un contemplativo del orden sacral del universo
1908 – 2008. El centenario del nacimiento del bienaventurado pastorcito de Fátima es una ocasión propicia para resaltar las virtudes de Francisco en cuanto místico consolador de Dios. Tomás Agustín Correa En mayo de 1946, la hermana Lucía, entonces religiosa dorotea, estuvo en Fátima para identificar los lugares históricos de las apariciones del ángel (1916) y de la Santísima Virgen (1917). En el sitio de los Valinhos (donde tuvo lugar la cuarta aparición de Nuestra Señora, en agosto) había un grupo de personas esperándola, entre ellas Tío Marto, el padre de Francisco y Jacinta. Éste, al verla, dijo con mucha alegría: — ¡Qué linda moza te has vuelto! ¡Sí que valió la pena que vinieras al mundo! ¿Te acordarás de mi Jacinta y de mi Francisco? — ¡Pero, tío, cómo no me voy a acordar! — ¡Si estuviesen vivos, serían como tú! — ¿Serían como yo? ¡Serían mejores que yo! Nuestro Señor, en esto, se equivocó. ¡Debía haber dejado acá a uno de ellos, y me dejó a mí! 1 Es difícil comparar las gracias La hermana Lucía siempre tributó gran reconocimiento por las virtudes de sus primos Francisco y Jacinta, que Nuestra Señora llevó al Cielo, respectivamente el 4 de abril de 1919 y el 20 de febrero de 1920. La principal vidente recién comparecería delante de Dios el día 13 de febrero del 2005, cuando sus primos ya habían sido beatificados por Juan Pablo II durante su tercera peregrinación a Fátima, el 13 de mayo del año 2000. Al conmemorarse el día 11 de junio de este año el centenario del nacimiento del Beato Francisco de Fátima (1908-2008), nada más justo que Tesoros de la Fe consagre un artículo resaltando las cualidades de alma y las gracias especialísimas con que fue favorecido este privilegiado del Cielo, ¡de quien la hermana Lucía señalaba que había tomado enteramente en serio el Mensaje de Nuestra Señora, y que habría sido mejor que ella! No nos cabe deslindar cuál de las gracias concedidas a uno y a otro de los videntes fue mayor; y menos aún si la correspondencia a la gracia fue mayor en uno que en otro; nos cabe tan sólo describirlas, para que tomemos a los bienaventurados videntes como referencia, y así nuestra correspondencia personal al Mensaje de Fátima sea la mayor posible, según los designios de la Providencia para cada uno de nosotros. Vidente inmerecidamente olvidado Las personas que están al corriente de la historia de las apariciones de Fátima —y suponemos que el lector esté entre en esas condiciones— sabe que la Hna. Lucía veía, oía y hablaba con la Santísima Virgen; Jacinta veía y oía; Francisco veía, no obstante no oía ni hablaba. Por eso, tomaba conocimiento de lo que Nuestra Señora decía a través de las otras dos videntes. Aquí se nota desde luego que la Santísima Virgen estableció una jerarquía entre ellos. Ese hecho llevó a que muchos colocasen la figura de Francisco un tanto de lado, como el menos favorecido de los videntes. Pero ese olvido es inmerecido, pues no considera que el favor de estar allí y ver a Nuestra Señora ya indica un privilegio altísimo, al cual Francisco correspondió admirablemente, como veremos en seguida. Contemplación sacral de las obras de Dios El P. Fernando Leite S.J. escribió un bello libro 2 sobre el Beato Francisco. En él dice el sacerdote jesuita: “Esta pequeñita alma de poeta [Francisco], este carácter bondadoso, este corazón sensible, este contemplativo en embrión amaba todas las cosas. Comprendía que todas son obras de Dios, que después de crearlas las contempló con una mirada complaciente y vio que «todas eran muy buenas» (Gen. 1,31). Él vivía el pensamiento expresado por Cristo a Santa Catalina de Siena: «Yo quiero que tú seas enamorada de todas las cosas, porque todas son buenas, perfectas y dignas de ser amadas, pues todas, excepto el pecado, brotan de la fuente de mi bondad»”.3 Numerosos son los maestros de la doctrina católica que muestran cómo la contemplación de las cosas creadas eleva hasta Dios, porque todas ellas contienen en sí un reflejo de las perfecciones divinas, que la mirada humana percibe y el alma admira, y así es conducida a Dios. Se puede hablar aquí de una contemplación sacral del orden del universo. Así, por ejemplo, los pequeños videntes se referían a las estrellas como las lámparas de los ángeles, a la Luna como la lámpara de Nuestra Señora, y