PREGUNTA ¿Cómo defender la idea de que los pasajes bíblicos nunca fueron adulterados, o que por lo menos no sufrieron influencia de la cultura hebrea? RESPUESTA Tal como está enunciada, la pregunta se desdobla en dos, aunque no está necesariamente una contenida en la otra. Pues una cosa es defender que el texto bíblico que disponemos es auténtico. Y otra cosa es estudiar en qué medida el ambiente cultural en que vivió el autor bíblico influenció en lo que escribió. Es una respuesta que había quedado pendiente (cf. nº 18, junio de 2003) y que nos fue gentilmente reclamada. Comencemos por la segunda cuestión, que hará más fácil responder a la primera.
Metáfora del “dictado” Es de fe que las Sagradas Escrituras fueron inspiradas por el Espíritu Santo, a tal punto que se puede decir que Él es el verdadero Autor de ellas. Esa inspiración es tan determinante, que algunos autores espirituales se valen de expresiones fuertes, designando a las frases de la Sagrada Escritura como “palabras del Espíritu Santo”. Así lo hace, por ejemplo, San Luis María Grignion de Montfort. Hay otros autores que dicen que el Espíritu Santo “dictó” las palabras de la Biblia al escritor sagrado. Todo esto está muy bien —si es correctamente entendido— y expresa el infinito respeto y la adhesión incondicional que debemos dar a los textos de la Escritura. No obstante, el Divino Espíritu Santo quiso servirse de elementos humanos para trasmitirnos el conocimiento de verdades indispensables para nuestra salvación, y que constituyen la Revelación. Para quedarnos dentro de la metáfora del “dictado” mencionada arriba, quien “dicta” es el Espíritu Santo, pero quien escribe es un ser humano concreto, dotado de una inteligencia mayor o menor, de una instrucción más o menos refinada, de rasgos espirituales propios. Y además condicionado por la formación intelectual y moral que adquirió por haber nacido y vivido en un determinado ambiente cultural. El resultado es que: al escribir aquello que le fue “dictado” por el Espíritu Santo, va a dejar la marca de su perfil espiritual y de su cultura nacional en lo que escriba. Timbre propio Comprendamos bien la metáfora del “dictado”. No se trata de comparar la situación del autor sagrado con la de un alumno a quien una profesora de enseñanza primaria dicta un texto, para evaluar su dominio de la ortografía de la lengua materna o de un idioma extranjero que esté aprendiendo. La metáfora del “dictado” se refiere a una verdad incomparablemente más alta, pues se trata del Espíritu Santo actuando en la mente del escritor sagrado y comunicándole verdades trascendentales, que él no tendría capacidad de concebir si no le fuesen reveladas por el propio Dios. Ahora bien, en esa comunicación de la mente divina hacia la mente humana entran en juego necesariamente las múltiples limitaciones del ser humano, que va a traducir para una determinada lengua, de determinado pueblo, en un determinado contexto histórico y cultural las verdades trascendentales que le fueron divinamente comunicadas. Lo que la Iglesia enseña y la Fe católica nos impone creer es que en ese “dictado”, en esa “traducción” del verbo divino para el verbo humano, no se introduce ningún error doctrinario; pero la formulación de la verdad trascendental se hace necesariamente en un “ropaje” verbal marcado por la cultura y demás características individuales del instrumento humano del cual el Espíritu Santo se está sirviendo. Hagamos una comparación para que el lector comprenda mejor lo que acabamos de decir. Imagine una música sacra ejecutada en un órgano de iglesia. Conforme la calidad y el timbre de cada órgano, y además la pericia del organista, el resultado de la ejecución va a variar, ¡pero la música va a ser siempre la misma! Así, el hecho de que los escritores sagrados del Antiguo como del Nuevo Testamento tengan una formación judaica, claro está que influencia el texto sagrado, pero no adultera su significado profundo, no corrompe la verdad “dictada” por el Espíritu Santo; la cual, por lo tanto, debemos recibir como revelada y auténtica.
Vicisitudes humanas Abordemos ahora un problema más de orden práctico. Lo escrito obviamente se hace sobre un soporte material que, cualquiera que sea —incluso en nuestros días de tanto progreso técnico— se deteriora con el tiempo. De los rollos de pergamino a los papeles utilizados actualmente para libros, o incluso microfilmes y otros métodos de conservación de datos de la era informática, todos padecen del mismo problema. Así, es fácilmente comprensible que hoy no dispongamos más de los textos originales —propiamente dichos— de ningún libro de la Sagrada Escritura. Fueron copiados en un número indefinido de veces, y así lo que poseemos hoy son códices más o menos antiguos, pero el original originalísimo hace mucho que desapareció. Todo esto es obvio, por un minuto que se piense en el asunto, pero sucede que no siempre sacamos las consecuencias también obvias de ese hecho. Y así es que, habiendo sido los textos sagrados copiados y vueltos a copiar innumerables veces, esas copias están sujetas a las fallas de la contingencia humana, tales como errores de trascripción, omisiones de palabras, repeticiones, inserciones indebidas, comentarios de carácter personal, etc. Y si la Iglesia nos enseña que el Espíritu Santo inspiró a los autores sagrados, en ningún lugar está dicho que inspiró igualmente a los copistas. Como tampoco inspiró a los traductores para las diversas lenguas. La Vulgata Latina El hecho que existan tales problemas —en gran parte ya localizados y muchos hasta ya resueltos— no significa sin embargo que la autenticidad y la integridad de la Biblia hayan sido global o incluso parcialmente comprometidas. Este beneficio se lo debemos a la Iglesia, la cual —asistida por el Divino Espíritu Santo— es la celosa guardiana, la única intérprete autorizada y la garantía de autenticidad del texto sagrado. En efecto, desde los primordios de la Iglesia los escritores eclesiásticos se empeñaron en fijar el canon bíblico, es decir, el texto auténtico de las Escrituras, cotejando los diversos códices disponibles, las diferentes traducciones, anotando las discrepancias y buscando resolverlas. De ese modo nació la Vulgata Latina, que la Iglesia propone como texto de referencia para el estudio de los teólogos, para la composición de las oraciones litúrgicas, así como para la meditación de los fieles, y de la cual no es lícito apartarse sin motivos graves y sin la debida aprobación de la autoridad eclesiástica. Así, el esclarecimiento de algún pasaje bíblico controvertido puede ser hecho en un ambiente académico, por personas competentes exentas de espíritu racionalista y reconocidas por su entrañable amor a la Iglesia. Jamás debe ser motivo para intranquilizar a los simples fieles, incluso porque muchas veces son fruto de cuestionamientos imprudentes, de raíz protestante o de cuño “progresista”.
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