia, no sufren en sus cuerpos la ley de la corrupción después de la muerte, durante períodos mayores o menores. Sus ángeles de la guarda se ocupan de que se observe el respeto y la veneración debidos a estos cuerpos milagrosamente intactos, hasta el momento en que ellos, como todos los mortales, puedan también sufrir la ley de la corrupción de la carne. Y los vigilan mientras son expuestos a la veneración de los fieles como reliquias. Finalmente, después de guardar nuestros restos mortales para la resurrección, el ángel de la guarda estará presente el día del Juicio Final, cuando el cuerpo vuelva del polvo al estado de la carne como en la vida mortal. “Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él” (Mt 25, 31), para ese día del Juicio Final, “si hemos muerto en Cristo, abriremos esos mismos ojos y contemplaremos nuestro ángel de la guarda, nos levantaremos de rodillas, y su dulce bendición será el sacramento de la vida gloriosa”.17 En ese terrible y glorioso día, “saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno de fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes” (Mt 13, 49): y “entonces los ángeles abrirán el pozo del abismo para expulsar a los réprobos y gritarán: Factum est, todo está consumado; luego, los elegidos de Dios se mezclarán con las santas falanges según el lugar que se hayan merecido, entonces la epopeya angélica y la epopeya humana se cerrarán con un eterno Aleluya”.18
Notas.-
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