Con el presente texto damos término a la serie sobre el matrimonio. El autor * concluye recordando el amor verdadero, que debe sostener y fortalecer a los cónyuges. El amor que une a los dos cónyuges puede ser triple: sensual, natural y sobrenatural. El amor sensual también es inculcado por Dios y el Espíritu Santo en los hombres, con la constitución de cualidades físicas y naturales, a fin de conducirlos al matrimonio. Sin este amor sensual, todos los hombres ya habrían desaparecido de la faz de la tierra, por razones de conveniencia. El Creador puso en los hombres el instinto sexual, que podemos llamar amor sensual. Pero éste solo merece el título de amor si se dirige, como el amor de Dios, a la entrega de la vida al servicio del Creador. A través de este instinto, el hombre se convertirá en un instrumento del “Espíritu Creador”, del cual proviene toda vida. Entonces los esposos, por este amor, entrarán en una relación íntima con el divino Espíritu Santo. Sin embargo, si tal amor sensual no coopera en la obra creadora del Espíritu Santo, si el hombre tan solo quiere gozar de los placeres sensuales, no merece el nombre de amor: es egoísmo sensual, que contradice directamente la esencia del divino Espíritu Santo. El segundo tipo de amor es el amor natural, que hace que los cónyuges se agraden entre sí en virtud de sus dotes naturales. Así, por ejemplo, el esposo ama a su esposa por su gracia, mansedumbre, modestia, espíritu activo y económico y otras virtudes naturales. Todos estos buenos predicados son también dones del divino Espíritu Santo, con los que adornó al hombre, estimulando y fortaleciendo su voluntad para que los perfeccione. Sin embargo, el amor propio juega un papel muy importante. Un cónyuge ama al otro, digamos, a causa de sus buenas cualidades, porque de ellos saca grandes ventajas para sí mismo.
Por tanto, el don más precioso por excelencia del Espíritu Santo es el amor sobrenatural. El cual existe cuando los esposos se aman recíprocamente como criaturas de Dios, como portadores de un alma inmortal, como templos vivientes del divino Espíritu Santo, por cuyo adorno se esfuerzan mutuamente. Este amor es de igual manera amor al sacrificio, que siempre quiere beneficiar al otro, cultivarlo siempre, incluso a costa de sus propios intereses. Si una chica le da la mano a un joven solo para sacar de ello un buen provecho, lo que los une es el amor propio, el egoísmo, y en consecuencia está sembrado desde ya el germen de un matrimonio infeliz, privado de todo amor sobrenatural. Y cuando un chico contrae nupcias solo para hacer más fácil y más placentera su existencia terrenal, ese motivo para casarse no puede venir del Espíritu Santo. El amor sobrenatural no pregunta “¿qué recibiré yo de la otra parte?”; sino “¿qué soy yo para la otra parte?”. No busca lo que es suyo. Su objetivo es hacer felices a los demás y no hacerse feliz a expensas de los demás. Este amor desinteresado, abnegado, que solo en último término piensa en sí mismo, proviene del Espíritu Santo, cuya naturaleza es comunicación, donación, bendición y enriquecimiento. El amor sobrenatural es también el regulador del amor sensual, el cual fácilmente supera los límites establecidos por Dios. El amor sensual será dominado, refrenado, contribuyendo así para el amor a la virtud. Aunque el amor sensual entre los esposos está consentido por Dios, aunque el amor natural puede ser bueno, sin embargo, ambos son inconstantes y están sujetos a la languidez y, por ello, no pueden formar el vínculo seguro e indestructible que une a dos corazones hasta la muerte. Además, ambos tipos de amores se extinguen, ya sea por la desaparición de la juventud o por una grave enfermedad. Las buenas cualidades naturales también se ven oscurecidas por los defectos que cada hombre tiene. Por lo tanto, un matrimonio que se base únicamente en este tipo de amor está fuera de lugar. Inquebrantable es tan solo el vínculo del amor sobrenatural, que procede del corazón del divino Espíritu Santo. A través de él, los dos esposos se convierten no apenas en “una sola carne”, sino en “un solo corazón y una sola alma”.
* P. Agostinho Kinscher, Al Dios desconocido, Editora Mensageiro da Fe, Salvador, 1943, p 134-136.
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