PREGUNTA Mons. Villac: Tengo una pregunta que hacerle. Hace años que voy a misa todos los días y comulgo, y lo hago con gusto (aunque llueva a cántaros). Yo tengo en la conciencia un pecado de omisión que no consigo expurgar, ni con las repetidas confesiones. Existe una barrera insuperable debido a las circunstancias. ¿Estas misas y comuniones tienen valor para mí o las hago en estado de pecado grave? Quisiera que me orientara en tal sentido, pues los sacerdotes no me condenan por esa omisión, en vista que hay en mí un fuerte bloqueo sentimental. Pero, ¿cómo queda entonces la absolución, si continúo en el mismo pecado? RESPUESTA El consultante, comprensiblemente, expone su caso de conciencia en términos reservados e inexplícitos —muy convenientemente— una vez que se está dirigiendo a un medio de prensa y pide una respuesta que hará pública su consulta. Con esto, no obstante, no queda clara la naturaleza de lo que él llama su “pecado de omisión”. Tanto más cuanto dice que no resuelve ese estado de omisión a causa de “un fuerte bloqueo sentimental”, que no especifica.
Entonces la respuesta también sólo puede ser dada en términos genéricos: si la omisión corresponde a una obligación leve, el pecado de omisión es venial, y continuará siendo leve, por más que persista en él. No obstante, si la omisión es grave, hay obligación de saldarla lo antes posible; pasado un tiempo razonable, su persistencia, salvo en el caso de una barrera realmente insuperable, constituye pecado mortal, lo que impide la recepción de la sagrada comunión. Si los sacerdotes con quien usted se ha confesado no lo condenan por esa omisión, puede ser que ellos evalúen que ella es leve; o puede ser que consideren que el “fuerte bloqueo sentimental” que se alega, constituye realmente para usted “una barrera insuperable”. Y así juzgan poder concederle un plazo mayor, esperando que venza ese “bloqueo sentimental”. Me es imposible emitir un juicio válido sin conocer los pormenores del caso. Tanto más cuanto eso ya se extiende por años, durante los cuales usted mantuvo la comunión diaria y se ha confesado frecuentemente. Sólo me cabe, por lo tanto, aconsejarlo a recurrir a la oración humilde ante el Santísimo Sacramento, o una imagen de la Santísima Virgen, para que Ella lo ayude a vencer ese pernicioso “bloqueo sentimental”. Para una confesión bien hecha: humildad valiente Hablé de humildad. En efecto, el demonio nos tienta con frecuencia a no admitir nuestras culpas o a diminuirlas frente al confesor. Procedemos así para no herir nuestro orgullo. Es necesario, entonces, pedir a Nuestra Señora una humildad valiente para mirarnos de frente y que declaremos en la confesión el verdadero estado de nuestra alma. Si así lo hacemos, los obstáculos aparentemente insuperables se vuelven pequeños y la paz vuelve a nuestras almas. ¿Cuántas veces no sentimos la suavidad que deriva de una confesión bien hecha? Un “bloqueo sentimental” puede resultar, por ejemplo, de no tener la valentía de buscar a una persona que nos trató mal, pero a quien debemos un favor que sería necesario agradecer; o perdonar a un pariente o amigo ingrato, que nos ofendió, pero con el cual sería necesario reconciliarnos, para el bien de la vida familiar o la normalidad de nuestras relaciones sociales. La receta, una vez más, es un acto de humildad. Acordémonos de la palabra de Nuestro Señor en el Evangelio: “Todo el que se exalta será humillado; y el que se humilla será exaltado” (Lc 14, 11). Note el lector que estoy “dando palos de ciego”, y puede ser que no esté dando en el blanco. Y, por lo tanto, las hipótesis que estoy levantando no tengan nada que ver con su caso. Es un intento de hacerle bien a su alma y a la de nuestros lectores. Pero la gracia de Dios puede servirse de esos “consejos fuera de foco” para hablar al interior de su alma y señalarle el camino adecuado para remover la tal “barrera insuperable”. Omisiones de las que poco se habla La presente consulta nos da la oportunidad de recordar un punto muy importante de la doctrina católica, sobre el cual poco se habla: el pecado de omisión. La mayor de todas las omisiones en nuestros días es ciertamente el olvido de Dios. Él creó el Universo y nos preparó el planeta Tierra, con todos los recursos necesarios para que aquí vivamos de acuerdo con su Ley, y después gocemos de su presencia por toda la eternidad. En vez de agradecerle por ese don, muchos vuelven sus espaldas a Dios, hacen poco caso de su Ley, la infringen petulantemente y hasta quieren instaurar en esta tierra un modo de vida contrario a los más elementales principios de las Tablas de la Ley. Es un estado de rebeldía ostensiva contra Dios, del cual nuestra revista, Tesoros de la Fe, trata continuamente.
Otro punto: el Hijo de Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros para redimirnos del pecado que heredamos de Adán y Eva. Para ello soportó atroces tormentos, superiores a cualquier otro tormento sufrido por un ser humano en esta tierra. ¿Quién se acuerda de alabarlo y agradecerle por habernos librado del fuego del infierno y habernos abierto el camino al Cielo? Además, fundó la Santa Iglesia para conducirnos por ese camino y reconducirnos a Él cuando nos extraviamos. Para eso concedió a los Apóstoles y a sus sucesores, el poder de perdonar los pecados en su nombre y administrar los demás sacramentos, además de transmitirnos sus enseñanzas para que alcancemos la salvación eterna. ¿Cuántos, en vez de alabar a la Santa Iglesia por eso, no se levantan contra ella y hasta quieren extirparla de la faz de la tierra? No lo conseguirán, a pesar de ello, pues Nuestro Señor Jesucristo prometió que estaría con nosotros hasta el último día y que las puertas del infierno no prevalecerían contra la Iglesia (cf. Mt 16, 18). Y así, hay muchas otras omisiones, de diversa naturaleza, que cometemos por dureza de corazón y/o superficialidad de espíritu. Por ejemplo, olvidando de decir una simple palabra de afecto y gratitud a aquellos que están a nuestro alrededor, a quien debemos mil ayudas; o prestando poca atención a aquellos auténticos desvalidos (sepamos distinguirlos de los maleantes…) con los cuales nos cruzamos en la calle, a quien podríamos ayudar con una limosna material e incluso una prudente y oportuna palabra de consuelo o de orientación. No es esta una omisión despreciable, pues de ella daremos cuenta en el Juicio Final, conforme la impresionante y terrible descripción hecha por el propio Hijo de Dios, como consta en el evangelio de San Mateo: “Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. (...) “Entonces dirá a los de su izquierda: «Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; fui forastero y no me hospedasteis; estuve desnudo y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel y no me visitasteis». Entonces también estos contestarán: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?» Él les replicará: «En verdad os digo: lo que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo. Y estos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna” (Mt 25, 31-33; 41-46). Si mi estimado consultante tiene estas grandes perspectivas ante sus ojos, ciertamente encontrará fuerzas para superar los obstáculos que ahora considera insuperables para saldar el pecado de omisión que perturba la tranquilidad de su vida sacramental y de unión con Dios.
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