PREGUNTA Las noticias que leí a propósito de la declaración Fiducia Supplicans sobre las bendiciones de uniones pecaminosas (divorciados vueltos a casar y homosexuales) decían que se trata de un “sacramental”. ¿Qué se entiende por eso? En mis clases de catecismo, que desgraciadamente no fueron muy exhaustivas, me hablaron de los siete sacramentos, pero nunca de los sacramentales. ¿Sería usted tan amable de explicármelo? Muchas gracias. RESPUESTA La pregunta es oportuna, porque permite mostrar la abundancia de posibilidades que la Santa Iglesia pone a nuestra disposición para que recibamos beneficios espirituales, por medio de acciones (como las bendiciones o la señal de la cruz) u objetos (como el agua bendita o las medallas), que tanto agradan a las personas piadosas, pero que los sacerdotes progresistas desprecian. Además, nos permite subrayar la importancia única e insustituible de los sacramentos para alcanzar la salvación eterna. En los primeros tiempos de la Iglesia, debido a la pobreza del incipiente lenguaje eclesiástico, el término de origen latino “sacramento” y su homólogo griego “misterio” abarcaban todo aquello que se relacionaba con los sacramentos y el Santo Sacrificio y, por lo tanto, no solo las partes esenciales para la validez del sacramento propiamente dicho (por ejemplo, la aspersión del agua y la fórmula “Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”; o el canon de la misa), sino el conjunto de la ceremonia. La precisión del lenguaje, distinguiendo “sacramentos” de “sacramentales”, recién comenzó en el siglo XII con Hugo de San Víctor y Pedro Lombardo, pero fue a partir de las sumas teológicas de Alejandro de Hales, san Buenaventura y santo Tomás de Aquino que se estableció y difundió el número septenario de los sacramentos, doctrina que fue consagrada en los Concilios II de Lyon (1274), Florencia (1439) y, de manera dogmáticamente definitiva, en Trento (1547). Santificación de las diversas circunstancias de la vida La idea de “sacramental”, primitivamente vinculada a los ritos auxiliares de los sacramentos, más tarde transferida a innumerables ceremonias religiosas y objetos de piedad, obligó a los teólogos a dar al término una definición lo más amplia posible. En el Código de Derecho Canónico de 1917, estos esfuerzos de precisión se resumieron con la siguiente definición: “Los sacramentales son cosas o acciones de las que suele servirse la Iglesia, lo mismo, en cierto modo, que de los sacramentos, para conseguir por su impetración efectos principalmente espirituales” (canon 1144).
El actual Catecismo de la Iglesia Católica ha recogido esencialmente la definición, pero generalizando esas cosas y acciones bajo la expresión “signos sagrados” y añadiendo que “por ellos, los hombres se disponen a recibir el efecto principal de los sacramentos y se santifican las diversas circunstancias de la vida” (nº 1667). En los párrafos siguientes, el Catecismo describe los rasgos característicos de los sacramentales y en qué se diferencian de los sacramentos. La diferencia fundamental es que los siete sacramentos fueron instituidos por Nuestro Señor Jesucristo, por lo que no pueden ser cambiados ni en su número ni en su esencia, mientras que los sacramentales son instituidos por la Iglesia, “en orden a la santificación de ciertos ministerios eclesiales” (los rituales no esenciales de los sacramentos, la consagración de las iglesias, de los altares, de los objetos de culto, etc.), “de ciertos estados de vida” (la instalación de los abades, la profesión de los religiosos, la consagración de las vírgenes), “de circunstancias muy variadas de la vida cristiana” (la señal de la cruz, la bendición de las comidas), “así como del uso de cosas útiles al hombre” (bendición de casas, automóviles…). Por esta razón, los sacramentales “comprenden siempre una oración, con frecuencia acompañada de un signo determinado, como la imposición de la mano, la señal de la cruz, la aspersión con agua bendita” (nº 1668). Diferencia entre sacramentos y sacramentales La segunda diferencia fundamental es que “los sacramentales no confieren la gracia del Espíritu Santo a la manera de los sacramentos, pero por la oración de la Iglesia preparan a recibirla y disponen a cooperar con a ella” (nº 1670). En otras palabras, mientras