Digna discípula de san Jerónimo Gran dama romana del siglo IV, viuda a los 22 años de edad, se dedicó al estudio de las Sagradas Escrituras y consagró su viudez a Dios Plinio María Solimeo El principal historiador de santa Marcela fue su director espiritual, san Jerónimo, gran Doctor de la Iglesia y maestro de las Sagradas Escrituras, quien después de su muerte, escribió a Principia, alumna de la santa, la Carta 127, con su biografía. Todas las hagiografías (vidas de los santos) de santa Marcela se basan en esta fuente privilegiada; lo mismo que haremos en nuestro artículo.1 De la más alta sociedad romana Marcela nació alrededor del año 325 en Roma, contando entre sus antepasados a cónsules y gobernadores de provincias. Creció en medio del lujo, en una familia ilustre, frecuentando los ambientes más encumbrados de Roma. La presencia pagana aún era fuerte en el Imperio cuando Marcela vino al mundo. Había pasado poco más de una década desde el Edicto de Milán (año 313), por el cual Constantino sacó a la Iglesia de las catacumbas, dándole libertad y permitiendo su expansión. Al fallecer en 337 —cuando Marcela tenía unos 12 años— Constantino dividió el Imperio Romano entre sus hijos Constantino II, Constante y Constancio II. Con la muerte de los dos primeros (340 y 350) y Magnencio (353), que había tomado el lugar de Constante, quedando Constancio II como único gobernador del imperio. Aunque resolvió que todos los templos paganos y sus cultos debían cerrarse, fue el único emperador que abrazó la herejía arriana. San Hilario de Poitiers lo describe como una “persona impía que no sabe lo que es sagrado, que expulsa a los buenos de las diócesis para dárselas a los réprobos, que aviva la discordia mediante intrigas, que odia aunque desea evitar la sospecha, que miente pero desea que nadie lo vea, que es aparentemente amistoso pero interiormente carece de toda amabilidad de corazón, que en realidad solo hace lo que desea aunque desea ocultar a todos qué es lo que desea”.2 Constancio murió de una rápida enfermedad el año 361, siendo bautizado en el lecho de muerte por un obispo arriano. Santa Marcela vivió parte de su vida durante el reinado de este emperador. Roma ya no era la orgullosa ciudad que fue la envidia de todos los pueblos. Con la división del imperio y la importancia que adquirió Bizancio al convertirse en Constantinopla, había perdido gran parte de su grandeza. Los emperadores posteriores a Constantino permanecieron poco en Roma, eligiendo a otras ciudades del Imperio, como Milán y Rávena, para capital. Durante la vida de santa Marcela, la Ciudad Eterna fue codiciada como posible presa por varios pueblos bárbaros. Alarico, rey de los visigodos, la asedió dos veces el año 408. El Senado, bajo la presión de una minoría de paganos, negoció con el invasor, depuso al emperador Honorio e instaló a Prisco Atalo en el trono. Fue una medida temporal, pues el mismo Alarico regresó dos años después, invadiendo y saqueando la ciudad a hierro y fuego. Consagra su temprana viudez a Dios
Con la educación que recibió, Marcela se convirtió en una doncella muy culta, capaz de mantener una conversación en cualquier campo del conocimiento. Perdió a su padre después de la adolescencia y a su esposo siete meses después de casarse. Joven, hermosa, de alta estirpe, pronto aparecieron varios pretendientes, pero ella había decidido consagrarse por completo a Jesucristo. Hasta ese momento, ninguna gran dama de la Ciudad Eterna había hecho profesión de vida monástica, y a los ojos de las clases altas era tenido como degradante pensar en tal posibilidad. Por lo tanto, tuvo que desafiar el ambiente mundano que la rodeaba, convirtiéndose en la primera gran dama romana en profesar abiertamente una vida de devoción. Sin embargo, “bella, rica, de elevada alcurnia, muy culta, perfectamente al nivel de todo lo que Roma tenía de más refinado y erudito, nadie se atrevía a humillarla”.3 Las élites, cuando dan un buen ejemplo, arrastran a toda la sociedad hacia Dios. Marcela entró en contacto con algunos sacerdotes de Alejandría que se habían refugiado en Roma debido a la persecución arriana. De ellos escuchó la narración de la vida de san Antón, que aún vivía, y de cómo funcionaban los monasterios para vírgenes y viudas de la Tebaida, fundados por san Pacomio. Así resolvió adaptar su vida a la de aquellas vírgenes de la soledad. Se vistió con una túnica pobre, comenzó a ayunar moderadamente a causa de su frágil salud y a dedicar mucho tiempo a la oración y al estudio de las Sagradas Escrituras. Poco a poco, algunas vírgenes y viudas, siguiendo su ejemplo, se unieron a ella y se dedicaron asimismo a una vida de piedad y estudio. Entre ellas destacamos a santa Paula, de una estirpe tan alta como la suya, que también había consagrado a Dios su viudez. San Jerónimo afirma que “fue en la celda de Marcela donde Eustoquia [la hija de Paula, aún niña], ese paradigma de las vírgenes, se fue formando paulatinamente”. Posteriormente santa Eustoquia se trasladó con su madre a Tierra Santa, para trabajar