PREGUNTA ¡Monseñor, su bendición! Quisiera salir de una duda que me está atormentando: en los últimos meses me veo asaltado por todo tipo de pensamientos... pensamientos graves... Y ellos tristemente vienen de la nada, cuando camino por la calle, cuando estudio, etc. Quería saber si estos pensamientos que tengo son pecados mortales. En el momento en que ellos vienen, yo resisto, pero me parece que consiento... No sé cómo explicarlo: ¡yo resistiendo, pero ellos “forzándome”! Agradezco desde ya su respuesta. RESPUESTA Si el lector resiste al mal pensamiento, probablemente se debe concluir que no hubo pecado mortal. Puede haber habido alguna debilidad pasajera de la voluntad, sin pleno consentimiento, seguida de una reanudación de la resistencia, y en este caso habrá habido un pecado venial. Como enseña la moral católica, para que exista pecado mortal es necesario haya pleno conocimiento de la gravedad del acto y pleno consentimiento. Al faltar una de las dos condiciones, no hay pecado mortal. Muchas veces, el demonio aprovecha la debilidad del hombre para lanzarlo en la perturbación, y así desanimarlo y hacer que pierda la determinación de luchar contra la tentación. Máxime en estos días, en que muchas veces es difícil encontrar abiertas las iglesias y sacerdotes disponibles para la confesión, es muy importante librarse de la perturbación del demonio y recobrar la tranquilidad del alma, hasta poder recurrir a un confesor experimentado. Por eso, conviene tejer algunas consideraciones sobre las condiciones en que vive el hombre moderno, para no caer en la perturbación interior o confusión y conservarse en la gracia y en la presencia de Dios.
Hoy, casi todo nos arrastra al pecado El lector no especifica —y hace bien— el contenido de los pensamientos graves por los cuales es asaltado, pero hoy en día casi todo tiende a arrastrarnos hacia el pecado: el comentario malicioso de un compañero hostil nos incita a pensamientos de odio; las vestimentas indecentes y los modos provocativos de la mayoría de las personas de hoy despiertan deseos impuros; situaciones de penuria financiera en que caímos imprudentemente, y de las cuales no sabemos como salir, pueden inducirnos a la desesperación; y así sucesivamente. Ésta es la condición humana desde que Adán y Eva cometieron el pecado original, que se transmitió a nosotros por la vía de la generación natural. Pero todas estas eventualidades, que siempre existieron a lo largo de la historia de la humanidad, se agravaron hasta el paroxismo en el mundo actual, obligándonos a una fuerza de voluntad estupendamente enérgica y a una vida de oración superlativamente constante, a fin de que no sucumbamos a tantas tentaciones. La pregunta del lector nos sugiere proporcionarle algunos consejos de orden espiritual que le puedan ser de utilidad a muchos que enfrentan las mismas situaciones. No quedarse apenas en la defensiva Frente a la creciente manifestación del mal, a que estamos asistiendo, la tendencia de una gran parte de los buenos —máxime si su temperamento falsamente indulgente los inclina a ello— es tomar delante de él una actitud meramente defensiva. Resistir a los pensamientos malos está bien, pero con un poco de habilidad y destreza podemos discernir los puntos débiles del adversario y atacarlo en sus debilidades —siempre dentro de los principios y de los límites de la legítima defensa—, de tal modo que impida que nos agreda. Esta ofensiva contra el mal corresponde al principio que San Ignacio designaba con la expresión latina agere contra, es decir, actuar contra el mal que embiste. ¡Esto es católico! Así, por ejemplo, si vemos a una persona que se presenta vestida de modo provocativo, no basta desviar los ojos a fin de que no seamos agredidos en nuestra pureza, sino que debemos considerar cómo aquella persona ofende a Dios y al prójimo por su modo de vestir, y execrar aquella infracción de la Ley moral. Si es una pareja que se comporta de modo inconveniente —y los abusos en esta materia, que antes buscaban la oscuridad, hoy son cada vez más practicados escandalosamente a la vista de todos y a plena luz del día—, no podemos simplemente desviar la mirada, como si nada gravísimo estuviese pasando. Debemos implorar a Dios que se levante contra aquella violación deliberada de la Ley moral, haciendo nuestra la fulminación que San Agustín incluyó en la oración citada por San Luis Grignion en su célebre Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen (nº 67): Jesu, qui non amat te, anathema sit; qui te non amat, amaritudinibus repleatur (¡Oh Jesús, anatema sea quien no te ame; rebose de amargura quien no te quiera!).
