(Primera parte) Con la claridad que lo caracteriza, el autor del libro “El matrimonio cristiano”, sin eludir su obligación de enseñar, santificar y gobernar a los fieles, aborda este asunto crucial, tan poco comprendido incluso por muchos católicos. Mons. Tihamér Tóth Constatamos a cada paso cómo la crisis moral de la sociedad se debe en gran parte al desmoronamiento de la familia: a los divorcios en auge, a los hogares destruidos, a los malos tratos, a la violencia familiar, a los escándalos y malos ejemplos de los padres… no nos extrañemos entonces que los jóvenes estén como están. Y todo esto obedece, en definitiva, a que se ha quebrantado este principio cristiano fundamental: la indisolubilidad del matrimonio. A este principio voy a dedicar tres artículos. En los dos primeros mostraré el gran ideal cristiano: el matrimonio indisoluble y las causas por las cuales la religión católica sigue manteniendo firmemente este criterio; en el tercero veremos las tristes consecuencias de las familias deshechas. Casi parece que la humanidad ha caído de nuevo en la poligamia que cundía antes de Cristo, con la diferencia de que entonces un hombre podía tener a un mismo tiempo tantas mujeres cuantas le permitía su fortuna, mientras que hoy día las tiene sucesivamente, cada vez que se divorcia y se junta con otra. La Iglesia, a pesar de todo, sigue defendiendo y exigiendo con inconmovible tesón la indisolubilidad del matrimonio. Y lo hace por tres motivos, porque así lo exige: la voluntad de Dios, la esencia del matrimonio y la finalidad del matrimonio. Hay todavía un cuarto argumento decisivo: el interés de la humanidad. Pero este último punto lo reservamos para un artículo aparte. El matrimonio es indisoluble por voluntad de Dios Dios creó al principio un solo hombre y una sola mujer, por tanto, una pareja. Con ello quiso indicar su voluntad de que el matrimonio se contraiga entre un hombre y una mujer. Y sigue indicando su voluntad con este hecho incuestionable: el número de los hombres y de las mujeres es siempre el mismo; en el mundo nacen casi el mismo número de niños que de niñas. De esta forma, la naturaleza nos está indicando que el Señor y Creador del mundo quiere que el matrimonio esté formado por un solo hombre y una sola mujer.
Cuando los judíos le replicaron a Jesucristo que la ley de Moisés permitía al marido en ciertos casos repudiar a su mujer, el Señor les contestó de un modo terminante: “Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres; pero, al principio, no era así” (Mt 19, 8). En efecto, desde el principio no fue así. En los días de la Creación, la ley divina fue categórica: unidad e indisolubilidad del matrimonio, y Cristo la restableció en todo su vigor. “Dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne … Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre … Si uno repudia a su mujer —no hablo de uniones ilegítimas— y se casa con otra, comete adulterio” (Mt 19, 5, 6 y 9). ¿Es posible hablar más claro? “Lo que Dios ha unido…”. ¿Cómo une Dios el matrimonio? En primer lugar, con el amor ardiente que Él enciende en dos corazones. Después lo une con la fuerza del sacramento. Y lo une también con los hijos, que concede a los esposos precisamente cuando expresan íntimamente su mutuo amor en el acto sexual. Por tanto, lo que Dios unió de diversas maneras, el hombre no tiene derecho a desunirlo y separarlo. Una tercera persona no tiene derecho a irrumpir en el santuario familiar y destrozarlo; ni los propios esposos tienen derecho de disolver el matrimonio, ni por acuerdo mutuo ni por decisión unilateral. Claramente nos damos cuenta, por las palabras citadas del Señor, que Él quería asentar un criterio y una norma exigente por encima del sentir relajado de la Antigua Alianza. De las palabras citadas y de otras enseñanzas de Jesucristo (Mt 5, 31-32), la Iglesia ha establecido este criterio fundamental, según el cual el matrimonio válido y consumado no puede ser disuelto. “Pero —acaso me objete alguno— Jesucristo no quería ser tan excesivamente riguroso. De sus palabras parece desprenderse que en el caso más grave, en el caso de infringirse