Gabriel J. Wilson El castillo de Esclimont, entre Versalles y Chartres, al oeste de París, es una joya que brilla en todo su esplendor con las ropas de otoño. Lo que antes era un pantano frío, triste e insalubre se ha convertido, por obra del hombre, en un lugar paradisíaco. Originalmente medieval y guarnecido por poderosas torres de piedra erigidas para el combate, el edificio se transformó en el Renacimiento en un château de plaisance, donde se puede llevar una vida agradable. En su entrada norte todavía se encuentra, en bajo relieve, la figura ecuestre de Francisco de La Rochefoucauld (siglo XVII), cuya célebre familia la poseyó y ocupó hasta 1968. Su conformación actual conserva las huellas de una restauración y reforma realizada en el siglo XIX. Actualmente pertenece a una cadena de hoteles de charme, que lo mantiene con buen gusto. * * * ¿Un castillo como este solo servía para el disfrute de sus propietarios? Esta puede ser la pregunta de algunos de nuestros contemporáneos, picados por la mosca del igualitarismo tan extendida en nuestros días. Sin embargo, esta idea no se ajusta en absoluto a la realidad histórica. Los castillos siempre han sido, principalmente, un establecimiento militar de defensa contra los ataques enemigos. Solo un rey o un importante señor feudal estaba dotado de recursos suficientes para erigir un castillo. Era, por tanto, una exclusividad de la nobleza de la espada. Recién en el Renacimiento el poder del dinero de financistas, banqueros, comerciantes y altos funcionarios del Estado permitió a estas otras categorías adquirir castillos. Y, como consecuencia, permitió que se convirtieran en viviendas agradables. Aun así, hay que tener en cuenta que muchos propietarios procedentes de la burguesía ascendieron legítimamente a los niveles más altos de la sociedad, al igual que los artesanos podían ascender a la burguesía. En realidad, la idea del disfrute y del goce de la vida aparece más tarde entre los nuevos ricos que hicieron sus fortunas durante la revolución industrial, o en los movimientos financieros (a menudo con cartas marcadas) en las grandes crisis como las que siguieron a las dos grandes guerras mundiales del siglo XX. Sin embargo, los castillos no existían para esta función hedonista, difundida por el cine y la literatura. Por el contrario, eran ante todo un bien que daba seguridad y estabilidad a una familia numerosa. Y la vida en los castillos tenía una verdadera función social con la plebe circundante, protegiéndola y proporcionándole medios de subsistencia, en una armonía que tenía gran parte de sus orígenes en las antiguas sociedades patriarcales. Si consideramos que los dependientes de un castillo en general fueron tratados como miembros de la familia, debemos ampliar el significado de esta palabra. El administrador, el mayordomo, las cocineras, las criadas, las niñeras, el portero, los cocheros, los agricultores, los leñadores… en fin, todos los dependientes formaban parte de la unidad familiar: dependían de la misma propiedad, vivían de los mismos recursos del castillo y de sus tierras, en una relación típicamente familiar. Por eso un castillo solía estar junto a una aldea o ciudad, cuyos habitantes, en su mayoría, ganaban su pan como empleados de la propiedad del castellano. Ni siquiera el odio sanguinario de la Revolución Francesa pudo extinguir totalmente esta hermosa relación paternal que en algunas regiones duró hasta el siglo XX. * * * El castillo era también un lugar natural donde se conservaban las tradiciones locales: costumbres, fiestas, hábitos, platos típicos, artesanía local, etc. En otras palabras, era un depósito de las riquezas culturales del pasado y una fuente de inspiración para el futuro. En otro orden de pensamiento, un hermoso castillo alimenta el sueño, sin el cual la vida no tiene sentido. Simboliza la morada ideal para la que todos hemos sido creados, y en ese sentido representa, de alguna manera, el cielo.
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