que los sacramentos actúan ex opere operato, es decir, por el mero hecho de ser administrados y no por la virtud del ministro, porque es Dios mismo quien interviene soberana y gratuitamente, bastando la buena disposición de quien los recibe, en el caso de los sacramentales la intervención de la Iglesia actúa ex opere operantis, es decir, por el poder de la intercesión de la Iglesia. La oración del Cuerpo Místico de Cristo es ciertamente poderosa y eficaz, pero no siempre es atendida, bien porque pide bienes que no son aptos para la salvación eterna de quien los solicita, bien porque no es el momento oportuno para ser atendida, bien porque la persona no está todavía con la disposición adecuada para recibir esos bienes. Esto se advierte especialmente en las fórmulas utilizadas por la Iglesia en los sacramentales, que no contienen expresiones afirmativas, sino implorativas, lo que demuestra que la Iglesia recurre de modo filial a la misericordia divina para obtener el efecto deseado. La tercera diferencia es que los sacramentos contienen y confieren la gracia habitual o santificante (la unión del alma con Dios), mientras que los sacramentales solo nos alcanzan gracias actuales, es decir, de modo pasajero, una iluminación de la inteligencia y/o un fortalecimiento de la voluntad para practicar la virtud. De lo anterior se desprende que los sacramentos son absolutamente necesarios para la salvación, mientras que los sacramentales no lo son. Es muy importante recordar esto, porque sería una desviación de la religiosidad popular hacer que la vida espiritual consistiera tan solo en el uso de medallas o escapularios, la participación en peregrinaciones, la recitación de novenas, excluyendo la frecuencia de los sacramentos, especialmente los de la Eucaristía y la Penitencia. De hecho, los sacramentales no tienen ningún poder mágico y su eficacia depende de la disposición de quienes los usan y, en particular, de su fe, esperanza y caridad. Gracias espirituales y temporales obtenidas con los sacramentales
Según la clasificación corriente de los teólogos, los efectos de los sacramentales pueden reducirse a cuatro: n La remisión de los pecados veniales (nunca de los mortales, que requieren de la confesión) de modo indirecto, es decir, por el movimiento de fervor que producen en nosotros (rezo del Confiteor, uso del agua bendita). n La obtención de gracias actuales debidas a la intercesión de la Iglesia (especialmente en los ritos por los que la Iglesia consagra a una persona a su servicio). n La represión de los demonios, sobre todo a través de los exorcismos, en los que la Iglesia ejerce el poder que ha recibido de Nuestro Señor para combatir a los espíritus malignos. n La concesión de un bien temporal, por ejemplo, la salud, la lluvia, la fertilidad del campo, que se dispensan condicionalmente, es decir, mientras no sean un obstáculo para el bien espiritual de las almas. Un quinto efecto sobre el que discuten los teólogos es la remisión de la pena temporal de los pecados ya perdonados, lo que ciertamente ocurre en el caso del uso de sacramentales para los que la Iglesia ha concedido indulgencias. Ministros y beneficiarios de los sacramentales Los ministros de los sacramentales son normalmente los clérigos, en proporción a su importancia: las consagraciones solo pueden hacerlas los obispos y las bendiciones dependen de lo que se bendiga (el Papa bendice los palios de los arzobispos y la rosa de oro; los obispos el crisma, el óleo de los enfermos, la bendición de la instalación de un abad o de una abadesa, las vírgenes consagradas; el resto puede realizarlo cualquier sacerdote; el diácono puede bendecir el cirio pascual, dar bendiciones y realizar los exorcismos del bautismo, así como bendecir a los enfermos a los que lleva la comunión, y a los laicos cuando distribuye la comunión fuera de la misa). Los simples bautizados también pueden bendecir en nombre del sacerdocio común de los fieles: por ejemplo, cuando los padres bendicen a sus hijos y los patrones a sus empleados, o cuando la persona de mayor importancia bendice los alimentos antes de las comidas. En estos casos, la eficacia de la bendición depende obviamente de los méritos y de la santidad personal de quien bendice. Los beneficiarios de los sacramentales son en