PREGUNTA Durante una conversación con un abogado, tuvimos un debate religioso. Él decía que en el Juicio Final serían juzgadas todas las almas, tanto las que estuvieran en el Cielo como en el Infierno. Según él, las almas del Purgatorio permanecerían allí, pagando por sus pecados “hasta el último céntimo”. Sin embargo, yo discrepé. Dije que después del Juicio Final ya no existiría el Purgatorio, y que a partir de entonces solo habrían dos posibilidades: el Cielo o el Infierno. Mi postura no le gustó. Quisiera saber quién de los dos tiene la razón. Gracias de antemano por su respuesta. RESPUESTA
Excelente pregunta, que me permite abordar cuestiones profundas de la escatología y la teología católicas sobre la vida después de la muerte. Según la enseñanza de la Iglesia Católica, el Purgatorio existe para la purificación de las almas que mueren en estado de gracia, pero que todavía necesitan ser purificadas de la escoria de los pecados pasados y pagar la pena temporal debida por ellos. Sin embargo, la doctrina católica también enseña que el purgatorio terminará con el Juicio Final. Entonces surge la cuestión: ¿Qué ocurrirá con las almas de quienes aún vivan cuando llegue el Juicio Final, y con las de aquellas que aún no se hayan purificado ni hayan pagado la pena que les corresponde? ¿Cómo se purificarán si el Purgatorio ya no existirá? Para comprender mejor la belleza de la respuesta, vale la pena analizar las dos verdades de fe que, aparentemente, entran en conflicto en este caso. Recordemos primero la finalidad del Purgatorio y veamos después por qué terminará cuando llegue el fin del mundo. Como dije más arriba, el Purgatorio tiene dos finalidades: 1) Purificar el alma de las escorias que deja el pecado, como se purifica el oro en un crisol, para que pueda unirse plenamente con Dios en el Cielo. En este sentido, el Purgatorio podría ser explicado fácilmente como un “hospital” del Espíritu Santo, donde los pacientes sufren un dolor curativo. 2) Pagar la pena temporal debida por los pecados cometidos. La primera finalidad —la purificación— es fácil de comprender, pero la segunda es más difícil de aceptar hoy en día para muchas personas, debido a la mala influencia ejercida por el liberalismo. Creen que Dios, siendo infinitamente misericordioso, no puede exigir el pago de la deuda después de haber perdonado al pecador.
Es verdad que Dios es infinitamente misericordioso, pero también es infinitamente justo. Ahora bien, cuando alguien causa daño a otro, no solo debe arrepentirse y pedir perdón por su falta, sino que también debe reparar el daño que ha causado. Por ejemplo, si un niño que juega con una honda rompe la ventana de un vecino, además de pedir las disculpas del caso, tiene que conseguir dinero de sus padres para reponer la ventana rota. Lo mismo ocurre en nuestra relación con Dios: nuestros pecados “rompen ventanas” de la gloria extrínseca a la que Él tiene derecho como nuestro Creador y Padre. Por eso, además de arrepentirnos por haber pecado y de confesarnos, si hubieran sido pecados mortales, tenemos que pagar lo que se llama la “pena temporal” del pecado, las “ventanas rotas”. Esto puede hacerse en esta vida con nuestros sacrificios, ofrecidos en expiación por nuestros pecados, o ganando las indulgencias que la Iglesia pone a nuestra disposición. Si morimos en estado de gracia y aún nos queda por pagar una parte de esta pena temporal, el fuego purificador del Purgatorio se encargará de ello, “hasta el último céntimo”, como decía jovialmente el abogado amigo de nuestro consultante. “La muerte ha sido absorbida en la victoria” La otra verdad que se deduce de la fe es que el Purgatorio terminará con el Juicio Final. Hay dos razones teológicas para ello. La primera es que Nuestro Señor ha anunciado que solamente habrá dos sentencias, el Cielo para los justos y el Infierno para los malvados, recibiendo cada uno su recompensa definitiva: “Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. … Entonces dirá a los de su izquierda: Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 31-34 y 41). La segunda razón es que los cuerpos resucitados deben unirse con almas que ya fueron completamente purificadas.