la fidelidad conyugal, también Él permite el divorcio. Y muchas sectas lo interpretan así. La Iglesia es la única que no cede en su sentir riguroso”. No cede, porque no es posible. Porque es completamente cierto que Jesucristo no quiso permitir, ni siquiera en este caso, un nuevo matrimonio. Se deduce de las palabras que el mismo Jesucristo pronunció en otra ocasión: “Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio” (Mc 10, 11-12). En este pasaje el Señor ya no hace excepción alguna. Cualquiera que haya sido el motivo del repudio —aunque haya sido por infidelidad— nadie puede casarse con la repudiada. Debido a lo terrible que es el pecado de adulterio, es lícito repudiar a la esposa culpable, romper la comunidad de vida —es lo que llamamos “separación de habitación y lecho”, o “divorcio no vincular”—, pero no cesa la validez de los lazos matrimoniales ni es lícito contraer segundas nupcias. Cesa la obligación de vivir juntos, pero no la validez del matrimonio. Naturalmente, todo cuanto el Señor dice respecto de la esposa culpable ha de extenderse también al esposo que cometa la misma injusticia. Que realmente hayan de interpretarse así las palabras del Señor, lo demuestra también el asombro, diríamos el escándalo de los discípulos. Porque ellos contestan: “Si esa es la situación del hombre con la mujer, no trae cuenta casarse” (Mt 19, 10). Es decir, si la infidelidad únicamente es motivo de repudio, pero no autoriza a celebrar segundas nupcias, más vale no lanzarse a empresa tan peligrosa. De modo que los apóstoles interpretaron las palabras del Señor en el sentido de que no es lícito contraer nuevo matrimonio ni quisiera en caso de infidelidad. Así lo entendió también san Pablo: “A los casados les ordeno, no yo sino el Señor: que la mujer no se separe del marido; pero si se separa, que permanezca sin casarse o que se reconcilie con el marido” (1 Cor 7, 10-11). ¿Es posible dar una interpretación más auténtica y clara a las palabras antes citadas del Señor? ¿Hay alguien que se atreva a afirmar que él entiende más rectamente las palabras de Jesucristo que el mismo san Pablo? Nunca se permite un nuevo matrimonio, aunque haya divorcio no vincular, separación de lecho y mesa. Al mismo resultado llegamos por medio de otro razonamiento. Si el Hijo de Dios hubiese permitido casarse de nuevo al que se divorcia, estaría premiando el grave pecado del adulterio. Fijémonos en lo que sucede en la vida real. La causa de muchos divorcios no es tanto la pelea o diferencia de criterios de los esposos sino la entrada de una tercera persona en escena.
Un ejemplo. Hace veinticuatro años que viven juntos un marido y su esposa. En general el matrimonio funcionó bastante bien durante estos años. Claro que hubo entre ellos pequeños roces y disgustos, cosa inevitable en todo matrimonio. Pero la cosa marchaba. El hijo, de veintitrés años, ha terminado los estudios superiores; la hija, de veintiuno, se ha casado… Y entonces se les ocurre a los padres divorciarse. ¡Después de veinticuatro años! ¿Por qué? Porque el hombre ha tropezado con una muchacha… ¡El hombre, de cincuenta años, se ha enamorado locamente de una chica de veinte! ¡Cuántos ejemplos parecidos podrían aducirse! ¡Cuántos matrimonios hay que vivieron una vida conyugal feliz durante bastantes años, y de repente aparece un hombre sin escrúpulos o una mala mujer, que con manos sacrílegas destruye la felicidad del santuario familiar! Pues ahí está la prohibición de Jesucristo, el veto de la Iglesia: ¡No permito que se toque al matrimonio!. Por eso, ¡cuánto deberíamos agradecer a la Iglesia por no permitir que una tercera persona sin entrañas contraiga matrimonio válido con una persona que se ha divorciado! ¡Cuántos hogares habrá salvado de su destrucción por no haber permitido casarse a los matrimonios separados! Y frente a esta postura seria de la Iglesia, ¿no es una grave injusticia que las leyes civiles reconozcan el nuevo matrimonio de una persona divorciada? Porque de esta forma están premiando al que ha cometido un delito; porque quien se ha hastiado de su cónyuge, al que había prometido amar durante toda su vida, puede