con san Jerónimo. Bajo la dirección espiritual de san Jerónimo El año 382, el emperador Teodosio (con razón llamado “el Magno”) y el Papa san Dámaso decidieron convocar a un sínodo en Roma para combatir las herejías, que se multiplicaban principalmente en Oriente. Entre los que asistieron, se encontraban san Epifanio, obispo de Salamina (Chipre) y san Paulino, obispo de Antioquía. Con ellos vino el monje Jerónimo, que ya era famoso al ser considerado un gran exegeta. A causa de la enfermedad de san Ambrosio, que debía ser el secretario del sínodo, san Dámaso nombró en su reemplazo a san Jerónimo. Este futuro Doctor de la Iglesia se destacó tanto por su erudición y seguridad de doctrina que, al concluir el sínodo, san Dámaso lo eligió para desempeñarse como su secretario privado. El mismo san Jerónimo se refiere a esto en una carta del año 409 a la viuda Geruquia, noble dama gala: “Hace muchísimos anos, cuando ayudaba yo en el papeleo eclesiástico a Dámaso, obispo de la urbe de Roma, y tenía que responder a las consultas sinodales de Oriente y Occidente…” (Carta 123, 9). Santa Marcela, estudiosa y erudita de las Escrituras, hizo todo lo posible para que el santo asumiera su dirección y la de sus discípulas, en materia de estudios y vida de piedad. San Jerónimo escribe: “Como yo procuraba evitar modestamente los ojos de las nobles matronas, ella se las arregló, importuna y oportunamente, como dice el Apóstol (2 Tim 4, 2), para vencer con su ingenio mi encogimiento. Y como yo gozaba entonces de cierto prestigio en el estudio de las Escrituras, siempre que me veía me preguntaba sobre algún punto de ellas, pero no se daba en seguida por satisfecha, sino que planteaba nuevas cuestiones, no con animo de porfiar, sino para aprender profundizando en las soluciones que ella pensaba que se podían dar”. Con admiración, agrega: “De sus virtudes, de su ingenio, de su santidad, de la pureza que descubrí en ella, me da apuro hablar por miedo a exceder los límites de lo creíble… lo que yo había cosechado tras largo estudio, lo que yo había convertido como en una especie de segunda naturaleza tras prolongada meditación, ella lo absorbió con avidez, lo aprendió y lo hizo suyo” (Carta 127, 7). Cuando san Jerónimo se retiró a Belén, santa Marcela quedó como árbitro en materia de Sagrada Escritura para los discípulos que el santo había dejado en Roma, incluidos algunos sacerdotes. Celosa por la pureza de la fe, resistente a la herejía
Santa Marcela tenía una hermana menor, santa Asela, que había sido consagrada a Dios desde el seno materno, y de la cual dice el Martirologio Romano el 6 de diciembre: “Virgen que fue bendecida desde el seno materno, como escribe el bienaventurado Jerónimo, vivió hasta la ancianidad dedicada a ayunos y oraciones”. Aunque vivían bajo el mismo techo, las dos hermanas se hablaban y se veían poco, cada una entregada a sus propias oraciones y mortificaciones. Hablando aún con la virgen Principia en la citada carta, san Jerónimo dice: “Compartiste la misma casa, el mismo aposento, un único lecho, de suerte que en esa ilustre urbe todos sabían que tú habías encontrado una madre, y ella, una hija. Una finca en las afueras de la ciudad os sirvió de monasterio. Escogisteis el campo por amor a la soledad. Así vivisteis mucho tiempo, de modo que pudimos alegrarnos de que, por el modo de vida que muchas habían elegido a imitación vuestra, Roma se había convertido en otra Jerusalén. Fueron muchos los monasterios de vírgenes, y la muchedumbre de monjes era incontable” (id. nº 8). San Jerónimo dice que santa Marcela estaba atenta a la pureza de la fe. Y cuando brotaron en Roma, o allí se difundieron, algunas herejías como la de los pelagianos, se puso en guardia: “Cuando vio que la fe alabada por boca del apóstol (Rom 1, 8) había sido quebrada en muchos y que el hereje estaba ganando para sus ideas a sacerdotes, a algunos monjes y, sobre todo, a hombres del siglo, […] se opuso públicamente, prefiriendo agradar a Dios antes que a los hombres” (id. nº 9). En 410, cuando Alarico y sus bárbaros invadieron Roma, encontraron en el prestigioso barrio del Aventino la casa de santa Marcela. A pesar de sus 85 años de edad, los recibió sin ningún temor. Cuando le pidieron oro, les mostró su pobre hábito como prueba de que vivía en la pobreza. Pero ellos no le creyeron y la flagelaron sin piedad. Olvidada de sí misma, solo les pidió que perdonaran a Principia —entonces aún joven— pues sabía que a ella, una octogenaria, no la ultrajarían; lo cual no sucedería con la joven virgen. Al final, los bárbaros se llevaron a las dos a la Basílica de San Pablo Apóstol y allí las abandonaron. Unos días después, santa Marcela entregó su alma a Dios (id. nº 13). La fiesta de santa Marcela se conmemora el 31 de enero.
Notas.- 1. Cf. San Jerónimo, Epistolario, BAC, Madrid, 1995. 2. Klemens Löffler, Constantius, The Catholic Encyclopedia, CD-Rom edition. 3. José Leite SJ, Santos de cada día, Editorial AO, Braga, 1993, t. I, p. 152.
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