PREGUNTA Al terminar de leer el tema ¿Por qué estudiar la Religión?, me detuve en la siguiente frase: “El acto de fe en las verdades religiosas debe estar fundado en la razón. Por consiguiente, es preciso que la razón nos prepare para aceptar las verdades de la fe, mediante los motivos de credibilidad”. La dificultad que encuentro está en la prioridad de las palabras: fe, verdad y razón. La certeza de que nuestra fe es correcta y justa invariablemente nos llevará a conocer la verdad, y siendo poseedores de la verdad llegaremos a la razón con más certeza. Me gusta estudiar la Religión, no estoy cuestionando el asunto, estoy solamente colocando mi punto de vista. Creo que monseñor Villac, que escribe en esta revista, y de quien soy admirador, puede comentar este punto de vista. RESPUESTA El tema a que se refiere el lector fue publicado en la sección Lectura Espiritual, edición de marzo de esta revista, y fue extraída de la versión en castellano del original francés del libro del padre A. Hillaire, “La Religión Demostrada” (Editorial Difusión, Buenos Aires, 8ª ed., 1956, pp. 21-22). La obra fue editada en Argentina con la debida aprobación eclesiástica y, además, con el encomio de varios obispos y teólogos franceses y argentinos. Como se ve, se trata de una obra calificada, de donde se puede desde luego inferir que el autor es firme y seguro del punto de vista doctrinario. Así, Tesoros de la Fe procedió con criterio al extraer de ella textos para la formación religiosa de sus lectores. Esto no impide que alguna frase suelta en el libro pueda requerir una aclaración. Es lo que se nos pide.
Fe y razón: ¿cuál viene antes? El lector está en lo correcto al afirmar que la fe tiene precedencia sobre la razón, y que la fe ilumina la razón. No obstante, una vez iluminada por la fe, la razón a su vez ilumina las verdades de la fe, mostrando que ellas: a) son intrínsecamente coherentes; b) están de acuerdo con los principios de la razón. De ese modo, es como un inferior que recibe bienes del superior y retribuye prestando vasallaje al superior. Utilicemos como metáfora el rombo, figura geométrica que Santo Tomás consideraba perfecta: en el rombo, los lados se abren a partir de un vértice, hasta alcanzar una abertura máxima, en la diagonal, y a partir de ahí confluyen hacia el vértice opuesto; esto puede ser tomado como símbolo de la causa que produce un efecto y, después, del efecto que —como es digno y justo— se vuelve para reconocer la superioridad de la causa. Análogamente, si imaginamos que las verdades de la fe se sitúan a lo largo de la diagonal del rombo, ellas son iluminadas, de un lado, por las luces que proceden de la fe, en uno de los vértices; y, de otro lado, por las luces que parten de la razón, situada en el vértice opuesto. Así, cada uno de los vértices —el de la fe y el de la razón— ilumina, a su modo, las verdades de la fe. No obstante, la prioridad cabe a la fe, lo que en nada disminuye la dignidad de la razón, la cual desempeña, en este proceso, un papel relevante e indispensable. Con esta metáfora, el lector ya puede entrever que su observación es procedente —la prioridad de la fe sobre la razón—, lo que no impide que sea correcta también la frase que él cuestiona, en el trecho que cita del P. Hillaire. Éste muestra la importancia de la razón para comprender la racionabilidad de las verdades de la fe. Conviene profundizar esta importante temática, que suscitó complejas y acaloradas polémicas teológicas a lo largo de los siglos de Historia de la Iglesia. La fe es un don gratuito de Dios En esa temática, la pregunta que primordialmente se pone es si el hombre puede alcanzar por su propio esfuerzo la fe. Como recuerda Santo Tomás (Suma Teológica I-II, q. 114, a. 5, ad 1), el propio San Agustín se equivocó durante algún tiempo al respecto, pensando que estaba en poder del hombre adquirir por sí mismo la fe. Pero luego rechazó tal opinión, que