al Sol como la lámpara de Nuestro Señor. En sus Memorias, la hermana Lucía menciona el hecho: Francisco “iba con nosotras a la vieja era a jugar mientras esperábamos que Nuestra Señora y los ángeles encendieran sus lámparas. Se animaba también a contarlas, pero nada le encantaba tanto como la bonita salida y puesta del Sol. Mientras pudiera divisar alguno de sus rayos, no investigaba si ya había alguna lámpara encendida. — «Ninguna lámpara es tan bonita como la de Nuestro Señor», decía él a Jacinta que prefería la de Nuestra Señora porque, decía ella, «no hace daño a los ojos». Y entusiasmado seguía con la vista todos los rayos que, reflejándose en los cristales de las casas de las aldeas vecinas, o en las gotas de agua esparcidas en los árboles o arbustos de la sierra, los hacían brillar como otras tantas estrellas, a su modo de ver, mil veces más bonitas que las de los ángeles”.4
Por eso, el retrato espiritual que de él traza el P. Fernando Leite es perfecto: “Francisco se nos presenta como una de esas almas interiores, muy sensibles, de índole contemplativa, que no gustan del bullicio, más amigas de pensar que de hablar, más propensas a oír que a manifestarse, más propensas a estar quietas que a moverse. En casa y dentro de un círculo restringido se sienten bien y son hasta expansivas. Fuera de sus amigos o del ambiente familiar, se cierran discretamente a todo lo que no les interesa, detestando los grandes apretujamientos y las exterioridades. Más tarde [después que comenzaron las apariciones de la Santísima Virgen], veremos a Francisco aislarse en los montes para meditar y contemplar sosegadamente o huir a la iglesia a fin de estar solo con Jesús”.5 En esta última frase, el P. Leite se refiere al tiempo —después de las apariciones— en que Francisco acompañaba a Lucía hasta la escuela, donde ésta iba a aprender a escribir, conforme la orden de la Santísima Virgen. Decía él a su prima: “Mira, ve tú, yo me quedo aquí en la iglesia con Jesús escondido. No vale la pena que vaya a la escuela porque de aquí a poco me voy al Cielo. Al salir, me llamas”.6 Gracias místicas del más elevado grado El P. Joaquín María Alonso C.M.F. —sacerdote claretiano que, por designación del obispo de Leiría, trabajó desde 1966 hasta su muerte, en diciembre de 1981, en la edición crítica de los documentos referentes a las apariciones de Fátima— concuerda fundamentalmente con el P. Leite. Y va más allá. Tratando de remediar el olvido inmerecido al que fue relegado Francisco, le consagra un capítulo especial en su obra póstuma poco divulgada, pero preciosa, titulada Doctrina y espiritualidad del mensaje de Fátima. El título del capítulo ya lo dice todo: Francisco, el extático contemplativo.7 El P. Alonso opina que la percepción mística de Francisco era del más alto grado y, por eso, “la propia visión del infierno no lo impresionó tanto, ciertamente porque contempló el misterio de la iniquidad a la luz superior de la contemplación mística”.8 Continúa el P. Alonso: “La percepción mística de Francisco estaba toda subordinada al fenómeno que Lucía llama el reflejo”,9 que se daba durante las apariciones, en el cual los videntes se veían como que sumergidos en Dios, y que provocó el siguiente comentario de Francisco: “Esta gente se queda tan contenta sólo porque les decimos que Nuestra Señora mandó rezar el rosario y que fueses a la escuela. ¡Qué sería si supiesen lo que Ella nos mostró en Dios, en su Inmaculado Corazón, en esa luz tan grande! Pero eso es secreto, no se cuenta. Es mejor que nadie lo sepa”.10 La hermana Lucía explica: “Lo que más le impresionaba y absorbía era Dios, la Santísima Trinidad en aquella luz inmensa que nos penetraba en lo más íntimo del alma”.11 Así, “todo nos lleva a la conclusión —comenta el P. Alonso— de que la percepción mística de Francisco era de la más alta calidad entre las gracias místicas. Los efectos, que Lucía llamaba íntimos, producidos en los videntes por las apariciones, en Francisco se producían por simple visión intelectual. De ahí su inefabilidad”.12 De donde la osada afirmación del P. Alonso, de que las “visiones intelectuales altísimas”, concedidas a Francisco, fueron “mucho más perfectas místicamente que las que experimentaron Jacinta y Lucía”.13 Si bien que no precisamos necesariamente concordar con esa valoración de las gracias