Nada más justo: si alguien no se avergüenza de practicar en público un acto moralmente ilícito, sirviendo de ocasión para que otros pequen, que sea repleto de amarguras en ese mismo instante o más adelante, en la ocasión que Dios determine. Haciendo esta oración, manifestamos a Dios nuestro repudio por la violación cometida en público y restablecemos, en cuanto nos cabe, la gloria de Dios de tal manera afectada, así como el justo derecho de nuestro próximo. De nuestra parte, tal actitud crea en nuestro espíritu una coraza para resistir a los malos movimientos que el pecado original podría provocarnos por la vista de un pecado público libremente practicado; y además, es un deber nuestro. Asimismo,en la certeza de la ausencia de cualquier censura los desvergonzados libidinosos se van volviendo cada vez más osados, al punto de huir de la oscuridad y practicar sus torpezas impúdicamente a la vista de todos. El ejercicio de la presencia de María En las escuelas espirituales tradicionales, es muy frecuente la recomendación del ejercicio de la presencia de Dios. Así, por ejemplo, en los colegios maristas de la congregación fundada por San Marcelino Champagnat, era obligatoria la colocación en todas las aulas de la frase: DIOS ME VE. Nada más santo y ortodoxo que ello. Y muchas otras escuelas de espiritualidad hacían la misma recomendación. Pero la escuela espiritual específicamente mariana de San Luis María Grignion de Montfort da un paso adelante. En el nº 166 del Tratado de la verdadera devoción, dice él: “Donde está María no entra el espíritu maligno. Precisamente una de las señales de que somos gobernados por el buen espíritu es el ser muy devotos de la Santísima Virgen, pensar y hablar frecuentemente de Ella”. Y en seguida, en el mismo párrafo: “Como la respiración es señal clara de que el cuerpo no está muerto, del mismo modo el pensar con frecuencia en María e invocarla amorosamente es señal cierta de que el alma no está muerta por el pecado”. Me parece que el pensamiento asiduo en la Santísima Virgen y el hablar frecuentemente con Ella, justifican lo que se podría llamar el ejercicio de la presencia de María. En otras palabras, debemos estar pensando siempre en Ella, estar hablando frecuentemente con Ella, de tal modo que su presencia sea continua en nuestra alma. ¿Puede haber una intimidad más profunda de un alma con Nuestra Señora que estar continuamente hablando con Ella, con la ternura y la confianza de un hijo que habla con su madre? Esa intimidad puede ir tan lejos, que podemos hasta, con todo respeto, presentarle nuestros “reclamos”, es decir, manifestarle lo que nos falta, nuestras necesidades espirituales y temporales, nuestras “incomprensiones” con las aparentes demoras de Dios en atender nuestros pedidos, etc. María Santísima ciertamente recibirá con agrado materno nuestras “aberturas de corazón”, y eso nos sustentará en la fidelidad a nuestra vocación, sea de sacerdotes o laicos católicos, que en todo deben buscar la gloria de Dios y de la Santa Iglesia. El lector podrá aplicar concretamente estos consejos en la lucha contra los pensamientos malos que lo asaltan, y verá cómo la Santísima Virgen lo ayudará a expulsarlos, recobrando la serenidad de su alma. ¡Es el secreto de María!
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