él impugna en el célebre libro de las Retractaciones (L. 1, c. 23), en que señala y reconoce los errores intelectuales y morales que cometió en su vida. Magnífico ejemplo de humildad, rectitud de alma y grandeza de espíritu, que cada uno de nosotros debe imitar. Queda asentado, pues, que la fe es un don gratuito de Dios. Pero Él la ofrece a todos los hombres, sin excepción. Lo que sucede es que muchos la rechazan, cerrando para ella su mente y su corazón. Y por eso son culpables de su propia condenación. No obstante, los que la aceptan no son movidos a ello por la convicción de la razón, sino por la moción del Espíritu Santo en sus almas. A tal propósito, dice Santo Tomás: “Para asentir a las verdades de fe, el hombre es elevado sobre su propia naturaleza, y por eso es necesario que haya en él un principio sobrenatural que le mueva desde dentro, y ese principio es Dios. Por lo tanto, la fe, para prestar ese asentimiento, que es su acto principal, proviene de Dios, que desde dentro mueve al hombre por la gracia” (Suma Teológica II-II, q. 6, a.1, c). Nótese que Santo Tomás da el motivo por el cual el hombre no puede realizar por sí mismo el acto de fe: él no tiene estatura suficiente para tanto, y precisa ser elevado por encima de su naturaleza. Aunque dotado de inteligencia y voluntad —que competen a su naturaleza racional— éstas no le bastan para dar asentimiento a las verdades de la fe; él precisa ser movido interiormente por un principio sobrenatural, que es el propio Dios. Entonces cabe preguntar si la inteligencia (razón) desempeña algún papel en el acto de fe.
La razón debe estar al servicio de la fe Santo Tomás nos esclarece a este respecto, diciendo: “La doctrina sagrada hace uso también de la razón humana; y no para probar cosas de fe, eso sería suprimir el mérito de la fe, sino para demostrar algunas otras cosas que se tratan en la doctrina sagrada. Como quiera que la gracia no suprime la naturaleza, sino que la perfecciona, es necesario que la razón natural esté al servicio de la fe, de la misma forma que la tendencia natural de la voluntad se somete a la caridad” (Suma Teológica I, q. 1, a. 8, ad 2). El papel de la razón es, por lo tanto, de esclarecer las verdades de la fe, mostrando cómo ellas guardan coherencia interna y en nada se oponen a los datos de las ciencias naturales y filosóficas, como fue recordado más arriba. Son estos esclarecimientos de la razón lo que se convino llamar preámbulos de la fe, es decir, los fundamentos racionales de la nuestra fe. Por eso el P. Hillaire añade, inmediatamente después de la frase mencionada por el lector: “La apologética es la ciencia que establece con certeza los fundamentos o preámbulos de la fe, demostrando lo racional, legítimo e indispensable que es creer”. No son preámbulos en el sentido de que, antes de adquirirlos, no se alcanzó la fe, sino en el sentido de que constituyen los fundamentos racionales de la fe, o demostraciones de que las verdades de la fe no son contrarias a la razón, no colisionan con la razón, al contrario de lo que dicen los Voltaires de todas las épocas. Son preámbulos, por lo tanto, en el sentido de que remueven las dificultades e incomprensiones que podrían constituir obstáculos al acto de fe. Este papel de la razón es muy importante, principalmente en nuestros días, en que se presencia una monumental embestida de los ateos y agnósticos contra la fe, acusándola de ser irracional. Por eso decía San Pedro (citación que el P. Hillaire hace también, inmediatamente antes de la frase que causó dificultades al lector): “Estad siempre prontos para responder a aquellos que os pidan razón de vuestras esperanzas” (1 Pe. 3, 15). Por lo tanto, ambos tienen razón: el lector y el P. Hillaire. Alabemos a Dios, que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2, 4); por la fe, y también por la razón iluminada por la fe.
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