concedidas a los videntes, ella en todo caso indica que Francisco no fue un participante apagado del affaire Fátima, sino un protagonista con un papel muy especial, que el P. Alonso se complace en desmenuzar en seguida. La prioridad de Francisco: consolar a Jesús Observa el P. Alonso 14: “Lucía resaltó bien las diferencias entre la espiritualidad de Francisco y la de Jacinta, en lo que se refiere a la comprensión mística, inteligencia, carácter, etc., y sobre todo en lo que se refiere a la práctica de la reparación, diciendo: «Mientras Jacinta parecía preocupada con el único pensamiento de convertir a los pecadores y librar a las almas del infierno, él sólo parecía pensar en consolar a Nuestro Señor y a Nuestra Señora que estaban tan tristes» 15.” Sor Lucía narra también la siguiente conversación: “Un día le pregunté: — Francisco, ¿qué te gusta más, consolar a Nuestro Señor o convertir a los pecadores para que no vayan más almas al infierno? — Me gusta más consolar a Nuestro Señor. ¿No te diste cuenta cómo Nuestra Señora, todavía en el último mes, se puso tan triste cuando dijo que no ofendieran más a Nuestro Señor que ya estaba muy ofendido? Yo querría consolar a Nuestro Señor y después convertir a los pecadores para que no le ofendan más”.16 Le era tan clara la prioridad espiritual de consolar a Dios, que a todo propósito la explicitaba. La hermana Lucía cuenta que, cuando ya estaba enfermo, ella “entraba con Jacinta a su cuarto y nos dijo: — Hoy hablen poco que me duele mucho la cabeza. — No te olvides de ofrecerlo por los pecadores, le dijo Jacinta. — Sí, pero lo ofrezco primero para consolar a Nuestro Señor y a Nuestra Señora; y después lo ofrezco por los pecadores y por el Santo Padre”.17 Aún en las vísperas de morir, Francisco le dijo a Lucía:
— “Estoy muy mal; me falta poco para ir al Cielo. — Ve, pero no te olvides allí de pedir mucho por los pecadores, por el Santo Padre, por mí y por Jacinta. — Sí, pediré; pero mira, prefiero que pidas esas cosas a Jacinta, porque yo tengo miedo de que se me olvide en cuanto vea a Nuestro Señor. Sobre todo quiero consolarle a Él”.18 De donde concluye el P. Alonso: “La contribución de Francisco al Mensaje de Fátima no se da principalmente en el orden apologético. [...] Su importancia proviene de su experiencia inefable de la consolación de Dios, del carácter absolutamente original de su espiritualidad «teocéntrica»; es decir, dirigida primero y antes que todo a restituir a Dios la gloria perdida por el pecado, y sólo después a la salvación de las almas. Esta lección es importante en tiempos en que una actitud horizontalista está haciendo perder el equilibrio, en favor de un antropocentrismo fuera de órbita. Y ahí está la verdadera contribución espiritual de Francisco. Será necesario, por lo tanto, no solamente sacarlo del olvido en que fue mantenido, sino también darle la importancia primordial que tiene, en el interior del Mensaje de Fátima”.19 “Qué luz tan bonita, allí, junto a nuestra ventana” Ciertamente por eso fue premiado con una visión celestial poco antes de morir. Narra el P. Fernando Leite S.J.: “Muy temprano, el 4 de abril de 1919, Francisco exclamó: — «¡Oh madre, qué luz tan bonita, allí, junto a nuestra ventana!» Y después de algunos minutos de dulce arrobo: — «Ahora ya no veo». Poco tiempo después, su rostro se iluminó con una sonrisa angelical y hacia las diez horas de la mañana sin agonía, sin una contracción, sin un gemido, expiró dulcemente”.20 Es lícito suponer que fue el propio Dios —que es luz infinitamente bella— que así se manifestó en el postrero momento al confidente de la Virgen. Los santos son especiales intercesores de las gracias afines a su escuela espiritual: pidamos al beato Francisco de Fátima que nos obtenga una participación de su deseo jamás desmentido, de consolar a Nuestro Señor y a la Santísima Virgen. Consolación que daremos a Dios aceptando valientemente todos los sufrimientos y disgustos que provengan de nuestra oposición valerosa a este mundo de nuestros días, ¡que se levanta orgullosamente —pero, al final, en vano— contra todos los mandamientos de la ley de Dios! Notas.- 1. Cf. Sebastião Martins dos Reis, La vidente de Fátima dialoga y responde sobre las apariciones, Editorial Franciscana, Braga, 1970, p. 123.
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