PREGUNTA ¿Qué es lo que el ayuno, la mortificación corporal, la oración y la comunión frecuente producen en el alma? ¿Cómo sabemos que las reparaciones que hacemos son aceptadas? Disculpe, sé que mi consulta parece tonta, pero siempre me pregunto por qué hacer estas obras y siempre respondo porque Dios lo quiere ¿Podría Ud., por favor, darme una breve explicación? RESPUESTA A muchos lectores la pregunta les parecerá irrelevante, y la misma persona que la plantea pondera que su pregunta parece tonta. Sin embargo, ella aborda un punto central de la vida espiritual del católico, y por lo tanto es de la mayor importancia comprender bien su significado. Quien lee los Evangelios con el corazón recto no puede dejar de percibir que ellos sitúan al lector en un promontorio elevadísimo, desde donde se descubre la vida eterna bienaventurada, a la cual Dios llama a todo hombre. Y desde luego queda claro, por la lectura de los Evangelios y por lo que la Iglesia nos enseña, que sólo podrá entrar en el Cielo el alma completamente purificada de sus pecados. Ahora bien, mirando cada uno de nosotros dentro de sí mismo, percibirá tantas manchas, que de inmediato concluye que no está en condiciones de presentarse delante de Dios y de ser aceptado en un lugar —el Cielo, morada del Santo de los santos y Reino de santidad— donde repugna toda y cualquier mancha por ínfima que sea. De ahí la pregunta: ¿Qué hacer para borrar esas manchas que nos impiden la entrada en la bienaventuranza eterna?
Ésa es justamente una importante razón de ser del ayuno, de la mortificación corporal, de la oración e incluso de la comunión frecuente hecha con el alma exenta de todo pecado mortal. Pues tales actos, realizados con el deseo sincero de expiación y de agradar a Dios, sobre todo cuando son ofrecidos por medio de la Santísima Virgen y están unidos al Sacrificio redentor de Cristo, purifican nuestra alma inclusive de los pecados veniales y nos habilitan para entrar totalmente purificados al Cielo. Si, a pesar de ello, al final de nuestra vida nos queda a la hora de la muerte un saldo negativo, él será pagado en el fuego purificador y santificador del Purgatorio. Un mundo completamente apartado de Dios Además, sucede que el hombre no está solo en este mundo, sino que vive en sociedad con otros hombres, los cuales a su vez traban —o deberían trabar— la misma batalla. Muchos sin embargo no lo hacen, y hasta deliberadamente se oponen a los Mandamientos de la ley de Dios, encaminándose así hacia la perdición eterna. Quiso, no obstante, la misericordia divina que los actos expiatorios de unos pudiesen suplir el déficit de los otros. De manera que los méritos de unos alcanzan de Dios gracias para otros pecadores, que así pueden llegar a salvar sus almas. Lo dijo categóricamente la Virgen Santísima a los tres pastorcitos de Fátima: “Muchas almas se van al infierno por no haber quién se sacrifique y pida por ellas”. Ésta es la más pura doctrina del Evangelio, que la Santa Iglesia formula en el dogma de la Comunión de los Santos. De manera que, cuando vemos al mundo apartado de Dios, debemos preguntarnos si hemos hecho todo cuanto podíamos y debíamos, para alcanzar las gracias necesarias a fin de que las almas abandonen el camino de la perdición y vuelvan a las vías benditas de la salvación. Tanto más cuanto Nuestra Señora advirtió en Fátima que, si los hombres no hicieren la penitencia debida, un gran castigo purificador se abatirá sobre el mundo, después del cual, entonces sí, vendrá un diluvio de gracias que restablecerá el orden cristiano sobre la faz de la Tierra. Será el triunfo del Inmaculado Corazón de María, también profetizado en Fátima. San Pablo: “El justo vive de la fe” Me consultan también, sobre cómo podemos saber que nuestros actos de reparación por nuestros pecados, o por los de los otros, están siendo aceptados por Dios.
Una vez más, se trata de una pregunta oportuna, porque no siempre recibimos la gracia sensible que ponga eso en evidencia ante nuestros ojos. Son los periodos de aridez de la vida espiritual. Es lo que San Juan de la Cruz llama de “noche oscura”, por la cual Dios hace pasar generalmente a las almas destinadas a alcanzar un alto grado de santidad. En esos momentos, es necesario perseverar fuertemente en las buenas resoluciones que tomamos cuando el Cielo estaba claro ante nosotros, y proseguir con nuestros actos de oración, penitencia y frecuencia a los Sacramentos (principalmente el sacramento de la Confesión y la Eucaristía), pues, como decía San Pablo, “justus ex fide vivit” (el justo vive de la fe — Rom. 1, 17). Es lo que la propia lectora dice que hace (“porque Dios lo quiere”), y merece alabanza por ello. En el mundo secularizado y ateizado en que vivimos, esta postura es más meritoria que nunca, pues hoy en día todo nos lleva a creer tan sólo en lo que nuestros sentidos perciben directamente. Pero ésa es una posición racionalista que se rehúsa a ver dos palmos más allá de sus narices. Dije, a propósito, dos palmos —y no uno sólo, conforme la expresión usual— porque a la distancia de un palmo ciertamente muchos de nuestros contemporáneos ven, tanto así que la ciencia va cada día descubriendo nuevas maravillas en la naturaleza. Pero, en seguida, se rehúsan a ver un palmo más al frente, es decir, se rehúsan a reflexionar sobre lo que vieron y percibieron por los sentidos. En efecto, aunque Dios sea invisible a nuestros ojos, y por tanto no lo podamos alcanzar directamente por los sentidos, por la maravilla de sus obras fácilmente podemos deducir que Él existe. Es la evidencia (la mayor de todas las certezas) innata que lleva a los niños u otras almas inocentes a la espontánea convicción de que no puede existir un efecto sin su causa adecuada. Y, por ahí, llegan a la existencia de Dios. Por eso, el mismo San Pablo observa con razón que los incrédulos son culpables por su incredulidad: “ita ut sint inexcusabiles” (Rom. 1, 20). La misma consideración sirve para evaluar los resultados de nuestras obras y ejercicios espirituales. Puesto que Dios nos mandó hacer actos de penitencia por nuestros pecados y por los de los otros, aunque no tengamos ningún conocimiento sensible de que ellos están siendo agradables a Dios, podemos tener la certeza de que Él los recibe favorablemente, con tal que los practiquemos con la conciencia recta (es decir, con el deseo de serle agradable, y no por cualquier deseo de vanagloria personal). Esto es palabra de Cristo y enseñanza de la Iglesia.
Más aun. La penitencia, y sobre todo la Sagrada Comunión, cuando son practicadas por amor a Dios, le dan gloria y reparan a los Sagrados Corazones de Jesús y María, tan ofendidos. Y ésta es la finalidad mayor, pues la criatura existe para glorificar al Creador. Por eso es que debemos alabar a María, excelsa Madre de Dios y madre de los hombres. El día del Juicio Final, este misterioso entrelazamiento espiritual que constituye la Comunión de los Santos será patente ante toda la humanidad reunida en el valle de Josafat. Entonces conoceremos con pormenores todo cuanto recibimos por los méritos de otros, a veces desconocidos nuestros en esta Tierra, y les estaremos eternamente agradecidos. Y también conoceremos cuánto nuestras buenas obras beneficiaron a terceros que, a su vez, nos agradecerán también por toda la eternidad lo que hicimos por ellos. Y en un júbilo eterno cantaremos en alabanza a Dios, que misericordiosamente acogió nuestras buenas obras y nos purificó de nuestros pecados por los méritos infinitos de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Así sea!
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