«Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Ap 12, 1). Graciela Carreño de Aragón
No es extraño que deslumbre una Mujer revestida de sol, que tiene la luna bajo sus pies y sobre la cabeza una corona de doce estrellas. Los mismos ángeles se llenan de admiración desde el primer instante en que aparece sobre la tierra. ¿Quién es ésta, exclaman, que se eleva del desierto del mundo colmada de las más dulces delicias y que brilla con un esplendor que deslumbra? Ésta es la Reina del cielo y de la tierra, responde la Iglesia. Es la hija muy amada del Altísimo, es aquella Virgen sin mancha, bendita entre todas las mujeres, aquella Virgen dichosa, constituida madre sin dejar de ser Virgen, es el Arca de la Nueva Alianza, la Estrella de la mañana que nos anuncia la salida del sol, es la madre de misericordia, el asilo de los pecadores, nuestra vida, nuestro consuelo, nuestra esperanza. Ella es nuestra caución para con Dios, como lo dice San Agustín; nuestra mediadora para con el soberano mediador, y San Bernardo afirma: “Ella es nuestra abogada, nuestra paz, nuestra alegría”. Finalmente, es la Madre de Dios, cualidad que, como dicen los Santos Padres, encierra todos los títulos más significativos, dignos y extraordinarios. Sólo Dios, dice San Andrés de Creta, puede hacer el verdadero retrato de la Santísima Virgen María. Bellísima, perfecta y excelsa espiritual y físicamente, porque el Espíritu de Dios (Espíritu Santo) es el que la diseñó aún antes de crear todas las cosas. Pues la elección de la madre es tan antigua en Dios como la Encarnación del Hijo. Estamos convencidos que Dios vio y ordenó todo, como supremo creador y desde la eternidad pergeñó la alta categoría que debía tener la Virgen María sobre todas las criaturas, elevándola, desde entonces, a la maternidad divina queriendo que fuese después de Dios y sólo inferior a Él. Antes que Dios sacase de la nada todas las cosas, el retrato de María estaba concluido en la mente y en los decretos eternos, es decir en los santos designios de Dios. El mundo no estaba todavía creado ni cosa alguna de cuanto existe en él y la Virgen ya era el objeto de las complacencias del Altísimo, porque desde entonces aparecía ante sus ojos con todo el conjunto de dones sobrenaturales y de virtudes, con toda la plenitud de gracias y de privilegios que la han caracterizado como son: su concepción inmaculada, su purísima virginidad antes, en el parto y después del parto; su maternidad divina y su gloriosa asunción de cuerpo y alma al cielo. De este modo, cuando el demonio provocó la caída del primer hombre y la primera mujer con el pecado de la desobediencia, llamado pecado original, que les quitó la gracia y amistad con Dios inclinándolos al mal, pecado que fue transmitido a toda la humanidad, la Virgen María sale a la palestra por decirlo así para ahogar la alegría maligna que tenía el infierno contra su Dios y creador; pero como dijo el Señor hablando al seductor: “Yo pondré una enemistad irreconciliable entre ti y la mujer que quebrantará tu cabeza. En vano vomitarás contra Ella y contra su Hijo, toda tu rabia y tu veneno porque no podrás morderla pese a todos tus esfuerzos y tu malicia y no podrás acercarte ni aún a sus talones. El Hijo que Ella dará al mundo, destruirá tu imperio. Teniendo tu cabeza quebrantada no podrás hacer daño sino a los que voluntariamente quieren cargar con tus hierros”.
En efecto, el demonio no ha podido lograr nada que dañe en lo más mínimo la suprema dignidad de la Virgen María en todas sus virtudes, aún siendo Ella el blanco de sus objetivos para frustrar la misión redentora de Cristo. El maligno fracasó en todas sus intenciones a pesar de ensañarse con sus dardos siempre maléficos. Cuánto hubiese querido que la Virgen tenga la más mínima falta en los momentos vulnerables de su vida, como por ejemplo en la salutación angélica, oportunidad en la que bastaba una leve desconfianza o falta de fe. Pero María reafirmó su credibilidad, su humildad y absoluta confianza en Dios cuando respondió al ángel: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Posteriormente María, conocedora de ser escogida para ser madre del Verbo encarnado, pudo sentirse ufana; pero, muy al contrario, se sintió la más pequeña de las criaturas y con toda humildad fue a servir y atender a su prima Santa Isabel durante tres meses de su embarazo. Asimismo nunca se sintió merecedora de las insignes gracias con que Dios la había favorecido al escogerla por madre suya. Es así como compuso el Magnificat, oración de reconocimiento y pleno agradecimiento a Dios. Durante su vida oculta en Nazaret, aceptando con alegría una vida pobre, llena de sacrificios y modestia, fue modelo en todas las virtudes: fe, confianza plena en Dios, humildad, pureza, prudencia, bondad, firmeza, valentía, heroísmo, etc.; manteniendo siempre una constante e intensa oración, cumplió fielmente sus obligaciones cotidianas, dándose íntegramente al servicio de los seres de su entorno. Durante la Pasión de Jesús, no fue presa de desesperación, ni del menor sentimiento de venganza contra los verdugos. Muy al contrario, pedía perdón por ellos al Padre Eterno, ofreciéndole la ignominiosa Pasión de su Hijo y el indescriptible dolor que le atravesaba el alma al presenciar el sufrimiento de su amadísimo Hijo. Del mismo modo al verlo expirar, desfalleciente ya por tanto dolor que le despedazaba el corazón, pedía a Dios por la salvación de toda la humanidad. De este modo María no defraudó los dones y virtudes con que Dios la creó, y es más, los fructificó y los centuplicó en grado óptimo, quebrantando íntegramente la cabeza del enemigo maligno, quien huye de María como de su ejército ordenado en batalla. Por eso quien se acoge a la protección de María nunca sucumbirá ante la maldad de la serpiente venenosa que amordaza con sus tentaciones, porque María ha nacido para traernos al Salvador que como sol resplandeciente alumbra las tinieblas de los corazones de los hombres dándoles paz, alegría y justicia. Como dice San Luis María Grignion de Montfort: “María es la aurora de la Iglesia, el antídoto de la bendición divina. Ella es el sublime y divino mundo de Dios, lleno de bellezas y tesoros inefables; la magnificencia del Altísimo porque abrigó en su seno al Unigénito, lo trajo en su primera venida y lo hará resplandecer en su segunda, porque Dios quiso que el mundo recibiera a su Hijo por medio de María”.
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