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La repentina muerte del hombre-símbolo de una inmensa revolución igualitaria y relativista, capturó la atención de los medios en todo el mundo. Conozcamos el punto de vista de un escritor católico norteamericano John Horvat
En una atmósfera comparable a la de El traje nuevo del Emperador* nos atrevemos a comentar la reciente muerte de Michael Jackson. Como los elogios vienen corriendo de todas partes, destacando su carrera musical y su extravagante vida privada, pocas son las voces que claman, como el pequeño niño, que el emperador estaba desnudo. No había ninguna substancia en el mito existencial de Jackson. Él fue la infortunada víctima de sus propias fantasías autodemoledoras. No decimos que su muerte no tuvo ningún significado más allá del de una tragedia personal. Ésta habla en exceso de nuestra cultura. Lo que hemos presenciado no es solamente el deceso de un individuo, sino de un símbolo. Michael Jackson era un símbolo de las manifiestas contradicciones de una revolución cultural que ha devastado la sociedad americana desde los años sesenta. En el campo cultural ésta es una revolución de modales, moralidad, música, modos de ser y de vestir, que se ha impuesto sobre nosotros, enturbiando distinciones, evitando definiciones, quebrantando convenciones sociales y proponiendo las contradicciones más patentes. Y aunque no ha sido el único en representar esta revolución durante décadas, Michael Jackson era una arquetípica figura que tomó la bandera de esta revolución hasta sus consecuencias extremas y estrambóticas. Todo sobre él era contradicción. En verdad, desde su retiro surrealista en su finca de Neverland (El País de Nunca Jamás), se diría que él prosperó sobre la idea de que ninguna barrera podría ser mantenida en pie, que todas las contradicciones podrían ser sorteadas. Él diluyó y dejó borrosas las distinciones entre hombre y mujer, blanco y negro, homosexual y heterosexual, adulto y niño, lógico e ilógico, fantasía y realidad. La suya era una contradicción en constante transformación, revoloteando de una cosa a otra. Era un ser rehaciéndose constantemente a sí mismo, al punto de cambiar quirúrgicamente sus razgos naturales para encajar en sus extravagantes caprichos y deseos. Bien podríamos describir su mundo como uno que se desarrolla constantemente en el caos.
Desde luego, también podríamos mencionar los escándalos morales de su vida, sobre todo las acusaciones de abuso de menores a quienes él invitaba apasar la noche en su finca. Mientras que acusaciones mucho menos serias hubieran bastado para terminar irreparablemente con el ministerio de un sacerdote, él parece haber disfrutado de la inmunidad que da la desgracia pública. Así, Michael Jackson no era un modelo para ser imitado, sino un símbolo trágico de ostensible contradicción. Y aunque nadie hubiese seguido cuesta abajo todo su espeluznante y ambiguo camino, dejó abiertas las puertas de la aberración, de modo que otros pudieran entrar después de él. Si hay algo que el niño tiene que proclamar delante del emperador, hoy en día, es el clamor de que el así llamado rey del pop no tiene definiciones, distinciones, moral ni lógica. Que es la ambigüedad generalizada de acciones, palabras y gestos, y la glorificación de la contradicción, la cual no está lejos de causar nuestra autodemoledora decadencia —y la liquidación de un símbolo. * Cuento del célebre escritor danés Hans Christian Andersen (1805-1875), en que narra la historia de dos embaucadores que ofrecen al soberano un traje que sólo podía ser visto por las personas inteligentes del reino. Como nadie —ni aun el mismo emperador— quiere reconocer que no ve ningún traje, sólo cuando un inocente niño grita en pleno cortejo “¡pero si está desnudo!”, se deshace el encanto de la superchería.
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