primer lugar los católicos, pero también pueden administrarse a los catecúmenos e incluso a los no católicos para procurarles la luz de la fe o, junto con ella, la salud del cuerpo. Así, los no católicos pueden recibir las cenizas el Miércoles de Ceniza o los ramos bendecidos el Domingo de Ramos y beneficiarse de los exorcismos. Pero deben ser rechazados si su administración pudiera ser causa de escándalo para los fieles, como sería el caso de los excomulgados o de los pecadores públicos. Como hemos visto anteriormente, algunas bendiciones tienen un efecto duradero: son aquellas cuya finalidad es consagrar personas a Dios y reservar objetos y lugares para el uso litúrgico. Por esta razón, se llaman “constitutivas”, mientras que las otras se denominan “invocativas”. Las cosas que simplemente se bendicen con una bendición invocativa pueden consumirse o utilizarse para el fin para al que están ordenadas (por ejemplo, el “pan bendito” que se distribuye después de la misa en ciertos lugares es para comerlo). Pero las cosas consagradas o que recibieron una bendición constitutiva no deben utilizarse con fines profanos, aunque se encuentren en posesión de particulares (por ejemplo, un cáliz). No sería irrespetuoso, eso sí, utilizar una vela bendita para iluminar un lugar en caso de emergencia. El poder del agua bendita Por último, convendría detenerse un momento en uno de los principales sacramentales que la Iglesia pone a disposición de los fieles: el agua bendita, desafortunadamente suprimida de muchas pilas durante y después del Covid-19 y sustituida por dispensadores de alcohol en gel… Ya en los primeros tiempos del cristianismo, el agua bendita se utilizaba con fines expiatorios y purificadores, de forma similar a su empleo en la ley hebrea. En el siglo IV, varios escritos cuya autenticidad está libre de sospecha mencionan el uso del agua santificada, sea para una bendición litúrgica oficial o para la bendición individual de alguna persona santa. Los primeros cristianos creían que el agua bendita poseía propiedades curativas para determinadas enfermedades, y que esto era así especialmente en el caso del agua bautismal. En algunos lugares, se conservaba cuidadosamente durante todo el año y, por el hecho de utilizarse para el bautismo, se consideraba que estaba libre de toda corrupción. Esta creencia se extendió de Oriente a Occidente, hasta el punto de que una vez administrado el bautismo, utilizando todo tipo de recipientes, la gente se llevaba el agua consigo, algunos la guardaban cuidadosamente en sus casas, mientras que otros regaban con ella sus campos, viñedos y jardines. Sin embargo, el agua bautismal no era la única agua bendita. En Oriente, también se bendecía regularmente cierta cantidad de agua, en la proporción necesaria, para utilizarla en la entrada de las iglesias, donde una persona llamada hidrokometes (“introductor de agua”) rociaba a los fieles al entrar en el templo. En Occidente, a partir del siglo IX, existen documentos sobre la bendición y aspersión de agua en la misa dominical. En aquel tiempo, el Papa León IV ordenó que cada sacerdote bendijera el agua todos los domingos en su propia iglesia y rociara con ella a la gente, regla que en general fue seguida desde entonces. Con el tiempo, del asperges dominical se pasó a la costumbre de bendecir el agua para distribuirla entre los fieles, que la llevaban a sus casas y lugares de trabajo para beneficiarse de su protección. De hecho, al tratarse de un sacramental, el acto de persignarse o rociar un lugar con agua bendita produce los tres efectos ya mencionados, a saber, que nos obtiene las gracias divinas, purifica algunos de nuestros pecados y ahuyenta al demonio. Por eso es bueno tener siempre agua bendita en casa y usarla al levantarnos y al acostarnos, y en cualquier momento en que necesitemos de una fuerza o ayuda especial de Dios, particularmente cuando el demonio nos incomode. Santa Teresa de Ávila, doctora de la Iglesia, tenía una fe profunda en el poder del agua bendita. Personalmente la utilizaba para expulsar a los demonios y repeler las tentaciones: “Sé por propia experiencia que no hay nada mejor que el agua bendita para expulsar al demonio de nuestro lado”, decía la mística española.
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