Esto es lo que enseña el Catecismo de la Iglesia Católica sobre la resurrección de la carne en el fin del mundo: “La resurrección de todos los muertos, ‘de los justos y de los pecadores’ (Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será ‘la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz … y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación’ (Jn 5, 28-29)” (CIC, §1038). Hay que señalar, sin embargo, que habrá una diferencia entre los cuerpos resucitados. Santo Tomás de Aquino, en su Suma Teológica (Suplemento, q. 86, a. 2), explica que los cuerpos de los condenados resucitarán incorruptibles, es decir, incapaces de morir de nuevo, pero no gloriosos. Serán preservados, por una impasibilidad negativa, para sufrir eternamente, en unión con el alma, sin que el dolor los destruya. Mientras que los santos tendrán las cuatro cualidades del cuerpo glorioso: impasibilidad, agilidad, sutileza y claridad. Porque en ese momento tendrá lugar en ellos la consumación de la obra de Cristo iniciada en la tierra. Como escribió san Pablo a los filipenses: “El que ha inaugurado entre vosotros esta buena obra, la llevará adelante hasta el día [de la venida] de Cristo Jesús” (Fil 1, 6). Al dirigirse a los corintios, san Pablo es aún más explícito: “En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene la última trompeta; porque sonará, y los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es preciso que esto que es corruptible se vista de incorrupción, y que esto que es mortal se vista de inmortalidad. Y cuando esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: La muerte ha sido absorbida en la victoria” (1 Cor 15, 52-54). Ahora bien, sería incongruente que, en aquella hora suprema de la victoria de Cristo sobre la muerte, quedasen todavía en las almas las escorias del pecado. Además, sería contradictorio que, mientras los cuerpos resucitados de los justos estuviesen gozando de la impasibilidad —es decir, de la incapacidad de sufrir—, las almas unidas a ellos continuaran siendo atormentadas por dolores purificadores. Anticipando el paso al Cielo de las almas del Purgatorio Queda así demostrado que, con la resurrección de los cuerpos y el Juicio Final que le seguirá, el Purgatorio dejará de existir por haber cumplido plenamente su finalidad temporal. Como dice san Agustín: “Hay penas temporales que unos las padecen solamente en esta vida, otros después de la muerte y otros ahora y después. De todas maneras, estas penas se sufren antes de aquel severísimo y definitivo juicio” (Ciudad de Dios, XXI, 13). ¿Qué ocurrirá entonces con los que estén vivos en la segunda venida de Jesús y con los que se encuentren en el Purgatorio sin estar totalmente purificados y con “unos céntimos por pagar”, como diría el amigo de nuestro consultante? Se purificarán completa e instantáneamente, compensando la intensidad la falta de duración, muy probablemente en el acto mismo del encuentro con Nuestro Señor. Será una purificación instantánea por el hecho de que el alma se vea completamente a la luz de la justicia y de la misericordia divinas y por el amor ardiente que suscitan esta iluminación y este encuentro personal con Jesucristo en la plenitud de su gloria.
Sin embargo, el ideal para todos nosotros es estar plenamente santificados y haber expiado ya meritoriamente todas nuestras faltas en esta tierra de exilio, para poder gozar inmediatamente del Cielo, privilegio reservado a los mártires y a quienes han alcanzado un grado eminente de santidad. Estas consideraciones deben animarnos también a aumentar nuestra devoción a las almas del Purgatorio, cuyos sufrimientos no les hacen acreedoras a méritos y, por tanto, no acortan su purificación ni el pago de su pena temporal. Necesitan nuestras oraciones, nuestros sacrificios, que ganemos indulgencias en su favor y que hagamos celebrar misas por ellas. Una de las mayores tragedias que se derivaron indirectamente de la modificación del ritual de la Misa fue que muchos fieles perdieron la noción del carácter expiatorio —en favor de vivos y difuntos— del Santo Sacrificio del altar. Como consecuencia, se perdió la costumbre de encomendar periódicamente misas por nuestros difuntos. Además, a medida que se fue consolidando la costumbre de las concelebraciones —para subrayar el carácter “comunitario” de la celebración eucarística—, el número de misas disminuyó y en muchas parroquias se generalizó el abuso de celebrar una misa por un gran número de difuntos (hasta el punto que recientemente la Santa Sede tuvo que publicar una advertencia de que esto solo se puede hacer si quienes contribuyen con un estipendio aceptan que se trata de una intención colectiva). Invoquemos con filial confianza a la Santísima Virgen María en favor de las almas del Purgatorio, pues Ella es verdaderamente la Madre de misericordia y el Consuelo de los afligidos. La tradición de la Iglesia nos enseña que la intercesión de la Madre de Dios tiene un poder único para aliviar los sufrimientos de las almas que allí se purifican. Se cuenta que en cierta ocasión san Gregorio Magno conoció, a través de una visión, cómo el Santo Rosario rezado con fervor había obtenido la liberación de un alma que llevaba siglos padeciendo en el Purgatorio. De manera especial, la Santísima Virgen reveló a san Simón Stock la devoción del Escapulario del Carmen: quien lo lleve con devoción y viva piadosamente será asistido por Ella después de la muerte y, si va al Purgatorio, será liberado cuanto antes. No dejemos, pues, de ofrecer nuestras súplicas, rosarios y sacrificios a María Santísima en favor de las benditas almas, y así, por su poderosa mediación, apresuraremos su entrada en la gloria del Cielo.
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