P. David Francisquini Ninguno de nosotros duda de la promesa hecha por Nuestro Señor Jesucristo, de que permanecería con la Iglesia hasta la consumación de los siglos y que las puertas del infierno no prevalecerían contra Ella. En efecto, la asistencia del Espíritu Santo se difunde en todos los campos de la vida de la Iglesia, que es el propio Cuerpo Místico de Cristo. Como nos enseña Plinio Corrêa de Oliveira, “en sus instituciones, en su doctrina, en sus leyes, en su unidad, en su universalidad, en su insuperable catolicidad, la Iglesia es un verdadero espejo en el cual se refleja nuestro Divino Salvador”. Asimismo en su exterioridad —en la arquitectura, en la escultura, en la pintura, en la música, etc.— la Iglesia debe reflejar las perfecciones de su divino Fundador, impregnando con ellas a las almas de los fieles. Es por eso que las buenas obras de arte son una expresión de la Verdad, del Bien y de lo Bello, cuyo absoluto es Dios, y que las obras de arte extravagantes son lo contrario… También son expresiones de Dios —o sus “nietas”, porque son “hijas” de los hombres— el sonido del órgano o del canto gregoriano, la pintura sacra retratando pasajes bíblicos, todo en armonía perfecta para hacernos crecer en el amor al Creador y prepararnos para la vida eterna, cuando contemplaremos a Dios cara a cara. Por lo tanto, negar la licitud de las imágenes es negar esta acción y la propia actuación del Espíritu Santo. Él conduce la Iglesia a fin de que cumpla su misión aquí en la tierra. Además, las imágenes sirven también para marcar la diferencia entre la verdadera Iglesia de Jesucristo y las sectas protestantes. No se trata de idolatría, sino de una expresión visible de la enseñanza del Divino Espíritu Santo. Romper con esto corresponde a romper con la Iglesia, una, santa, católica, apostólica, romana. Por eso, San Juan Damasceno, polemista de renombre y de gran cultura teológica, afirma que en el Antiguo Testamento Dios nunca fue representado por medio de imágenes, porque era incorpóreo y no tenía rostro.
Sin embargo —continúa el santo oriental—, habiéndose Dios encarnado y habitado entre nosotros, no sólo podemos, sino que debemos representar lo que es visible en Dios. Al hacerlo no veneramos la materia, sino al creador de la materia, que se hizo materia por nuestra causa y se dignó habitar en la materia y realizar nuestra salvación a través de la materia. Son palabras de San Juan Damasceno: “Nunca cesaré de venerar la materia a través de la cual me ha llegado la salvación. Pero de ningún modo la venero como si fuera Dios. ¿Cómo podría ser Dios aquello que ha recibido la existencia a partir del no ser? […] Yo venero y respeto también todo el resto de la materia que me ha procurado la salvación, en cuanto que está llena de energías y de gracias santas. “¿No es materia el madero de la cruz tres veces bendita? […] ¿Y no son materia la tinta y el libro santísimo de los Evangelios? ¿No es materia el altar salvífico que nos proporciona el pan de vida? […] Y antes que nada, ¿no son materia la carne y la sangre de mi Señor? “Por tanto, no se ofenda a la materia, la cual no es despreciable, porque nada de lo que Dios ha hecho es despreciable” (Contra imaginum calumniatores, I, 16, Ed. Kotter, pp. 89-90).
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El Santo Cura de Ars - San Juan María Vianney |
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