deshacerse de él simplemente cometiendo adulterio, y de esta forma ya tiene derecho a disolver su matrimonio; así se le premia al que comete una grave injusticia. El matrimonio es indisoluble por su misma esencia Razones morales, pedagógicas y sociales propugnan la indisolubilidad del matrimonio, como veremos más adelante. Pero todas estas razones son de una importancia secundaria en comparación con la principal razón: es indisoluble, porque la indisolubilidad pertenece a la esencia del matrimonio cristiano. Lo que no consta de partes no puede ser dividido en partes, claro está. Pues bien; los esposos cristianos, una vez casados, no son ya partes independientes, porque el matrimonio cristiano es imagen de la unión mística que existe entre Jesucristo y la Iglesia. Los lazos sagrados que unen a Cristo con la Iglesia son eternos e indisolubles, perdurarán mientras exista la Iglesia; por tanto, mientras haya hombres en la tierra. Así también el lazo sagrado que une a los esposos —imagen del que existe entre Cristo y la Iglesia— ha de perdurar mientras vivan los dos esposos, hasta que muera uno de ellos. Es una verdad tan patente que ni siquiera la Iglesia puede cambiarla. Por consiguiente carece de todo fundamento y probabilidad, y solo se le puede ocurrir a quien desconoce la esencia del matrimonio, aquella loca esperanza que tienen algunos de que un día, con el correr de los tiempos, la Iglesia llegue a cambiar algún tanto su postura rígida y consienta cierta mitigación en los lazos matrimoniales. Nunca lo hará, porque no puede hacerlo. La misma esencia del matrimonio clama contra la disolución. En matemáticas, la regla es que “uno y uno son dos”. Pero en el orden matrimonial, Dios ha establecido una nueva regla: “uno y uno son uno”; es decir, mediante el matrimonio, el hombre y la mujer se unen en un organismo nuevo, misterioso: el uno llega a formar parte del cuerpo del otro. Es el mismo san Pablo quien lo afirma, al escribir de esta manera: “Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo” (Ef 5, 28-30). De modo que en el matrimonio cristiano el hombre y la mujer se unen en un nuevo y misterioso organismo, a semejanza de la unión mística que existe entre Cristo y la Iglesia. Pero lo que es uno en cuanto a su esencia, no puede ser dividido en dos. Cristo no puede ser separado de su Iglesia; tampoco el esposo de su esposa. El matrimonio es indisoluble por su mismo fin El matrimonio es indisoluble porque solamente así podrá responder a su magnífica misión, solamente así podrá alcanzar sus propios fines. 1. Uno de los dos fines principales del matrimonio es la conservación del género humano, tal como debe ser, en conformidad con la dignidad del hombre. Es posible dar vida a los hijos sin matrimonio. Pero para educarlos se necesita una vida de familia: unos padres que los cuiden y los amen. Cualquier cachorro, al poco de nacer ya está apto para buscarse su sustento, no necesita una familia que lo proteja. Pero fijémonos en el niño que acaba de nacer: es un ser totalmente indefenso e impotente, incapaz de cuidarse a sí mismo. El polluelo, el mismo día de salir de la cáscara del huevo, ya busca su alimento, en cambio el niño necesita constantemente de la ayuda de sus padres —para comer, para vestirse, para aprender a hablar, para educarse y desarrollarse en todos los aspectos, etc.— hasta los catorce, dieciséis o más años de edad. Y mientras los padres se fatigan con el cuidado y la educación del primogénito, llegan otros hijos y hay que empezar de nuevo este deber arduo y sagrado. La misma naturaleza humana lo esta diciendo: no es posible contraer matrimonio por un plazo fijo, sino que ha de durar hasta que la muerte los separe. Miremos el asunto bajo otro punto de vista. Si por una parte los hijos tienen derecho a que, por la debilidad y fragilidad con que vienen a la existencia, requieran del apoyo de una familia íntegra y bien ordenada, por otra parte, los padres también tienen sus derechos: el único sostén natural en los días de su vejez, cuando lleguen a la ancianidad y sean incapaces de valerse por sí mismos, será la ayuda que les presten sus hijos.
