José Garnelo y Alda, 1896, Colección Museo del Prado Felipe Barandiarán
La primavera llega a Lourdes. Peregrinos de todas partes acuden a postrarse ante el humilde y rústico trono que ha escogido la Virgen, en las orillas del Gave de Pau, protegido por la alta reja que vemos. Una gran luminaria de velas concentra su fulgor en la roca, desde la cual la Virgen sonríe, sin decir nada, como lo hacía con la pequeña vidente. En el centro de la escena, una religiosa mercedaria, con un vaso de agua en la mano, asiste paciente a un hombre de edad que lleva en un carro de enfermo. A su lado, arrodillada, su hija, tocada con un elegante sombrero, a juego con su vestido de tul y seda azul cielo, le escucha con cariño. Un poco más allá, en una silla de ruedas hecha de mimbre, una mujer recibe los cuidados de su esposo, que le da de beber agua (de Lourdes) en una concha. A la izquierda, frente a nosotros, un hombre robusto, de mediana edad —el pintor, ¿tal vez?—, con una pequeña muleta en las manos, lleva en brazos a un niño lisiado que nos mira con serenidad. Está también su hermanita, de graciosos mofletes, con amplio sombrero de paja, un cirio en una mano y en la otra un paquetito muy bien envuelto. Desde el púlpito, con los brazos extendidos en señal de penitencia, como pidió con insistencia la Virgen una vez más, y el rosario en la mano, un sacerdote entona la Salve: “Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra…” “A ti clamamos los desterrados hijos de Eva…”, las más de las veces, le pedimos la cura de enfermedades. Y la Reina del Cielo ha dispensado incontables desde que se apareció a la pequeña Bernadette, aquel 11 de febrero de 1858. Colgadas de la roca, a la izquierda, se amontonan muletas de lisiados agradecidos que lo atestiguan. Setenta casos están certificados por la comisión médica como milagrosos. Muchas más, probablemente, son las curaciones espirituales… que se guardan en el silencio de los confesionarios.
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