Por tanto, la indisolubilidad del matrimonio no es una ocurrencia que pasó por la mente de un utópico, no es algo artificioso, que quizá llegue a cambiar con el correr de los tiempos, sino que es expresión de la naturaleza humana, en que nada se puede cambiar mientras no cambie la naturaleza del hombre. 2. ¿Cuál es el otro fin del matrimonio? La mutua ayuda de los esposos y su unión completa. Cosas que solo pueden realizarse en el matrimonio indisoluble. Distintos son el hombre y la mujer; distintos son sus pensamientos, distintos sus deseos, distintas sus inclinaciones y formas de sentir, tienen cualidades distintas pero complementarias. De forma que los esposos se completan cuando se unen en matrimonio. En el matrimonio los dos esposos se donan el uno al otro para siempre, y cada uno con las peculiaridades propias de su sexo. Pero esta unión solo será perfecta si es indisoluble. Y así constatamos, ¡qué raudal de fuerzas brotan del alma del hombre y de la mujer cuando se compenetran y viven un mismo espíritu! ¡Hasta dónde pueden llegar cuando se sienten amados y comprendidos mutuamente! Sobre todo, sabiendo que lo serán para siempre, hasta que la muerte los separe. ¡Cuánto ayuda a los esposos que no tengan secretos el uno para el otro, que se muestren con total sinceridad! Pero esto solo se puede lograr cuando están seguros que esta confianza y esta entrega durarán mientras vivan. En el momento en que exista la sospecha o posibilidad de que “esto pueda cambiar”, termina la confianza plena: la persona en la que se podría confiar, si un día se llegan a separar, podría más tarde abusar de las confidencias que le hizo en los momentos de intimidad. ¿Exagero? Quien así lo creyere, que lea en la prensa diaria —si su estómago lo resiste— aquellas confesiones bochornosas que hacen los esposos uno del otro en los pleitos de divorcio. ¡Qué groseros y ordinarios se muestran entonces, contando sus intimidades y desvergüenzas! Todavía hay algo más. Quiero ponderar el alto valor educativo del matrimonio indisoluble. La conciencia de la indisolubilidad ayuda a reprimir y vencer los caprichos y defectos que cada uno tiene; en cambio, el admitir la posibilidad del divorcio es un acicate para tratarse con poco respeto, para que surjan las discusiones y las peleas. En un matrimonio indisoluble, la conciencia de los esposos de estar unidos para siempre, los obliga a ser más indulgentes y respetuosos, a suavizar y resolver enseguida los pequeños o grandes roces que puedan surgir y que por fuerza ha de haber. Mientras que si no se admite su indisolubilidad, fácilmente se buscarán las justificaciones adecuadas —en consonancia con la concupiscencia, propia de la naturaleza humana, propensa al pecado— para, cuando la situación se torne difícil, optar por el divorcio y acabar concluyendo: “Ya no podía aguantarla más. No hay quien la soporte”. De ahí, que la indisolubilidad del matrimonio sea el mejor juez de paz. Mucho más fácil se puede vencer la tentación cuando no hay más que una salida: “Es inútil; de todos modos no me puedo divorciar. Más vale que nos perdonemos y nos aceptemos como somos”. * * * La familia es la célula básica de la sociedad, no solo jurídica y económicamente, sino también por su gran fuerza educativa, pues en ella se ejercitan las virtudes que hacen posible la convivencia social: la responsabilidad, la comprensión, el autodominio, la magnanimidad, etc. ¿Es posible imaginarse la convivencia humana sin estas virtudes morales? Sin embargo, para que estas virtudes puedan cultivarse en la familia, se requiere que esta sea duradera y estable, es decir, indisoluble. Las cosas buenas llevan su tiempo, todo necesita tiempo para alcanzar la madurez y principalmente lo requieren estas virtudes para adquirirse. Debido a esto, el matrimonio indisoluble es la argamasa de la convivencia social; suprime la indisolubilidad y verás cómo se viene abajo. Las entidades bancarias no suelen dar intereses por el dinero que se ingresa en una cuenta corriente y que puede sacarse en cualquier momento. En cambio, sí lo dan cuando se ingresa a un plazo fijo; cuanto mayor sea el tiempo fijado que no se pueda retirar, mayor será el interés. Lo mismo ocurre con la fidelidad conyugal: si puede faltarse a ella en cualquier momento, apenas produce intereses de felicidad. Hay que comprometerse a ser fieles para toda la vida, si se desea un interés elevado de felicidad: interés que redunda en bien de los esposos, de los hijos y de la sociedad. ¡Ojalá llegue a comprenderlo de nuevo la humanidad! ¡Ojalá abra los ojos ante la amarga experiencia de tantas familias deshechas, simplemente por desobedecer el mandamiento de Jesucristo: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”!
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Exterminio de la Familia Imperial Rusa (p. 4) Homenaje a Santo Tomás de Aquino (p. 12) |
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